Revista Cultura y Ocio

Veinticinco años después

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Veinticinco años después

Te había conocido una tarde, meses atrás, en una asamblea que hubo frente a la tarima del campamento cinco. El sol caía hacia poniente y el viento levantaba nubecillas de polvo. De pronto, levanté la vista y allí estabas tú, al fondo y un poco a contraluz. Llevabas zapatillas blancas, calcetines amarillos y un vestido verde manzana que el viento pegaba a tu cuerpo y te marcaba las formas. Tenías el pelo largo, muy negro, recogido con dos prendedores y tus ojos oscuros me dirigieron una mirada que tuvo algo de de contacto físico, como un golpe o, al menos, una sacudida. Pero cuando logré reponerme de la impresión, habías desaparecido.

Estuve varias semanas indagando discretamente por "la chica del traje verde manzana", hasta que te localicé: se llama fulana, me dijeron, vive por allá y quiere aprender inglés. Para poder acercarme a ti, le propuse al comité de educación encargarme de dar las clases de inglés en la escuela nocturna, aunque apenas supiera pronunciar más que hello y goodbye. Así que nos conocimos oficialmente en el aula donde, dos veces por semana, se impartían las clases. Aquella aula se llenaba de zancudos y se oían más las palmadas con que los matábamos que mis torpes lecciones. Pero así es el amor, que no entiende de idiomas, ni de bichos.

Días antes de irnos a vivir juntos, me había acercado a tu champa para explicarles a tus padres la situación. Cuando llegué serían como las ocho de la noche. En el corredor no había más luz que la daba un pequeño candil de petróleo colocado sobre la mesa y cuya llama oscilaba con la brisa, con el movimiento de los cuerpos, con la respiración. Al suegro, sentado junto al candil, lo veía claramente, pero tú y tu madre os habíais sentado al fondo del corredor, en una penumbra cómplice, y vuestras siluetas se percibían como bultos imprecisos de donde, de vez en cuando, me llegaban algunos susurros. Sentado a la mesa, abandonado de mi principal aliada, me puse a hablar con el suegro del asunto. El suegro, mientras tanto, se dedicaba a escarbar la tierra del suelo con la punta de su machete, a asentir o a callar. Entre frase y frase se producían incómodos silencios, por lo general prolongados, hasta el silencio definitivo con el que yo entendí que nos habíamos puesto de acuerdo.

Así que, una vez resuelto el asunto, cogiste la mochilita donde llevabas todo tu ajuar y nos fuimos de la champa de tus padres con idea de empezar una nueva vida juntos. Era noche cerrada cuando cruzamos el campamento cinco, porque te daba vergüenza que te vieran conmigo. La calle estaba muy estropeada por las lluvias de los últimos días, con muchas zanjas y agujeros, y debíamos andar con cuidado para no resbalar o torcernos un tobillo.

Mi champa estaba construida como todas las del campamento, con paredes de tabla y techo de lámina, pero, a diferencia de la mayoría, tenía el interior recubierto con tela de saco, para que no entrase el polvo, y una lámpara coleman en lugar de velas.

Y allí, en aquella coqueta champita, situada en el extremo oeste del campamento, junto a uno de los barrancos que lo limitaban, tan al extremo que era paso frecuente de los coyotes que recorrían las mesas, vivimos felices y comimos perdices, aunque fueran metafóricas. Se pasó el invierno, coseché la milpa que había cultivado, se vino el verano, llegaron las navidades (las mejores, las más tristes de mi vida), se acabó el año y las circunstancias de aquellos días inciertos nos separaron.

Pero volvimos a reunirnos meses después, por una curiosa carambola, en la frontera de El Poy. Yo me había sumado, a última hora, a la comitiva que iba a recibir a una caravana de repatriados en la que, sin yo saberlo, viajabas tú, embarazada de unos meses. Me subí al autobús donde venías tú, me senté a tu lado, te acaricié la pancita y seguí con la caravana y contigo hasta el erial abrasador donde se asentarían la gente.

Fue niña y, como titiriteros ambulantes, la paseamos por tantos domicilios que he perdido la cuenta: Tacachico, la Escalón, las Lomas, Loma Linda, la Zacamil, Santa Marta, Victoria y, por fin, Sensuntepeque, donde nació la otra: ya éramos una familia de cuatro.

Un día, el tiempo allá llegó a su término y nos vinimos para acá, trayendo por todo botín lo que cabía en un cofre verde que pasó la aduana de puro milagro. Sentamos la cabeza en este rinconcito tranquilo y apartado, en esta atalaya que desde la campiña mira a la sierra, pusimos casa, ellas crecieron y estudiaron, a veces tus hijas, a veces las mías, otras veces de los dos, según el humor y la ocasión, hasta que se hicieron mujeres, dejaron de ser tuyas o mías, o de los dos, y abandonaron el nido para volar por su cuenta.

Y aquí seguimos, más viejos y baqueteados, desgastados por la vida, por esos avatares cotidianos que apenas dejan huella en la memoria pero pasan su factura cada primavera, con achaques, manías y discusiones, y otra vez los dos solos, como empezamos hace veinticinco años.


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