Revista Cultura y Ocio

Viaje a Honduras 4

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Está avanzada la noche y la luna asoma por encima de las copas de los pinos. Sopla una brisa fresca y agradable que mueve aquellas mismas copas y le da en la cara a Meregildo, que espera fuera de la champa, apúrense se va a hacer demasiado tarde. Ya vamos, pendejo, hay que volver a poner la tapa de madera y dejar parejo el piso. Ese es Andresón, siempre llega tarde a todos lados. La estrella polar está muy baja en el horizonte y muchas veces no se ve, en especial si los cerros caen por aquel lado, pero no importa, Meregildo se conoce el camino de memoria y no necesita estrellas para orientarse. Se ha preparado bien para la caminata, botas de cuero, ropa oscura, una cachucha, sólo le falta el armamento. Son cuatro o cinco horas, si hay suerte, por estos cerros que conducen a la frontera y más allá. Por fin sale Andresón de la champa, es grande, por eso le dicen así, por el tamaño, pero es malo para caminar, tropieza a cada rato, que si las botas, que si la putada del fusil. Subiendo al cerro Chaparrastique se pegó una gran devanada que se oyó como si fuera derrumbe, las talpujas rodando y el ruido que no se detenía, dando tumbos en la noche, y los soldados cerca, pues, toda la columna en suspenso, no se respiraba, ni se pispileaba, hasta el viento se detuvo, milagro fue que no los oyeran, y después otro tanto para subir, y renegando de su mala suerte, el hijo de la gran chingada. Andresón trae tres fusiles en los brazos y los reparte, uno para él, otro para Meregildo, y el tercero para el comandante Adelio. Adelio es pequeño, el bigote bien recortado, va de uniforme, trinchas. Los demás se quedan sin fusil, nomás unas escuadras del nueve largo, o nada, como la mujer. ¿Y ella?, pregunta Meregildo; ella viene. Se la trae. A por eso ha venido, no tenía por qué hacerlo, son dos viajes, primero la venida y ahora el regreso: hay que pensar con la cabeza de arriba, compa, piensa Meregildo, no con la de abajo. ¿Y la Cobriza?; la Cobriza no está para venir: la Cobriza se quedaba. Una mujer los despide desde el quicio de la puerta, qué les vaya bien Meregildo, en un susurro, adentro estaba negro como un pozo, sólo un brillito en la nariz, en el labio, en la mano que cierra y atranca por dentro.

Salen los siete. La calle está cerca pero caminan entre los pinos, por la ladera húmeda de las últimas lluvias. La luna está en cuarto, algo baja, por la espalda. No hay que cruzar por entre las champas, mejor rodearlas, que nadie sepa, ni siquiera los de la vigilancia, a pesar de que todo está en silencio, sólo a veces un llanto de niño, estridente, lejano, lo trae el viento y el viento se lo lleva. Todos llevan mochila, también la mujer, pero no va armada ni con un cuchillo. Avanzan a buen paso, aquí es fácil, el campo está trillado, sólo hay árboles, sin charral, sin arbustos. Meregildo va primero, se agacha cuando llega a la calle entre los campamentos, espera un rato, escucha, nada, la cruza en tres zancadas y se tumba en la zanja, al otro lado, y entonces cruzan los otros, Andresón el último, pesado para correr. Y ahí es donde les sale al paso la Cobriza. Los habrá seguido, los vio, a saber. Está redonda, llena, bien se echa de ver la preñez. Lleva falda larga, botas, calcetines gruesos y una mochila pequeña. Alaputa, Cobriza, si más te mato, le dice Adelio, y ella que no la llamara así, tengo nombre, y Adelio qué hacía allí, Cobriza, que no veía que era peligroso, pero la Cobriza ya no le hace caso y se encara con la mujer, pero le habla a él: te llevas a esta chele, Adelio, y a mí me dejas. La chele se aparta, no quiere líos, le da la espalda y se sienta al borde del camino, en el zanjón, le da lástima de la Cobriza, le da vergüenza, tanta rabia, tanta violencia por el hombre, ella no era así. No es momento de pelear, ustedes, ese es el Andresón, su voz se oye de lejos, vos Cobriza, cálmate, pero ella no se quiere calmar, que se calmase él, y como la chele se apartó se encara con Adelio: yo soy tu mujer, pendejo, yo tengo que ir, y Adelio que se apartase, Cobriza, que se quedaba, y ella que no, que se iba. Canta en un árbol el mistiricuco y todos se callan, porque el mistiricuco no da suerte, es un pájaro cenizo, y ellos siguen de pie en medio del camino, la Cobriza, Andresón, Adelio y Meregildo, que los otros dos se han sentado con la chele en el zanjón, son jóvenes, novatos, y tienen miedo. Te me vas ya, Cobriza, ¿oyes?, a la de tres, y Adelio cuenta una, no me voy, cuenta dos, no te canses hombre, que yo les acompaño, cuenta tres y ella se ríe y Adelio se descuelga el fusil y le apunta al pecho, la boquilla topa con la blusa de la Cobriza, aprieta, la incrusta en el esternón. Me haces daño, carajo, pero Adelio no aparta el arma y ella que si le iba a disparar, Adelio, que disparase ya. El comandante la mira con odio en sus ojos negros, que apenas se entrevén en la semioscuridad de la noche, con la luna que se filtra por poquitos entre el ramaje de los pinos, la mira con rencor pero también con deseo, porque siempre la ha deseado, desde que se conocieron en la zona, ella de radista, él de comandante, lo atrajo el cuerpo bien hecho, las piernas fuertes, la carita de india, pero más lo arrastraba su risa burlona, provocativa, esa rebeldía de hembra brava que siempre la acompañaba, que lo seducía más que hipnotizan los ojos de la siguanaba. Una mano agarra el cañón del fusil y lo empuja para abajo, con suavidad pero con fuerza. Ha estado callado todo el rato, Meregildo, pero ahora no: déjese de mierdas, Adelio, que nos pueden matar, le dice, y su voz impone la cordura que estaba faltando. Meregildo no es comandante, pero todos lo respetan, lleva más años en esto que ninguno de ellos, vamos, muchachos, apréstense que seguimos, y a vos, Cobriza, te toca volver al campamento. Le pasa el brazo por los hombros, la obliga a darse la vuelta, la aleja del grupo hacia los pinos del otro lado de la calle, vaya, Cobriza, le susurra al oído, no se clave por este, no vale la pena, y a ella se le escapan las lágrimas, ardientes, sofocadas, y Meregildo sabe que está llorando porque le tiembla el cuerpo y porque se le escapa un gemido. La acompaña unos metros para abajo y la deja sentada al pie de un pino, sobre la alfombra de agujas, sobre el suelo mojado. Le acaricia el cabello liso, muy negro: se me regresa, ¿verdad?, y la Cobriza asiente con la cabeza porque tiene la voz ahogada todavía. Vuelve a cantar el mistiricuco y Meregildo mueve la cabeza, jodido pájaro, andate a cantar a otro puesto, sube la pendiente y se reúne con los otros: vamonós.


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