Revista Libros

La raza maldita

Por Clochard
Inspirado en un reportaje visto en el programa Cuarto Milenio.
La raza maldita
El muro comenzaba en la cima de la montaña y terminaba en el acantilado, delimitando como una serpiente de piedra los contornos de la comarca y marcando la separación entre el pueblo y nuestras pocas casas. Más o menos en la parte que quedaba en el centro del pueblo existía una especie de puerta gruesa de madera que siempre estaba cerrada por nuestro lado con innumerables cerrojos y candados, y custodiada del lado del pueblo día y noche por dos hombres provistos de varas, palos y hachas. Nadie cruzaba jamás esa puerta ni de un lado ni del otro y cuándo nosotros necesitábamos comprar algunas cosas o vender el fruto de nuestras cosechas teníamos que ir en el único carro que poseíamos montaña arriba y descender por el valle hasta el siguiente pueblo que sí accedía a negociar con nosotros. Este trayecto solía durar unos tres días entre la ida y la vuelta, por lo que los mayores procuraban hacerlo una vez cada dos meses, sólo cuándo era estrictamente necesario.
 De pequeño solía preguntarle a mi tío Pedro porqué los hombres del pueblo habían construido ese muro para separar nuestras casas de ellos, o porqué al entrar en la iglesia nos veíamos obligados a hacerlo por una puerta pequeña que obligaba a las mujeres—porque los hombres no acudían a misa—a hacerlo agachando la cabeza.
Mi tío Pedro solía contestar mirando hacia el horizonte o disimulando mientras limpiaba alguna herramienta, como si mis preguntas removieran en su interior un dolor antiguo y olvidado. Solía decirme que los hombres temen a lo que no conocen y ese temor les hace ser crueles con los que no son como ellos. Cuando cumplí once años mi tío Pedro me contó la historia del día que nací, que fue también el día en que mi padre murió. 
 No lloré al nacer, como no llora nadie de nuestra raza, pero al salir del vientre de mi madre mi padre notó que mi piel tenía un tono azulado  y que no podía respirar. No tenemos médico entre las treinta familias que vivimos al otro lado del muro, de modo que mi padre no se lo pensó y envolviéndome en una manta se dirigió con paso firme hacia la puerta jamás atravesada. Mi tío y otros cuatro hombres lo siguieron no sin antes hacer acopio de todo lo que pudiera ser utilizado como arma. Los otros ya los esperaban cuando abrieron la puerta y comenzó una terrible batalla campal mientras mi tío y los otros hombres trataban de abrir paso a mi padre. Él no peleaba, sólo recibía golpes y continuaba avanzando, tratando de llegar a la casa del médico. Al verlo continuar con paso vacilante pero seguro,  protegiendo a su recién nacido contra su pecho y sangrando por la cabeza y la nariz,  la mayoría de las gentes del pueblo que habían acudido por curiosidad o para unirse a la refriega se quedaron quietas y el silencio se adueñó de lo que antes había sido un mar de gritos de odio.
Mi padre siguió caminando con el paso vacilante y a la vez seguro mientras el médico ya lo esperaba a la puerta de su casa. Quedaría sólo un metro cuándo un insulto rasgó aquel extraño silencio y una piedra golpeó la sien de mi padre haciéndolo caer al suelo. El médico sujetó a tiempo mi pequeño cuerpo.
Yo pude sobrevivir gracias al oxigeno que el médico me administró, pero las heridas de mi padre fueron mortales.
Desde entonces nadie más ha vuelto a cruzar el muro. Yo fui creciendo teniendo muy presente en mi memoria la terrible historia de mi padre, seguía sin comprender el odio de la gente del pueblo hacia los de mi raza y esa incomprensión se tornaba en curiosidad por saber qué era lo que nos hacía diferentes, lo que tanto despreciaban de la gente al otro lado del muro.
Tenía diecisiete años cuando descubrí por casualidad el agujero. Lo tapaban unos matorrales espesos y quedaba a la altura en que el muro comenzaba a ascender desde el suelo, desde la parte del pueblo estaba parcialmente tapado por un grueso árbol que se encontraba a escasos centímetros. Era difícil que nadie de ambos lados lo descubriera, a no ser que se agacharan por casualidad en ese preciso lugar.
A partir de ese día pasaba todas las tardes y mis ratos libres tumbado, observando la vida de los habitantes del pueblo desde aquel privilegiado escondite. Si alguien se acercaba demasiado me resultaba fácil esconderme entre los matorrales para no ser descubierto.
Contemplaba sus idas y venidas, sus fiestas y duelos, los trabajos que realizaban y hasta sus secretos, envidias y amores. Lo extraño era que cuánto más los observaba menos diferencia encontraba entre su forma de vida y la nuestra, un poco más bohemia quizá, pero nada que explicara aquel odio visceral.
Fue entonces cuando conocí a Almudena. Un día estaba ensimismado contemplando jugar a los chicos del colegio cuándo de pronto un rostro de niña apareció frente a mí, sus ojos azules se quedaron mirándome fijamente con más curiosidad que extrañeza o miedo. Salí corriendo temiendo que se pusiera a gritar para dar la alarma. Aquella noche no pude dormir recordando aquellos ojos. Esperé dos días antes de volver a asomarme por el agujero para estar seguro de que la chica no habría alertado a los suyos. Al poco rato aquella cara angelical volvió a aparecer al otro lado del muro, esta vez sonriendo. A partir de aquel día nos veíamos todas las tardes y hablábamos sin parar, Almudena tenía dieciséis años y tampoco comprendía nada de las cosas de los mayores. A ella le habían tratado de inculcar aquel miedo en forma de odio hacia los que eran como yo, pero ella tampoco lo comprendía ni era capaz de sentir desprecio por personas que le parecían sus semejantes.
Pronto comenzamos a alimentar la idea de marcharnos juntos de aquel lugar, a algún sitio en el que las personas pudieran vivir en paz y sin muros que los separaran. El día anterior a mi cumpleaños acordamos que lo haríamos aquella misma noche. En cuanto el sol se puso dejando su lugar a una amplia y brillante luna acudimos al hueco en el muro, yo llevaba un hatillo con ropa y algunos víveres y ella cruzó arrastrándose sin dificultad hacia mi lado. Ocultos entre las sombras pero amparados en la blanca luz de la luna dejamos atrás las casas de los míos y comenzamos a subir la colina, el plan era bajar hasta el pueblo del valle, al que llegaríamos entrada la mañana del cuarto o quinto día de viaje, y coger algún barco que nos llevara lejos,  no nos importaba dormir a la intemperie, pues conocíamos de sobra la zona.
Llegamos a un claro que había mucho antes de llegar a la cima y le dije a Almudena que pararíamos a descansar. La inmensa luna parecía a punto de estallar justo encima de nosotros y desprendía una luz fantasmal sobre nuestras siluetas.
Entonces comenzaron a surgir del bosque, su hermoso pelaje parecía bañarse de plata en aquella atmósfera irreal mientras mostraban sus enormes colmillos como una especie de ofrenda. Serían unos treinta y uno de ellos de pelo negro se adelantó con pasos majestuosos y tranquilos.
Al ver a los lobos Almudena gritó y corrió hacia mí buscando protección y socorro, pero cuando comprobó con horror que yo me había transformado en uno de ellos sólo fue capaz de emitir un gemido sordo y quedar paralizada por el pánico.
Mi tío Pedro, como jefe de la manada, asestó el primer mordisco y de esta forma yo entregué mi primera víctima a mi pueblo, como hacen los de mi raza desde tiempos inmemoriales.


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