Revista Sexo

Una mansión en praga

Por Rocastrillo @roabremeloya

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                                     I. LA DECISIÓN

Alexander Korac, serbio de Sarajevo, llevaba más de un año encerrado en la minúscula habitación que ocupaba en la casa de sus padres. Se negó a empuñar las armas en esa guerra estúpida que jamás entendería y que estaba destrozando familias enteras, la suya incluida. Había pensado muchas veces en abandonar aquel infierno, pero le faltaba valor. Solo cuando vio los cadáveres de su cuñada María y de su sobrina Sara, de seis años, escarchados en el asfalto, decidió que era el momento de huir. Sabía que tardaría siglos en borrar esa imagen de su mente, y dudaba si alguna vez sería capaz de perdonar a su hermano y a su madre.

Dusan, el hermano mayor, piloto de aviación civil, se casó con la bella María, croata y católica, cuando nada hacía presagiar el drama que teñía de sangre y fuego las calles de Sarajevo. Al principio del asedio fue llamado a filas por el Ejército Federal y participaba en el bombardeo de su propia ciudad, mientras su esposa sufría en silencio el abandono de su familia, el desprecio de sus vecinos e incluso de sus íntimos amigos, que la ignoraban por el simple hecho de amar a un militar serbio. Sin saber por qué, Alexander intuyó la tragedia el día que recibieron un escueto telegrama del frente, fechado el 17 de diciembre de 1993: “Tregua anunciada. Vuelvo a casa”.

María recibió a su hombre embargada por la emoción y se entregó a él como una ilusionada adolescente que hace el amor por primera vez. Dusan le regalaba largos y cálidos besos y le pedía entre sollozos que fuera paciente y cuidara a su hijita, porque la guerra no duraría mucho. En la intimidad de la habitación, ella libraba su propia lucha, acurrucada entre los brazos fuertes de su marido. “¿No seré un monstruo por amar a un hombre que participa en la matanza de tantos seres inocentes?”, meditaba al tiempo que sus caricias la consolaban. Intentaba convencerse a sí misma de que lo mejor era no pensar, refugiarse en el cuerpo de su amado los días que tenía la oportunidad de disfrutarlo y acomodarse a la rutina de su encierro cuando él se marchara de nuevo.

Dusan Korac, el padre, recriminaba con frecuencia a Nadia, la madre, el odio que sentía por su nuera.

María no es más que una pobre mujer que lucha contra nuestro abandono y el de su familia. Aún tiene fuerzas para amar a nuestro hijo y criar a la pequeña Sara en medio de este desastre. ¿No puedes encontrar un poco de compasión en tu corazón de hielo?

Nadia no podía. Perdió a su hermano menor en la guerra que enfrentaba a serbios y croatas en la región de Krajina y, cada vez que pensaba en María, imaginaba que un familiar o un amigo de la muchacha habría podido ser el asesino de su querido Zarco. La echó violentamente de casa una soleada mañana de abril de 1992. Ella, enterada por Alexander de la desgracia, fue a darle el pésame y a ofrecerle su consuelo.

¡Vete de aquí, croata indeseable, hija del diablo! ¡No quiero verte nunca más! ¡Nunca! ¡Mejor será que te olvides de mi hijo y de toda nuestra familia! ¿Cómo te atreves a venir sabiendo que el cuerpo de Zarco está destrozado por las balas de los tuyos? ―le gritaba mientras la joven bajaba las escaleras llorando y gimiendo; abrazando y consolando a su hijita que, con igual fuerza, había estallado en llantos. Alexander, asomado a la ventana, también tenía los ojos húmedos. La primavera calentaba su rostro como si quisiera secar sus lágrimas. Sus labios lanzaban besos a María y a Sara, que las dos devolvían acompañados de sonrisas. Encontró la paz en ellas, al menos de momento. Su mente alimentaba negros presagios, que no era capaz de ahuyentar.


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