Revista Opinión

La legitimidad de llamarse demócrata

Publicado el 15 septiembre 2015 por Polikracia @polikracia

El gran estadista Winston Churchill, muy dado a las más ingeniosas florituras en el arte de la palabra, dijo una vez que la democracia «es la necesidad de inclinarse de tanto en tanto ante la opinión de los demás». Más allá de la estética verbal, y como ocurre con muchas otras citas de Churchill, pone de relieve una realidad política cuyo desencanto ni él mismo pretende ocultar: la reticencia de los gobernantes modernos a aceptar las implicaciones últimas de no sólo los marcos legales, sino también los valores que encarna el concepto de democracia.

Y entrando en el terreno de estos valores, uno de los más esenciales es el de la legitimidad, que es a lo que hace referencia Churchill: inclinarse simboliza el acto voluntario del gobernante cuyo sentido democrático va más allá de lo estrictamente legal. Una democracia no puede estar sana y funcionar correctamente si los gobernantes no demuestran responsabilidad y coherencia ante el mandato ciudadano. Y es en la evolución de las democracias modernas, partiendo de sus formas más rudimentarias e injustas, que la ciudadanía ha desarrollado nociones de legitimidad que han contribuido a depurarlas y renovarlas. Y es precisamente por legitimidad que se dice que la democracia no es solamente votar cada cuatro años. Y también que la ley no puede coartarla injustamente. Y también que la mitad del gabinete del actual gobierno debería presentar su dimisión, ya sea por corrupción, ya sea por sospecha de la misma (pues el respeto por las instituciones que representan exige una altura de miras que no demuestran tener).

Y es curioso ver cómo en tiempos de tal agitación en el tablero político, en la vorágine de la contienda entre antiguos y nuevos, y también entre independentistas y unionistas, todos quieren erigirse como adalides supremos de la democracia, como profetas de una verdad incuestionable que justifica sus posturas, cada uno con su interpretación particularmente conveniente. La democracia ha pasado de ser un ideal respetado a una registered trademark que todos pretenden apropiarse para agitarla en contra de los demás.

Es el caso catalán uno que ha puesto a prueba la fortaleza de la democracia, tensándola hasta lo indecible, explorando peligrosamente (aunque también necesariamente) los soportes y grietas de sus pilares. Es el caso catalán uno que, se resuelva de un modo u otro, ha servido para radiografiar nuestra democracia e impactar saludablemente en la conciencia ciudadana (que no la política, desgraciadamente, porque si no hablaríamos de diálogo y no de conflicto), porque cuestionar el sistema es siempre saludable. Plantear el derecho a decidir ha sido un reto muy constructivo para este país.

Ahora no entraré a valorar la cuestión del derecho a decidir, primero porque no creo que esté capacitado, y segundo porque es inútil atascarse aquí, pues, aunque disguste a algunos, aquí se va a ejercer muy cívicamente. Lo que sí quiero entrar a valorar, en relación con lo expuesto sobre lo que implica la legitimidad política en democracia, es la conexión entre referéndum (que es el medio de ejercer el derecho a decidir) y elecciones (que es el único instrumento posible para llevar a cabo ese referéndum).

El asunto es el siguiente: estas elecciones se vendieron como un referéndum camuflado para poder resolver la cuestión de la independencia, de la forma más efectiva posible, no existiendo otros medios que el Estado no haya bloqueado. Plebiscitarias, se las llamó (que es un sinónimo de referéndum, no nos quieran confundir con tanta terminología). Un referéndum consiste en contar votos, y es de sentido común que el derecho a decidir debe ser igual para todos los ciudadanos. No obstante, la forma legal de las elecciones autonómicas no se corresponde con esto, pues su funcionamiento da menor valor al voto de los residentes en la provincia de Barcelona, de modo que pudiera darse una mayoría absoluta en escaños sin que se diera en votos. La conclusión ineludible a esta encrucijada, y más aún para aquellos que se consideran en posesión del monopolio de la santa democracia, debería ser contar los votos y no los escaños, como si fuera un verdadero referéndum, que es lo que siempre se ha prometido que sería. Pero el president ha negado la evidencia de este razonamiento: a pesar de pasar un mal rato intentando justificarse ante decenas de periodistas internacionales que no comprenden su intransigencia, sigue empeñado en contar solamente escaños porque «el referéndum legal lo impidió el gobierno central», y ahora «se ven obligados» a contar escaños en unas elecciones normales.

Es decir, que porque unos hicieron trampas ellos también las harán. Y aquí es donde chocan los conceptos legales y los valores intrínsecos de la democracia; pues, mientras que la ley permitiría a esa posible mayoría absoluta de independentistas seguir adelante por la fuerza, valores como el sentido de la legitimidad apelarían a la responsabilidad de los políticos para que reconociesen que no cuentan con el necesario apoyo popular. ¿Quién en Europa aprobaría una ruptura de tales dimensiones con el voto favorable de menos del 50% de la población?

El desengaño lo corroe a uno por dentro cuando se da cuenta de que hasta los que más encarecidamente defendieron la democracia como ideal supremo son capaces de apuñalarla con tal de perpetuarse en el poder. Podrían haberlo aclarado antes, mucho antes de meternos a todos en este lío monumental: que sí, que tenemos derecho a decidir; pero algunos ciudadanos tenemos menos derecho a decidir que otros, siendo nuestro único pecado el hecho de vivir en una parte concreta de Cataluña.

Para los que nos consideramos demócratas de verdad, sería necesario respetar que una mayoría de la población votase a favor de la independencia (aunque deberíamos cuestionar la validez de este proceso al margen de la ley, pues un referéndum acordado con el resto de España sería muy preferible); pero que a estas alturas de la película se incurra en tan severas contradicciones con objeto de justificar lo injustificable, echando por los suelos toda la dignidad democrática de que alardeaban hasta ahora, es inaceptable. Suerte que las CUP, aliado independentista de izquierda extrema (de cuyos escaños podría depender conseguir o no esa mayoría absoluta), han sabido mantener la coherencia y reiterar la necesidad de ganar en votos y escaños para seguir adelante, como es natural. Esperemos que la ambición de poder no les ciegue también a ellos, como le ha ocurrido al president y todos sus compañeros de viaje, que están dispuestos a poner sus objetivos partidistas por encima de la voz de un pueblo al que, realmente, no quieren escuchar. Si romper un país con la legitimidad que da tener una mayoría popular es dramático, no imagino cómo sería hacerlo sin ella.


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