Revista Cultura y Ocio

Viaje a Honduras 2

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Era una habitación pequeña, impersonal, con mugre en las esquinas y alicatada hasta media pared como si fuera un cuarto de baño. Tenía un ventilador en el techo y, en un rincón, una ducha de agua fría pero carecía de servicio. Dentro hacía calor, el ventilador hacía un ruido incómodo y la ventana tenía un mecanismo tan complicado que no consiguió abrirla, así que se quede, no le apetecía ir a preguntarle al encargado. Sin ducharse, casi sin desnudarse, Saulo se tumbó en una cama cuyo somier estaba dado de sí, apagó la luz y cerró los ojos esperando la llegada del merecido reposo. Notaba el cansancio de sus piernas, sus ojos doloridos, el embotamiento de los sentidos, incluso el colchón vencido y el olor a lejía y detergente que desprendían las sábanas, pero no conseguía dormirse: tal vez fueron muchos cafés los que se bebió en el aeropuerto de Guatemala, o tal vez demasiadas impresiones para un solo día. Tras los apretados párpados bullían los pensamientos, los recuerdos y las emociones de lo vivido esos pocos días en los que su vida había tomado un rumbo extraño y vertiginoso. Un pensamiento arrastraba a otro, imágenes, impresiones, vivencias, recuerdos dispersos que estallaban en la oscuridad de su cabeza. Todavía tenía grabadas en la retina las imágenes nocturnas de Tegucigalpa, aquellas luces trepadas a los cerros que la indistinguible línea del horizonte las hacía parecer estrellas varadas, esperando su momento para ascender. Eran las luces de las colonias, le había dicho el taxista. Y esa palabra, conocida a la vez que extraña, le señaló con una intuición precisa, con mayor claridad que los carteles del aeropuerto, que estaba en un país extranjero.

Alguien roncaba en una habitación cercana, las aspas del ventilador giraban a trompicones, venciendo una resistencia amasada en mugre, e invisibles mosquitos iniciaron su danza de caza con zumbidos insidiosos, molestos, zumbidos agudos que no lo dejaban descansar, como el timbre del teléfono que lo despertó hacía unos días, seis, siete, ¿acaso menos?, ¿cinco?, un domingo a las tres de la madrugada, es decir, la madrugada del lunes, y él se levantó adormilado a descolgarlo. Entre el sueño y el español regurgitado con que le hablaban, típico de los norteamericanos pero con el agravante de un cerrado acento latino, a Saulo le costó entender quién era y qué quería. Aló, aló, aquí el padre Michael Johns. ¿Quién, John? No, Johns, Michael Johns, ¿es usted Saulo Romero, el esposo de Lola? ¿Lola…?, alguien preguntaba por Lola ¡Lola!, y se dio una palmada en la frente, sí, claro, alcanzó a responder por fin, soy su marido, aunque hiciera más de dos años que estaban separados, pero no era cuestión de entrar en detalles con extraños. Y el señor Johns que le llamaba desde Honduras, Saulo, que seguramente no lo conocía pero él trabajaba en la misma agencia que Lola. Saulo tuvo problemas con el término agencia, ¿agencia de qué?, hasta que se le hizo la luz: ¿es usted del ACNUR? Y el otro que no, que era del SCR, y él que perdonara, pero no lo entendía. Ese, se, erre, le deletreó el señor Johns, Servicio Católico para Refugiados, hacía tiempo que su mujer trabajaba con ellos, ¿no lo sabía? Cómo iba a saberlo si Lola no le contaba nada, pensó Saulo, apenas un par de cartas en dos años, pero tampoco se lo dijo. ¿Y qué quiere, le ha ocurrido algo a Lola? Sí, eso es. La comunicación era deficiente, se oía entrecortada, con altibajos, como si cada kilómetro de línea submarina le restase una fracción de claridad a las voces, pero aún así pudo enterarse de que su mujer, o más bien ex mujer, había desaparecido. Y él, gritando, ¿desaparecido?, cómo coño había desaparecido. No se altere, señor Romero, no puedo darle muchos detalles porque es poco lo que yo sé. Pero algo sabía, desde luego, y en breves palabras le contó que Lola, al parecer, se había visto envuelta en un combate, ¿un combate?, sí, eso había dicho, un choque armado, y Saulo pensó: joder, un combate, con balas, fusiles, granadas, allí es donde se muere la gente, y entonces el padre añadió que era posible que estuviera herida, e incluso que hubiera fallecido, aunque esto último lo dijo como quien apunta una posibilidad remota. ¿Pero acaso hay guerra en Honduras? No había guerra, Saulo, pero Honduras hacía frontera con tres países en güerra, quería decir guerra, y el campamento donde trabaja Lola estaba muy cerca de la frontera. Aquello es peligroso, ¿no lo sabía usted? No, no lo sabía, o sí, es decir, peligroso en sentido general, como todos los países del tercer mundo, pero no que fuera particularmente peligroso, y le preguntó que si habían informado a la embajada española, señor Johns, al consulado, si la estaban buscando ya. Entonces se produjo un silencio en la línea, silencio relativo porque el zumbido de fondo no cejaba, ese chisporroteo de los electrones en el cable, como el del aceite cuando lo salpican unas gotitas de agua. Me temo que las cosas no funcionan así, dijo el padre Michael, la embajada no es el servicio de guardacostas, o eso le pareció entender a Saulo, no estaba seguro, y le pidió que mejor lo repitiese. Pero el padre no le oía bien, o no quería seguir hablando, y le dio su número de teléfono con el código de área delante. ¿Oiga? Repítame el prefijo, por favor. Aló, aló, no le oigo bien, señor Romero, lo mejor es que venga usted para acá, si puede ser.

