Revista Cultura y Ocio

Prólogo a una “casi” novela

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Cuando llegué a Santa Bárbara Lenca para hacerme cargo de la delegación de policía sentí como si me hubiesen desterrado al confín de la tierra, tan remoto y rural me pareció el lugar, arrinconado en la frontera norte, entre los cerros y el río; que aunque el nuestro sea un país pequeño, sus caminos son difíciles de recorrer y las distancias, por tanto, dilatadas y engañosas. De hecho, llegar hasta allí me costó varias horas de traqueteo en un bus calamitoso que transitaba por una calle llena de vueltas y revueltas, baches que parecían trincheras, peñascos derrumbados de los taludes y animales sesteando en el pavimento. Al descender en la terminal de Santa Bárbara Lenca me dieron la bienvenida un aire espeso y recalentado que costaba respirar, un sol insano que azotaba el adoquinado de las calles y el subinspector Horacio Quintana, enfundado en su uniforme de paseo.

Me enviaron allá precisamente para reemplazar a Quintana, que había tenido la suerte de ser destinado a la Dirección General de Seguridad Ciudadana, en la ciudad capital. Aún así, tuvo la deferencia de retrasar su marcha casi una semana para hacer el traspaso de atribuciones y ponerme al tanto de los asuntos, situación y eventualidades de aquel puesto. A Quintana no lo conocía de antes ni volví a verlo después, ni saber de él más que por referencias de terceros, no obstante, en aquellos escasos días en que lo traté me pareció un buen agente, más brillante y experimentado que la mayoría, y una persona seria y amante de la ley y la justicia.

La única vez que había oído hablar de él fue por un caso que había merecido un par de artículos en los rotativos de tirada nacional. Se trataba de un asesinato ocurrido en Santa Bárbara Lenca durante el verano del noventa y siete y donde, al parecer, el subinspector había tenido alguna implicación de carácter personal. Cuando le pregunté por él, tuvo la deferencia de apagar mi curiosidad con mucha cortesía y explicarme sucintamente las circunstancias del mismo. Sin embargo, y aunque finalmente arrestaron al supuesto malhechor y el caso se cerró, Quintana no quedó convencido de haber llegado al fondo del asunto, y le quedó, según me confesó, un escrúpulo flotando sobre la conciencia.

Tales palabras, pronunciadas por un hombre que no parecía de los que dan muchas vueltas a los casos archivados, picaron más mi curiosidad y, en las muchas horas de tedio y aburrimiento que pasé en aquel puesto, me dediqué a revisar el expediente del caso para saber de él algo más que los parcos detalles que Quintana había tenido a bien facilitarme.

Además, Santa Bárbara Lenca es un poblachón caduco y provinciano, confinado en su propio aislamiento, donde todo lo que ocurre allí se queda, dando vueltas en los escuetos límites de sus calles y avenidas, cociéndose en su concavidad como en una marmita, y, como tal, el chismorreo es un vicio hondamente arraigado en la sociedad santeña. Sabiéndome recién llegado y seguramente deseosos de ponerme al tanto de los asuntos de la ciudad, gentes de todas las clases y condiciones, sin que yo preguntase mayor cosa, me fueron contando detalles del tan sonado suceso, desde los propios policías del puesto hasta los parroquianos de las numerosas cantinas y tabernas que tachonan sus calles, sin olvidar a las barberías, irreemplazables fuentes de información, verdaderos periódicos vivientes, a los puestos del mercado o a los populosos comedores de la plaza Morazán. Durante unos meses, cada quien me contó su versión particular y profundamente subjetiva, se tratase de una historia completa, un relato fraccionario o sólo de retazos inconexos, de un detalle de la misma o una anécdota que la trataba de manera muy accidental, hasta que los santeños acabaron por acostumbrarse a mi presencia, pasé a formar parte del propio paisaje humano de la ciudad y dejaron por fin de abrumarme con sus hablillas sobre lo ocurrido durante la boda de Santos González y Domitila Ramírez.

Como tengo debilidad por la escritura y, cuando me sobra el tiempo o aprieta la soledad de mi destierro, me da por rellenar papeles, en las muchas horas de tedio que pasé en Santa Bárbara Lenca y con el cuantioso si bien que confuso material que tenía a mi alcance, me puse a reconstruir los hechos e hilvanar con ellos una historia.

He de advertir, no obstante, que, aunque he intentado dotarla de la objetividad del que no tuvo participación en lo narrado y, por tanto, nada gana pretendiendo desfigurar la realidad, no he podido sustraerme, mientras escribía, al influjo de la atmósfera enmarañada de Santa Bárbara Lenca, de sus olores melifluos y agobiantes, la superstición de sus habitantes, los ruidos de sus atestadas calles, sus muertos medio muertos y, cómo no, el estoicismo de sus hombres y el calor de sus mujeres.

No puedo decir, por tanto, que el resultado responda a la verdad de lo sucedido, ni siquiera nominal; si acaso sería a una verdad plural, o más bien coral. Esta narración no es la crónica social de una boda ni el reporte policial de un entierro porque, acuciado por el gusanillo de hacer literatura quizá haya incurrido en el vicio de convertir a las personas en personajes y de dotar a la historia de una linealidad racional que la realidad no suele poseer; pero tampoco podría llamársela ficción porque el peso de los hechos determina la historia; tal vez la etiqueta que mejor le cuadre, tanto por su contenido como por su tamaño, sea la que me sugirió un buen amigo en un momento de inclemente sinceridad: esto es, me dijo, una casi novela.


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