Revista Libros

Lo que no está escrito

Por Clochard
Lo que no está escrito En cuanto el Metro entró en la estación y se detuvo con su cansino bufido mostrando el lomo anteriormente blanco del vagón ahora violado por letras gigantescas de negro intenso, él lo supo. Supo que aquella palabra había sido escrita para que él la leyera. No tuvo duda alguna de que ella la había escrito para él como no lo había dudado en los últimos ocho meses. Solo que esta vez el mensaje era tan cruel, tan definitivo y doloroso que tuvo que volver a sentarse en el banco del andén tratando de asimilarlo. Resultaba curioso como una sola palabra, cinco letras que se repetían en cada vagón, podía contener tantas cosas, decir todo lo necesario y no admitir respuesta alguna.
La primera vez que leyó aquella caligrafía ahora tan familiar se dijo que había contestado casi por juego, por aprovechar las tizas que siempre llevaba en el bolsillo al volver de impartir clase. Pero lo cierto fue que la frase que decoraba una pared anodina de una calle cualquiera era tan desesperada como un grito de ayuda, una súplica terrible casi imposible de atender, un perro perdido, un viejo cayéndose en la acera, una botella lanzada al mar insondable de la ciudad.
Pocos días después, fue otra pared, otra calle distinta, pero el mismo desasosiego y tristeza entrelazadas en hermosas letras grandes de color azul. Él volvió a sentir la imperiosa necesidad de contestar, creyó que estaría bien utilizar cierto humor, no demasiado, y alejarse de manidas frases hechas y lugares comunes. Dos días más tarde ella había respondido a su pintada con una frase poética y lánguida que sin embargo dejaba entrever una grieta por la que podía colarse cierta esperanza.
Así comenzó un diálogo insólito en el que cualquier hueco en cualquier pared o muro se convirtieron en instrumento de sus voces, del aullido de ella, de la mano tendida de él, en un gigantesco juego del escondite por toda la ciudad, buscando y encontrando sus palabras ansiosas de respuesta, desafiantes ante el anónimo devenir de los transeúntes, triunfantes supervivientes de la vigilancia policial.
Pronto las frases fueron cobrando un contenido más íntimo y el amor fue abriéndose paso, imperceptiblemente al principio pero de manera irremediable más tarde. Se dejaban colgados en cualquier parte poemas de amor para que el otro los encontrara, jirones de versos lujuriosos, adjetivos arrebatadores que les obligaban a sonreír como bobos al girar cualquier esquina.
Pero entonces él quiso más. Comenzó a exigir más, a escribir de todas las maneras posibles como se moría por verla, como necesitaba besarla y abrazarla, incluso llegó a dejarle su teléfono justo debajo de la última negativa de ella. Porque ella se negaba y le suplicaba que dejara de suplicarle sin que él pudiese comprender la razón.
Ahora, sentado en aquel andén lo comprendió todo. Habían construido a base de palabras algo único, un amor diferente que él había vulgarizado y que ahora, como aquel tren, se alejaba. Para siempre.


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