Revista Cultura y Ocio

La antropóloga (2)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

En uno de aquellos viajes, por boca de un militar colonial francés, oyó hablar por primera vez de dos pueblos que habitan la región de los montes Far. Recluidos en una faja de territorio abrupto y árido, entre las montañas y el desierto, los zagríes y los harath estaban considerados dos ramas divergentes de una de las razas originales que poblaron la tierra, descendientes directos de la Eva primigenia.

−Según reza una leyenda −le explicó el francés−, los primeros, de carácter más sedentario, son un pueblo honorable y recto, orgullosos de mantener siempre la palabra dada; los otros, sin embargo, zíngaros por naturaleza, tienen fama de alevosos e indignos de confianza.

La antropóloga sintió una fascinación inmediata por estos pueblos, interesándose vivamente por su historia y su cultura, aunque poco fue lo que pudo descubrir escudriñando en archivos y bibliotecas, salvo que estaban organizados en clanes muy dispersos y que su localización era difícil. Se tomó, por tanto, unos meses de descanso sabático para estudiarlos directamente e intentar desentrañar el por qué de tan extraña leyenda.

Mary Hammond era una mujer animosa, acostumbrada a viajar entre gentes diversas, con lenguas incomprensibles y costumbres desconocidas, y no sintió temor alguno en adentrarse en aquella geografía escamoteada en los mapas, a trasmano de la civilización. A medida que la recorría iba escuchando historias, referencias o simples consejas sobre los zagríes y los harath, disparatadas algunas, curiosas otras, más o menos verosímiles, variaciones distintas oídas y repetidas sin ningún rigor, aunque todas convergían en la misma anécdota sobre la condición y carácter de ambos pueblos.

Durante varias semanas, acompañada de guías advenedizos, recorrió cientos de millas, a pié o a lomos de acémila, por parajes rocosos y desérticos, cada vez más deshabitados, pernoctando en aldeas dispersas o en campamentos al aire libre. La soledad, la desoladora selvatiquez de la región y la esterilidad de los esfuerzos por encontrar a los pueblos que buscaba, iban haciendo mella en sus condiciones físicas y mentales y llenándola de una pesada melancolía. Por la noche tenía sueños catastróficos y pasaba los días sumida en engañosas alucinaciones. Al cabo, tal vez cansado de aquel vagar sin rumbo, la abandonó su último guía y miss Hammond se extravió entre las anfractuosidades de los valles y los cañones.

En su deambular sin norte, a punto de sucumbir, la halló un nativo de piel oscura y ojos claros que se ofreció a ayudarla. Miss Hammond sintió miedo y le preguntó, echando mano del universal lenguaje de las señas, a qué pueblo pertenecía, si a los zagríes o a los harath. El hombre aparentó ofenderse por la pregunta pero finalmente le indicó que era zagrí. Si lo que le habían contado era cierto, tantas probabilidades tenía de ser un verdadero zagrí que un harath impostor, en todo caso, como no tenía alternativa, la antropóloga confió en él y lo siguió por caminos intransitables y senderos de cabras hasta alcanzar, colgada en las estribaciones de los riscos, una pequeña aldea compuesta de morabitos de barro blanquecino y cuarteado donde, antes de desaparecer, la dejó en manos amigas.


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