Revista Educación

Los guantes de un portero

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Los guantes de un portero

La primera vez que se enfundó los guantes de portero (fui testigo), sus ojos rutilaron frente a unas manos devenidas de pronto en murallas. En aquel momento no daba un duro porque aquel acto se repitiera si quiera un par de veces más.

Ahora los guantes de portero son un problema doméstico: cuando salen del bolso de entrenamiento no hay quien pueda estar a su lado más de dos minutos, según su madre (para más inri, su preparador le dijo que hay escupirlos con frecuencia para ser merecedor de desempeñar ese oficio). A mí me encanta olerlos, pues mientras los llevo al patio con rapidez para orearlos me trasladan a la atmósfera litúrgica y eufórica del vestuario añorado.

En este breve periodo de tiempo en que los guantes de portero viven entre nosotros, mi máxima preocupación ha sido inocular en quien se los enfunda que no hay problema en que sean tantas veces vulnerados, que no hay que dar importancia a quien critique su despiste, que jamás espere más reconocimiento que aquel que grita gol...

El otro día lloró al saber que iba a ser imposible llevarlo al entrenamiento. Ahí dudé de la certeza de mis dudas del principio, cuando sus ojos rutilaron. Y pensé que aquellos acaso ya no eran unos simples guantes de portero, sino quizá los guantes de un portero. Y pensé también en Benedetti, en García Márquez, en Delibes o en Camus, quienes un día se los enfundaron imaginando sus manos como murallas infranqueables. Estoy convencido de que no hay en este juego oficio más miserable ni tampoco más sublime.

Los guantes de un portero

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