Revista Educación

Leche condensada

Por Siempreenmedio @Siempreblog

No voy a descartar ninguna de las teorías que puedan explicar por qué y cómo llegó a mis manos (y aun antes a mis intenciones) el libro Leche condensada, de Aida González Rossi (Caballo de Troya, 2023). Desde la afición por la literatura hasta una más que confesable, aunque preocupantemente creciente, morriña por las islas y (casi) todo lo nuevo que sale de ellas; pasando, por supuesto, por el hecho de que me lo regalaron en mi último cumpleaños. Añadamos, además, la recomendación de Andrea Abreu, autora de Panza de burro (Barrett, 2020) o las poco más de 150 páginas que lo componen y prometían una fresca lectura de verano.

Explíquemoslo, si queremos, de todas las maneras que nos apetezca. Lo único cierto es que nada ni nadie me preparó para su lectura.

Leche condensada no es un libro fácil. Ni muchísimo menos la fresca lectura veraniega que yo aventuré (siempre he destacado en olfato aventurador). La escritura de González Rossi no es canónica y yo soy un señor de 46 años que de vez en cuando echa en falta sujetos, predicados y complementos directos. Mi morriña agradece los canarismos, como en su día a Panza de burro, porque me jode reconocerlos extraños en un texto escrito y me rebelo y me gusta esa rebeldía porque es justa. Pero no ha sido fácil. Como tampoco lo es la historia que cuenta: la preadolescencia de Aída (una tilde acentuando que autora y protagonista no son la misma persona) en el sur de Tenerife y la descarnada violencia que la asalta y ella no entiende.

Pero pasan las páginas y entiendes muchas cosas. Creo que la primera y más importante es que esta historia, esta precisa historia, solo podía contarse así si quería contarse bien.

Leche condensada no es un libro fácil. Es un libro necesario.


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