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Miedo a hablar en público

Por Clochard
Miedo a hablar en público –Pero, hombre, eso que dice usted es absurdo.
 El doctor Jameson me miraba mientras se reía con franqueza. Al reírse su espeso bigote blanco se movía bajo su nariz como un animal inquieto y extraño.
–Querido señor Rutherfood –Prosiguió el psiquiatra – tanto yo como el resto de la comunidad le tenemos por un hombre    inteligente, ¿no se da usted cuenta de lo irracional de su miedo al hablar en público? ¿acaso no es usted capaz de ver que ese temor suyo es una proyección infantil y fantástica de su subconsciente?

Por supuesto que lo sabía, pero era incapaz de quitármelo de la cabeza. Desde siempre había tenido ese miedo a hablar en público, algo que me había traído demasiados quebraderos de cabeza en mi trabajo. Era, como bien decía el doctor, un escritor reconocido en todo el país, considerado no sólo un erudito, sino una eminencia en el campo de el ensayo histórico.

Pero me resultaba imposible dar conferencias, conceder entrevistas o acudir a simposios. De manera irracional estaba convencido de que al hablar en público de mi boca saldría un sonido agudo e infernal que rompería los tímpanos de los asistentes. De hecho en mis sueños se había repetido esta escena varias veces de manera clara y, para mí premonitoria.
Ahora me habían concedido el premio de la Cámara de comercio de Northomb, el premio más prestigioso de nuestra comunidad y que implicaba de manera ineludible asistir a una gala en la que se encontraría la flor y nata de nuestra ciudad y, por supuesto, pronunciar un extenso discurso frente a dichas ilustres personas.
Desde que conocí la noticia de que tan prestigioso premio me había sido otorgado me encontraba inmerso en un infierno de desesperación puesto que a mi mente no cesaba de acudir la imagen de mi voz destruyendo los oídos de los allí presentes. Negarme a aceptar el premio o rehusar pronunciar el discurso con alguna excusa vaga –algo que ya había hecho en otras ocasiones aquejando problemas de salud –hubiese sido fatal para mi reputación de modo que decidí hacer terapia con el doctor Jameson, el más reputado psiquiatra de Northomb y entre los cinco mejores del país, según me habían asegurado diversas fuentes.
El doctor no se reía con malicia cuando le contaba mis fantásticos desvaríos, de inmediato advertí que lo hacía para hacerme comprender lo ridículo y sinsentido que resultaba dicho temor.
 Durante los meses que duró la terapia, a razón de seis horas por semana y 100 Libras cada hora, Jameson fue indagando a en mi psique, me señaló hechos de mi infancia que yo consideraba banales, me diagnosticó un amor Edípico por mi madre que desconocía, me descubrió un rencor oculto por mi padre del que yo no tenía la menor idea, consiguió que descubriera una misoginia galopante que se disfrazaba bajo mi intelecto y mi educación intachable.
Durante aquellas visitas el doctor  me hizo comprender que ese miedo irracional a hablar en público no era más que una proyección de mis miedos infantiles no resueltos que ahora se veían reforzados y unificados en esa absurda imagen de mi voz reventando los oídos del respetable.
Poco a poco fui ganando confianza en mi mismo, fui llenándome de valor,de seguridad, de autoestima.
El doctor Jameson consiguió no sólo que me olvidara de aquél miedo absurdo sino que aquella visión que me atormentaba se me antojara ahora ridícula y pueril.
De modo que repleto de estas virtudes subí con paso firme y decidido a recoger mi premio y a pronunciar el discurso que había estado redactando durante dos días con el fin de impresionar a todos los presentes en mi primera comparecencia pública.
Por todo esto es por lo que no niego mi culpabilidad ante los hechos que acontecieron, reconozco los cargos que se me imputan, fue mi voz la que emitió ese sonido agudo e insoportable que hizo sangrar los oídos de los asistentes, fue mi voz la que provocó que estallaran los cristales, la que generó el caos y los aplastamientos cuando la gente trató de huir. Fui yo el responsable del horrible número de muertos y heridos, admito mi culpa y acataré la sentencia que el tribunal de Northomb, encabezado por usted, señoría, tenga a bien disponer.
Pero sólo ruego una cosa a este tribunal, que el doctor Jameson sea juzgado y condenado con los mismos cargos que penden sobre mí.

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