Revista Opinión

La tienda de la esquina

Publicado el 07 julio 2020 por Manuelsegura @manuelsegura

La tienda de la esquina

Siempre he creído que nuestro particular mundo, a los que nacimos en la década de los sesenta, comenzó a desvanecerse cuando lo que ahora se dan en llamar grandes superficies desterraron al pequeño comercio de los pueblos y barrios. Eso debió ocurrir a finales de la década siguiente, fruto de que ya en cada casa había al menos un coche con el que desplazarse a la capital, que fue donde primero se instalaron estos atrayentes negocios. Hipermercados, los llamaron en un principio. Desde entonces, las tiendas del entorno más inmediato de cada uno de nosotros comenzaron a vivir su declive y muchas de ellas bajaron la persiana definitivamente, con lo que nuestras vidas se globalizaron, como ahora se dice tan fina y eruditamente, para convertir el hecho de comprar también en una suerte de acto social. Una encuesta de 2019 ya alertaba de que España había perdido una media de 23 comercios al día en los últimos cuatro años, con un descenso del 4,2% de los autónomos que se dedican a ese menester.

Eran, aquellas, tiendas de comestibles, con estanterías metálicas, empleados y empleadas con mandil y papel de estraza sobre el mostrador, para envolver el producto o para hacerle, escribiendo con lápiz en él, la cuenta exacta a la más fiel clientela. También estaban, por supuesto, las carnicerías, pescaderías, fruterías, panaderías, zapaterías, droguerías, las tiendas de ropa…

Estos meses atrás, como consecuencia del estado de alarma y el confinamiento consiguiente, los pequeños negocios que aún sobreviven a pesar de todo han vuelto a cobrar notoriedad, sacándonos a más de uno las castañas del fuego. Ante la imposibilidad de desplazamientos, los consumidores hemos tenido que volver la mirada hacia la muchas veces olvidada y denostada tienda de la esquina -comercio de proximidad, lo llaman hoy-, cuyos propietarios, con el celo y esmero más absoluto, han sabido estar a la altura de las circunstancias, sin rencores, reproches ni lamentos, y desde el día uno en la primera línea de fuego. Lo triste y decepcionante ahora sería que, una vez levantado el confinamiento, nos olvidemos de ellos, después del papel tan trascendental que han jugado durante esas semanas especialmente críticas, casi de una economía de guerra que nos legó el coronavirus, y que parezca que todo su esfuerzo ha sido baldío. Al fin y al cabo, la solidaridad entre vecinos siempre fue algo que nunca precisó de ley alguna para regularla.

Reflexiono sobre esto porque yo pasé buena parte de mi infancia en una de esas tiendas, entre las latas de atún y sardinas de Martínez y Ródenas, los salchichones Rolfho, los chorizos Revilla, los quesos de bola del Gallo, la leche en bolsa El Prado, así como entre botellas de aceite Carbonell, o cristalinas de gaseosa La Casera y La Pitusa, de los casi desaparecidos sifones, los vinos El tío de la bota o las cervezas El Águila y Estrella de Levante… Y, llegada la Navidad, con los indispensables turrones de Jijona, el cava Freixenet Carta Nevada o la sidra El Gaitero, que ya era famosa en el mundo entero. Y algo más, de lo que tanta gente hizo acopio de manera incomprensible al inicio del confinamiento: esa pila enorme de rollos de papel higiénico del Elefante, que no sé yo hasta qué punto era algo tan profiláctico para limpiar cierta parte del organismo o provocaba, más bien, al efecto del de lija sobre aquella zona tan sensible, donde la espalda cambia de nombre. Como cantaba Chavela Vargas con su voz aguardentosa, uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida. Valga este guiño trufado de nostalgia para que no nos olvidemos de lo que por nosotros ha hecho, en estos complicados meses, este puñado de buena gente.

[‘La Verdad’ de Murcia. 7-7-2020]


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