Cuando murió Anaxágoras, maestro de Sócrates, a quien los cronistas de entonces le atribuyen el estudio que explica los eclipses, dejó en su testamento un último deseo: "Permítase a los niños que en memoria de mi muerte jueguen durante todas las horas que hubiere luz, durante todos los días del mes en que tuviere lugar mi muerte". Y según cuenta Diogenes Laercio en "Vida y opiniones de los filósofos", esa costumbre seguía conservándose siete siglos después.