Revista En Femenino

Pedagogía

Por Mamaenalemania
Queridos amigos, lectores, surcador esporádico de la red, mamá, Obama...  en fin, queridos todos los ustedes que ahí estén, al otro lado de la mampara digital, prepárense porque hoy vengo a hablarles de pedagogía.
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Bien, ahora les ruego aligeren recogiendo sus apreciadísimas mandíbulas del suelo, que empiezo ya y esto es serio.
Superserio.
Verán, desde tiempos inmemoriales, desde que el hombre es hombre y el niño, cojonero, se viene utilizando la misma técnica de supervivencia parental. Esta consiste, así grosso modo, en inculcar, alentar e incluso laurear - esto último muy característico de primerizos - comportamientos civilizados y responsables en los infantes que a cargo se tengan.
Los procedimientos que, anteriores a mi primer alarido en paritorio, se emplearon a lo largo de la historia no vienen a este mi caso, y muy probablemente al suyo tampoco, por lo que centraré mi atención exclusiva en los que se prodigan en la actualidad. La de mi casa, se entiende.
Durante el desayuno procuro servirme del lenguaje y entablar un diálogo sano y refrescante con los polluelos. Si estoy ovulando, además, le insuflo a mi voz un vigor cantarín como de profesora de infantil que los presentes tienden a agradecerme escuchándola y llevando sus tazones respectivos al fregaplatos. A veces. Bueno, una vez.
Según avanza el día, en directa proporción a mi agotamiento y el cojonerismo de las personitas a educar, suelen aumentar los decibelios - así en general los de todos - y yo comienzo a renegar de esto de la instrucción cortés, o educación amable o sentido común o como quieran llamarlo, que aquí en el primer mundo nos gusta tanto enarbolar como ideario de bien.
En concreto, mando a la mierden eso de "ser consecuente" y paso a la clásica amenza de toda la vida de Dios. Sobre todo a partir de las seis de la tarde, un día lluvioso precumpleañero, después de veintitantos muffins y un bizcocho, con el Maromen de viaje y tres terroristas desquiciados tsunamizándome el salón.
Que no les apetecía recoger, me decían, que es que no les gusta. Ahí, con dos cojonen.
Comprenderán, supongo, que la intimidación me pareciese lo más oportuno.
Y me puse muy flamenca, como la situación lo requería, y con el índice retieso les advertí que, si no habían recogido cuando volviese de tender la lavadora, los muffins para la guardería me los iba a comer yo todos. Y ahí les dejé, ojipláticos y al borde del pánico, pensando que algo de poder sí que me queda en esta casa, al fin y al cabo soy la que maneja el horno y ya casi nada se me quema.
Pues fue una idea nefasta, oigan, un auténtico desastre. No sé si es que fui demasiado convincente o que diez minutos les pareció una injusticia. El caso es que, cuando bajé echando de menos el estruendo propio del recoger sin ganas, todo seguía igual de destartalado.
Y la badeja de los muffins, vacía.
Mañana me tocará comprar algo insulso e industrial en la panadería, o quizás correr al pediatra con tres infantes regurgitantes por ingesta masiva de bollería.
No importa. He aprendido una lección valiosísima: Amenazar no sirve de nada. El día que tengan hijos ellos, ya se cagarán.

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