El otro día leía una lista imposible de hombres a los que les quedaba bien la barba y el moño. Como lo leen. Ahora mismo, sólo le viene a la cabeza el chulazo del anuncio de hoteles, ése que se cruza con una chica en bata en el spa y, después, coinciden en el ascensor donde nada es lo que parece. O sí. Porque, sí, amigas, vuelve el pelo. Vuelve el hombre.
Pues qué quieren que le diga. A ella las barbas siempre la han dado un poco de repelús. Es así de rara. Cenar con un hombre y ver cómo se le quedan los paluegos goteando del bigote arruina la expectativa de culminación sexual de cualquiera.
Claro que hay excepciones. Como Christian Göran, de quien les hablaba, que igual protagoniza un anuncio de hoteles que uno de cervezas en el que seres pluscuamperfectos disfrazados de leñadores urbanitas juegan a perpetrar una paella. La naturaleza es tan sabia como injusta porque, queridos, cuando a un hombre le favorece un moño y una barba, convendrán con ella, que se puede permitir cualquier exceso. También indumentario.
El barbudo sexy Christian Göran
Pero la moda pilosa es demócrata y no entiende de fronteras, ni de edades. Se extiende como una plaga. Lo pueden comprobar en sus trabajos, por la calle, en cualquier bar. Pero no, la barba no es sexy, no es cómoda y pica. Además, hay que llevarla cuidada. Exige ser lavada con jabones faciales y se ha de secar con secador para el señor de marras no huela a gato mojado.
La moda del lumbersexual, del hombre desaliñado, que ha desterrado a hachazos a los hipsters del gorro de lana en verano es un horror estético que pone años a los hombres. Ésos que, en pleno drama de los 40, no saben si entregarse a los brazos del running o hacer que las mujeres corran en dirección contraria. Si se hallan en la disyuntiva, corran malditos.