Revista Educación

Goteo

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Goteo

Parece que ya se puede hablar con naturalidad de salud mental. Hay modas que rentan. Y yo lo celebro. Soy de los que sale más que beneficiado con el cambio de paradigma. Aunque ¿no salimos beneficiados todos?

El asunto es que no miento si digo que me ha sorprendido la cantidad de gente que ha sufrido al menos una vez en su vida un ataque de ansiedad. Esa experiencia paralizante, cercana a la muerte, que supone un antes y un después en la gestión del propio cuerpo y sus prioridades. Y también me ha sorprendido, lo confieso, no formar parte yo de esa estadística. Que no les engañen mi cara de perro pachón ni mi canariedad. Yo soy un manojo de nervios. Desde bien chico. Yo era el niño de la cara de susto permanente, los miedos nocturnos y las tripas descompuestas a las primeras de cambio. Candidato, según mi parco conocimiento, a las crisis de la edad adulta. Que no han llegado.

Bueno, o sí. Me ha bastado un poco de reflexión para explicarme. No he sufrido nunca un ataque de ansiedad porque nunca he dejado "que se me llene el cacharro". Soy un grifo que gotea angustia. Continuamente.

Hace días tuve un incidente rutinario en la carretera. Un coche se cambió de carril sin poner el intermitente y casi se me lleva por delante. No por habitual es correcto, y tras el frenazo se lo hice saber. El conductor, de edad avanzada, bajó la ventanilla y me llevó la contraria. Yo no era sino un exagerado. Pues bien, pasado eso que ni llegó a discusión me atacó el pensamiento de que el intercambio de opiniones, la agitación, podrían suponerle un episodio cardíaco al anciano maleducado. Pensamiento que no me abandonó hasta que minutos después, aparcada la moto, vi pasar al susodicho. Así es más o menos mi día a día.

Soy ese que sufre con cada novedad, con cada carretera nueva que ha de explorar (con o sin Google Maps) y cada persona desconocida que le dirige la palabra. Soy el que tiene el móvil petado de juegos tan simples como adictivos con los que poner la mente en blanco a la mínima ocasión. Soy el que se pone pálido sin aparente motivo y localiza con la mirada el baño más cercano cada vez que inaugura un local. El que vuelve a entrar en casa a asegurarse de que apagó las luces y la calefacción. Varias veces. Y no me digan "así no se puede vivir". Cuarenta y cuatro (para cuarenta y cinco) años tengo. Y sigo vivo.

Me pregunto qué pasaría si logro cerrar bien el grifo. Vivir una vida despreocupada en general, relajada y con control de las situaciones cotidianas, pagando el precio de ocasionales, poco frecuentes, sensaciones de pánico y muerte. Solo preguntármelo ya me provoca ansiedad.

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