Revista Cultura y Ocio

La dignidad de una rebelde (relato por el día internacional de la mujer)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

La dignidad de una rebelde (relato por el día internacional de la mujer)

En este relato por el día internacional de la mujer podemos conocer a una mujer que debe luchar contra el injusto sistema que la relega al escalón más bajo: por ser mujer, por ser campesina y por ser pobre. En "La dignidad de una rebelde", el cuerpo de una mujer anónima, explica, a través de los ojos del doctor que le practica la autopsia, los problemas a los que ha tenido que hacer frente a lo largo de su vida y las responsabilidades que ha asumido como dueña de su destino.

Sobre las nueve de la noche, un cadáver ingresa en la morgue del hospital departamental de Santa Bárbara. Lo han traído en la caja de un pickup dos policías acompañados por una mujer que dice ser pariente de la fallecida. Horas después, el doctor Canales, por orden del juzgado, procede a realizar la autopsia para determinar la causa de la muerte. El doctor Canales es un hombre otoñal, alto, de rasgos árabes y piel oscura que contrasta con unas canas cada vez más abundantes. Buen profesional, antes de ejercer como forense fue médico de campaña en la guerra y lleva todo un holocausto impreso en sus retinas.

Al comenzar, lee detenidamente la sucinta ficha, cumplimentada por la funcionaria encargada de anotar las entradas en la morgue y sujeta con una gomilla al antebrazo del cadáver. En ella dice que corresponde a Erundina Guevara, hembra, mestiza, de unos cuarenta años de edad, natural de Villa Dolores; que presenta contusiones visibles en varias partes del cuerpo; que tiene los labios amoratados y una cicatriz sangrante en el occipucio, pero no se indica, porque la funcionaria no puede saberlo, que la mujer nació en el caserío de El Zapote hace treinta y seis años y fue inscrita en el registro municipal con el nombre de Erundina y el apellido único de Guevara, es decir, el materno, tal como estipulaba la legislación vigente para las madres solteras, si bien Arnulfo Velásquez, según hizo constar el auxiliar que en su día realizó el apunte, reconocía su paternidad y facilitaba su propia filiación a los efectos oportunos. Ni tampoco se indicaba que pasó una buena parte de su infancia y juventud en el campamento de La Virtud, al otro lado de la frontera, adonde había llegado su familia huyendo de la guerra.

A la clara luz de la sala de autopsias, el doctor Canales observa el cuerpo delgado y lleno de moratones, los senos pequeños, las facciones aindiadas, de pómulos altos y nariz pequeña; el pelo negro, liso y abundante, que tiene una costra de sangre reseca. Inicia su labor sajando con unos cortes certeros y retirando el cuero, de un color como el del maíz reseco y un tacto cerúleo que, aunque le revela que la mujer no lleva menos de doce horas cadáver, nada le dice sobre las primeras caricias de hombre que aquella piel recibió, precisamente de las manos de Matías Zavala, joven mayor que ella con quien se acompañó, en contra de la voluntad de sus padres, cuando contaba apenas dieciséis años de edad, yéndose ambos a vivir a una champa pequeñita, de tablones y lámina acanalada, que Matías construyó para tal fin y amuebló con una tijera para dos, un par de zancudos y un cajón de madera que servía de armario, de mesa y, si era necesario, de silla adicional.

La primera noche que pasaron juntos, Erundina mantuvo a su compañero alejado del lecho por el miedo que le producía verlo desnudo, situación que se prolongó durante cinco días hasta que, por fin, ablandada por sus reiteradas súplicas y medio convencida con las prolijas explicaciones que él le había dado, accedió a con- sumar la unión. Para ella, Matías fue un amante apasionado, con un deseo intenso y persistente pero un desahogo fugaz, y Erundina pronto se acostumbró a satisfacerse con rapidez. Después de poco más de un año de vida conjunta, Matías, junto a un grupo de jóvenes que él mismo había reclutado, partió hacia la frontera para incorporarse a la guerra y ella hubo de quedarse en el campamento, embarazada de cuatro meses.

El doctor Canales pudo determinar, durante la autopsia, la temprana maternidad de la difunta, aunque no llegara a saber que aquella única hija fue bautizada como Elizabeth y que, con apenas unos meses de edad, hubo de exponerse a la dura prueba de un retorno masivo. Los refugiados -ahora retornados- dejaron la relativa seguridad del campamento para regresar a sus lugares de origen, que seguían siendo azotados por el conflicto. Con los materiales que pudieron transportar construyeron un precario asentamiento, que bautizaron La Esperanza, y se organizaron alrededor de una cooperativa agropecuaria. Hasta que finalizó la guerra, cuatro años después, sufrieron más penalidades y privaciones de las que padecieran en el exilio. Durante los frecuentes enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla, Erundina y Elizabeth, Bety, que vivían en la casa de don Porfirio, el padre de Matías, solían esconderse bajo la cama y abrazarse con fuerza para calmar los temblores que les provocaban el ruido de los disparos y el estallido de las granadas.

Varios meses después de haber retornado, Erundina recibió un papelito muy bien doblado y sellado con varias vueltas de papel adhesivo, donde le comunicaban la noticia de la muerte de Matías en una acción armada. La niña, que ya tenía un año cumplido, se quedaba huérfana sin llegar a conocer a su padre. De él no le que- darían más recuerdos que la instantánea que le tomó un brigadista y las esporádicas cartas que enviara a la familia a través de correos clandestinos. Esta muerte dejó en el corazón de Erundina una pesadumbre que habría de acompañarla durante muchos años, pero el doctor Canales anotó en el informe que no había encontrado en dicho órgano ninguna señal relevante sobre la causa del fallecimiento.

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