Como buena hipocondríaca, atesora una buena colección de síndromes. El último, el de Stendhal. Sí, ese que sufren los japoneses al llegar a Florencia, y que los deja al borde del colapso, abrumados por tanta exuberancia artística.
Esta máxima expresión del goce artístico le ha golpeado en varias ocasiones: al ver la Victoria de Samotracia, en el Louvre, el Coliseo en Roma y en Londres le gustaría decir que al observar La piedra roseta pero su emoción fue mucho más peregrina: casi se pone a llorar a ver una peli 3D -con gafas y todo- al bajar de la noria Golden Eye. Ya ven, es hortera hasta para emocionarse.
El síndrome de Stendhal se caracteriza por palpitaciones y confusión cuando se está expuesto a obras particularmente bellas. Y en su caso, tenía otro síndrome al galope, desbocado: el premestrual.
Pero fuera bromas, pasear por el British Museum y la National Gallery es lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo. Como hija de los 70 y que estudiara Historia del Arte en fotocopias en blanco y negro hace 25 años, se enorgullece al reconocer y emocionarse ante joyas tan dispares de Velázquez, Van Eyck, Monet o Turner. Admirar los trazos, respirar hondo y sentir el peso de la Historia. Y soltar y relativizar tantas cosas.
El gran ferrocarril del Oeste, de William Turner
De vuelta ya a la realidad, aprovecha la espera en el aeropuerto para hacer deberes de inglés y leer un poco. Segunda obra de Sara Mesa, en menos de un mes. Consulta las redes por última vez antes de subir al avión y descubre un artículo que le hace sonreír: la universidad Noruega de Ciencia y Tecnología afirma en un estudio publicado en Journal of Epidemiology and Community Health que consumir cultura beneficia la salud mental, disminuye la ansiedad y el riesgo de padecer depresión. Y, de repente, se siente como Connor MacLeod en Los inmortales.
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