Y pudo ser, claro, ¿cómo no iba a ir?

Tras colgar, se activó en su cabeza una lluvia de recuerdos, Lola, él y Lola, Lola y él, algunos reales, otros imaginados, recuerdos que hacía tiempo que no visitaba, que había recluido en alguna olvidada circunvolución de su cerebro, viejos recuerdos, buenos viejos recuerdos, de los que hacen saltar las lágrimas. Y preguntas: ¿está herida, está viva o… qué?, ¿dónde está?, ¿la encontrarán?, ¿habrá sufrido?, ¿estará sufriendo?, aunque las respuestas no dependiesen de él. No así los porqués, los porqués son mucho más complicados, es más difícil sustraerse de su influjo: ¿por qué se fue (de su lado)?, ¿por qué se largó (a Honduras)?, ¿por qué se dejó meter en medio de un combate?, ¿empujada por alguien?, ¿engañada, secuestrada, por propia iniciativa?, si fue así, ¿por qué motivo o motivos?, ¿acaso personales, sociales?, ¿políticos? Los porqués son cancerígenos, se multiplican a sí mismos, se ramifican en otros que, a su vez, llevan a nuevas preguntas: ¿sabía dónde se metía?, ¿habrá cambiado?, ¿tiene él algo de culpa?, ¿mucha culpa? Después de tantas preguntas, preguntas amigas que en vedad actúan como distractores, volvía a penetrar en al territorio de las emociones, que fluctuaban en intensidad y frecuencia en función de múltiples factores, se presentan, insisten, se van, y dependen del momento, del estado de ánimo, de la preparación.

Saulo llamó al padre Michael unos días después, no para encontrar respuestas para todas sus preguntas, sino para darle la fecha del viaje y la hora de llegada, pero no consiguió localizarlo. El padre Johns está de viaje, le respondió alguien pronunciando un Johns muy profesional, muy norteamericano, hasta mañana no regresa. Era una voz femenina, sonora y a la vez dulce, como hablan las mujeres en las telenovelas. ¿Quiere dejarle alguna razón? Claro, dígale quién soy y los datos de mi vuelo, por si puede ir a recogerme. No se preocupe, señor Romero, que yo le paso el recado ¿sí?; pero al parecer se le olvidó pasarle el recado, o no quiso o se lo dio y el padre no pudo ir.


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