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Pequeño amor cautivo

Por Clochard
Pequeño amor cautivo Primero fue el desconcierto, la desorientación, el pánico al verse prisioneros de aquellos gigantes. Inmóviles el uno frente al otro no eran capaces de pensar en otra cosa que no fuese escapar de aquella angustiosa situación.
Más tarde fue el terrible y monótono paso de los días en soledad, con la figura del otro como único campo de visión, la tristeza de comprender que el tiempo pasaba sin posibilidad de error, una lenta confirmación de un terror que no era pasajero.
Y sin embargo las noches eran todavía peores. Un grotesco desfile de gigantes ebrios, hedor de orines, gritos, peleas, copulaciones en torno a ellos, encima de ellos en muchas ocasiones. La tortura de someterlos varias horas a un insoportable y estridente sonido y a un frenético y desquiciado baile de luces que parecían a punto de terminar con su último grado de cordura.
Aunque al principio a ella él le pareció muy simple y a él ella muy poca cosa les resultó inevitable no irse conociendo, compartir su desesperación, apoyarse el uno en el otro y acabar enamorándose perdidamente.
Una de aquellas noches de terrorífico aquelarre de monstruos todavía más peligrosos debido a los efectos del alcohol y las drogas ella creyó morir del susto al ver como uno de ellos descargaba un monumental puñetazo a solo unos milímetros de su amado. Pasada la alarma inicial él aseguró estar bien aunque había temido por su vida.
 Sin embargo a la mañana siguiente, cuando como siempre les habían dejado a solas, él aprovechó habilmente el boquete producido por aquel descomunal y feroz puño y consiguió descolgarse y liberarse. Tras mucho esfuerzo y casi a punto de que sus carceleros volviesen consiguió trepar hasta dónde ella estaba y liberarla también. Se fugaron por una pequeña rendija de la puerta.

Al llegar la última hora de la tarde, cuando Emilio abrió el Pub y quiso comprobar que todo estaba en su sitio maldijo a gritos al borracho que había robado los muñecos de las puertas de los baños.


Prólogo Sería absurdo decir si fueron felices, pero hay quien dice que al verlos caminar de la mano, se encendían, verdes de envidia y rojos de rabia, los enanos de los semáforos.

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