Revista Cultura y Ocio

Recuerdos escolares: el colegio Virgen del Carmen

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

virgen del carmen2El año que llegué a Madrid mi padre me matriculó en el colegio Virgen del Carmen, que pertenecía a la Armada española. Aquel año hice cuarto de bachillerato, del antiguo, el que había antes de la egebé. El colegio estaba muy cerca de mi casa, a unos minutos de paseo por la avenida, y era, por fuera, un edificio grande de piedra gris, con multitud de ventanas en las fachadas, con tejados oscuros y una entrada austera e impresionante frente a la cual, en lo que fuera el mástil de algún navío, ondeaba una enorme bandera española. Por dentro era muy amplio, con tres plantas, y las aulas se abrían a un patio de luz interior donde, sin embargo, no se podía estar. Alrededor, había varios patios encementados con canchas para jugar al fútbol, al baloncesto, al tenis y al frontón. Por detrás limitaba con las instalaciones de otras dependencias de la marina, ocupando todo ello, en su conjunto, un espacio enorme. Me recordaba a una escuela que había visto en una película británica donde los alumnos vestían elegantes uniformes y los profesores parecían severos pero tenían, en el fondo, buen corazón. Pero las apariencias engañan.

En el colegio Virgen del Carmen, siguiendo el arraigado uso militar de establecer diferencias entre las distintas escalas, se separaba a los alumnos según la graduación de sus padres: el edificio A, para los hijos de jefes y oficiales; y el B, para los de suboficales. Los primeros días me sentía algo perdido, sin ningún amigo en una clase donde todos se conocían de años anteriores. Yo era, además, de los más pequeños, ya que entonces podía repetirse indefinidamente y las edades eran muy variadas dentro de cada aula, de modo que coincidían, junto a los recién promocionados, alumnos repetidores, tripitidores e incluso algunos con cuatro años de desfase. Esta heterogeneidad hacía inevitable la figura del matón, que abusaba impunemente de los más pequeños, y por consiguiente el desarrollo de estructuras de corte feudales como los círculos de protegidos, el amigo con privilegios, el recadero o le chivato.

Tardé semanas en superar el sobresalto que me había causado la costumbre, tan arraigada en el centro, y, en general, en el estamento militar, de gastar novatadas a los recién llegados (capulladas era el término técnico) promovidas casi siempre por el peor elemento de cada grupo. En mi caso era el Canario, un muchacho con dos o tres repeticiones a cuestas, y que estaba interno en el colegio, circunstancia que lo dotaba, además, de toda la picaresca propia de los internados. Llevaba el pelo rapado, consecuencia de castigos que le aplicaban, y tenía un cuerpo prácticamente de hombre o, al menos, así me lo parecía entonces. Era, ni que decir tiene, muy mal estudiante, amigo de alumnos mayores, de séptimo o del PREU, y de los marineros de servicio en el centro, con los que se codeaba como si fuera uno de ellos. En la clase no caía bien a nadie, pero no había quien se atreviera con él; ni siquiera los más gallitos, que se pasaban el día rajando a sus espaldas, le plantaban cara. Durante los primeros meses, a los novatos nos tuvo enfilados y nos hizo objeto de algunas capulladas bastante desagradables. Una  de ellas consistió en ponernos de pie, en posición de firmes, y darnos un puñetazo en el hombro, a ver a cuál lanzaba más lejos, mientras el resto de compañeros lo jaleaban para darle ánimos. Me dejó el hombro amoratado por una temporada. Pero, como sucede con todo, llegó un momento en el que hacer novatadas perdió el aliciente y el Canario se aburrió de nosotros y nos dejó en paz.

El Canario no era un caso aislado. A pesar de ser hijos de militares, o quizá a causa de ello, el centro tenía un ambiente vandálico como nunca después he vuelto a encontrarlo, y eso que he dedicado unos buenos años de mi vida profesional a la enseñanza. Tal vez se debiese al elevado número de alumnos que estábamos en cada aula, o a la contundencia con la que se aplicaban castigos que, según teorizan las actuales corrientes pedagógicas, suelen producir un efecto contrario al esperado. O sencillamente puede que muchos alumnos, en aquel ambiente tan clasista, se sabían amparados por los galones de sus padres. Un buen ejemplo de la política de los galones era el señor Rodríguez, que impartía gimnasia, o mejor dicho, que no la impartía, aunque fuera el titular de la asignatura. El primer día de cada curso, el señor Rodríguez, que tenía el mote de Dodi, por su manera de pronunciar las erres, pasaba lista e iba preguntando a cada alumno, sobre todo a los que no conocía bien por ser nuevos o no pertenecer a distinguidos linajes marineros, qué graduación tenía su padre: “¿Su padde qué es?”, y si bien nunca se le escapó en voz alta, a renglón seguido de las respuestas que le dábamos, la calificación final que había decido poner a cada uno en función del rango de su progenitor, a nosotros nunca nos cupo duda sobre el particular.


Volver a la Portada de Logo Paperblog