Revista En Femenino

Mi Puente de Madison

Publicado el 29 diciembre 2010 por Historiadea
Quienes han vivido una experiencia cercana a la muerte relatan con una recurrencia sospechosa que, justo en ese momento donde 'vida' y 'no vida' se unen, acontece una rapidísima sucesión de imágenes cuyo sentido último parece ser el de sintetizar in aeternam los momentos más importantes _o más impactantes, que viene a ser casi lo mismo_ de la existencia de cada persona.
A estas alturas del año, cuando diciembre se extingue de frío y se aferra con sus manitas de hielo al calendario mientras espera su extremaunción de uvas y confetti, a mí también suele darme por morirme un poco. Solo un poquito, apenas una muerte blanca y necesaria que me da la tregua precisa para _como aquellos que sí se han muerto mucho tiempo alguna vez_ poder asistir a mi propia película con la objetividad que brinda verla desde fuera como una simple espectadora.
Aunque soy mujer de pocos balances, he de reconocer que éste ha sido _otra vez_ un año sin Óscar ni Palma de Oro que, no obstante, bien merece una pequeña crítica en la zona de faldón amén de un velorio como Dios manda, con sus plañideras y su esquela, con su dedicatoria pre y post mortem, 365 días que me han arrancado la piel a tiras y que, si he de ser sincera, me han quitado más de lo que me han dado al punto de sentirme, en mil y un aspectos, expoliada y depredada.
Mi 2010 ha sido, grosso modo, el año del desgaste, de la decepción y el Rotismo, el año de abrir los ojos a la evidencia, el año de dejar caer los brazos y de darme por vencida. Un año donde, además, he transitado por el peligroso filo de la depresión y la ansiedad, el Año de las Luces _por cuanto toda experiencia, por dolorosa que sea, nos aporta impagables resplandores de Verdad sobre nosotros mismos_ , el año, en fin, en que han vuelto a no cumplirse muchas de las cosas prometidas. Da igual si de mí hacia los demás o viceversa. Ambas casuísticas arrojan un saldo parejo y desolador.
Lo cual me deja sola y perpleja ante mi propia película, ésa que hace justo un año apuntaba maneras de superproducción hollywoodyense y que ahora viene, con toda evidencia, a cristalizar y darme en las narices con su formato de mal corto amateur subvencionado, para más inri, por las flacas arcas de ésta que suscribe.
Es momento, pues, de cerrar capítulo, de poner un gran The End sobreimpreso en pantalla mientras concluyen los títulos de crédito, de fundirme a negro y tirar todo el carísimo metraje a la basura. Y es mi intención hacerlo sin pena ni gloria, sin afanes ni tristeza. Dejo, eso sí, definitivamente el cine. Dimito del fotograma fantástico y animado, de los largos de princesas y ciencia ficción y me paso, al menos hasta nueva orden, al lugar donde habitan las palabras, al folio en blanco, a la foto fija, al post inmaculado y al silencio creativo tras los cuales pienso parapetarme mientras termino de encontrar mi Shangri-Lá, ese lugar reservado y tranquilo que deploraba Benedetti y que a mí, sin embargo, tanta falta me hace.
Me marcho, pues, de Méliès y pongo rumbo a Kincaid. Desisto de cualquier Viaje a la Luna y me abrazo, esperanzada y nueva, a mi Puente de Madison. Ese que habrá de llevarme, suave, cierto y sin astillarme el alma, al paraje exacto desde el cual hacer las mejores instantáneas de mi vida.
Y, como decía más arriba, lo hago sin tristeza ni nostalgia. Vacía de dudas. Repleta de certezas.
Con esa clase de certezas que sólo se sienten una vez en la vida.

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