Revista Opinión

y XXII. 1822: El fin.

Publicado el 07 mayo 2018 por Flybird @Juancorbibar

HASTA EN LA MUERTE DON PEDRO continuó dividido entre Brasil y Portugal. En 1972, año del Sesquicentenario de la Independencia, sus restos mortales fueron trasladados de la Iglesia de São Vicente de Fora, lugar de su sepultura en Lisboa, al Mausoleo del Ipiranga, en São Paulo, donde hoy es venerado por los brasileños. Su corazón, sin embargo, permanece guardado en la iglesia de Lapa, situada en la heroica ciudad de Oporto y fundada en el siglo XVIII a iniciativa de un músico y misionero paulista, el padre Ângelo de Sequeira. Fue su último deseo antes de morir, en señal de gratitud a los “tripeiros”, como son cariñosamente conocidos los habitantes de Oporto y en cuya compañía había enfrentado los momentos más inciertos y difíciles de su vida, en la guerra contra su hermano don Miguel.

     Don Pedro murió en los brazos de la emperatriz Amélia a las dos y media de la tarde del 24 de septiembre de 1834, faltándole dos semanas y media para cumplir los 36 años. La autopsia, hecha al día siguiente, reveló un cuadro devastador. La tuberculosis le había consumido todo el pulmón izquierdo, inundado por un líquido negro y sanguinolento. Apenas una pequeña porción de la parte superior aún le funcionaba. El corazón y el hígado estaban hipertrofiados, o sea, mucho más grandes de lo normal. Los riñones, donde le fue encontrado un cálculo, presentaban un color blanquecino. El bazo, reblandecido, comenzaba a disolverse.

     Los trastornos físicos, que ya eran antiguos en don Pedro, se agravaron en la guerra contra su hermano. Durante el Cerco de Oporto comenzó a sentir cansancio, irregularidad en la respiración, palpitaciones nocturnas y sobresaltos al despertar. Un edema en los pies indicaba problemas circulatorios. “Don Pedro creía ser un hombre físicamente robusto, fuerte, resistente”, observó el historiador Eugénio dos Santos. “La verdad era, no obstante, otra. Se alimentaba mal, descansaba poco, se gastaba excesivamente”. Epiléptico desde la infancia, sufría una deficiencia renal y vomitaba con frecuencia. Aventurero y atrevido, se partió varias costillas en caídas del caballo. Las enfermedades venéreas eran recurrentes, como él mismo registró en sus famosas cartas a la marquesa de Santos.

     Ante un cuadro de salud tan frágil, sus días finales fueron sorprendentes. Don Pedro afrontó la muerte tal como vivió, manteniendo un ritmo intenso de actividades. En su último compromiso oficial, el 27 de julio, había ido a Oporto. Fue recibido con fuegos artificiales, repique de campanas, salvas de cañones y festejos en las calles. Allí pasó diez días animados y felices. Al partir sabía que jamás volvería: “Adiós, Oporto, nunca más te veré”, dijo. Su salud empeoraba rápidamente. Pálido, tenía la piel macilenta y precozmente envejecida. La larga barba escondía un rostro flaco, en el que destacaban los ojos hundidos, sin brillo y rodeados de grandes ojeras.

     Las primeras semanas de septiembre, tuvo una noche repleta de malos presagios. Soñó que moriría el día 21. Esto se lo contó a la emperatriz Amélia. Falló por sólo 72 horas. Mientras agonizaba en el palacio de Queluz, construido en el siglo anterior por su abuelo, don Pedro III de Portugal – y en el mismo lecho en que su madre, Carlota Joaquina, le dio a luz -, promovió sucesivas reuniones con diputados, ministros y auxiliares, en las que tomó decisiones, pidió providencias, distribuyó consejos y, finalmente, presentó respetos a todos aquellos que consideraba merecedores de su gratitud. A instancia suya, los diputados decretaron la mayoría de edad de la reina doña Maria II, cuyo primer acto oficial fue conceder a su padre la Gran Cruz de la Orden Torre y Espada, la más alta condecoración portuguesa.

     Aún en su lecho de muerte, aconsejó a su hija que concediese la libertad a todos los presos políticos, sin excepción. Pidió también que, en su entierro, no hubiese exequias reales, como mandaba el protocolo. Quería ser enterrado en un ataúd de madera sencillo, como un soldado, comandante del Ejército portugués. Después, mandó llamar a un soldado del Batallón de Cazadores 5, famoso por su resistencia en el Cerco de Oporto, del que era coronel honorario. La elección recayó sobre el soldado número 82, Manuel Pereira, de 37 años, nacido en la isla de San Jorge, en las Azores. Reclinado sobre las almohadas de la cama, don Pedro rodeó con su brazo derecho el cuello del compañero de trincheras y le susurró: “Transmite a tus camaradas este abrazo en señal de la justa tristeza que me acompaña en este momento, y del aprecio que siempre tuve a sus relevantes servicios”. Con temblor en las piernas, el soldado tuvo un repentino llanto y fue consolado por el emperador moribundo.

     Algunas semanas más tarde, un niño de mirada triste y melancólica, el futuro emperador Pedro II de Brasil, recibió dos cartas en Rio de Janeiro. Traían noticias de la muerte de su padre. La primera, de su madrastra Amélia, le daba detalles de la autopsia y le enviaba, al fin, el mechón de cabello que el pequeño príncipe había pedido algún tiempo antes a don Pedro en el intento de mitigar la nostalgia que lo dilaceraba. La segunda carta era de José Bonifácio, compañero de su padre en la Independencia brasileña: “Hoy […] le doy el pésame por la irreparable pérdida de su augusto padre, mi amigo. […] Don Pedro no murió, sólo mueren los hombres comunes, y no los héroes… su alma inmortal vive en el cielo para hacer la felicidad futura de Brasil…”.

     Por un curioso fenómeno fotoquímico, el corazón de don Pedro se expande continuamente dentro del ánfora de cristal en que fue depositado tras su muerte, en 1834. Hoy, está tan deformado que la Venerable Hermandad de Nuestra Señora de Lapa, responsable de su conservación, decidió resguardarlo de la curiosidad pública manteniéndolo sellado en la oscuridad detrás de una pared de la iglesia. La lápida de piedra que guarda el ánfora sólo es abierta en ocasiones muy especiales. Una de ellas ocurrió en enero de 2015, para la filmación del documental O sentido da vida, producido por el cineasta Fernando Meirelles. En presencia de diversas autoridades, historiadores y periodistas, la lápida fue retirada de la pared de la iglesia de Lapa. Después, el presidente de la Cámara Municipal de Oporto, Rui Moreira, sacó las cinco llaves que, mantenidas bajo su custodia, permiten la apertura de la urna, de donde finalmente fue retirado por algunos minutos el corazón del héroe de la Independencia de Brasil.

     Actualmente, diecisiete lugares públicos de la ciudad de Oporto llevan nombres asociados a los acontecimientos y personajes de la historia del Cerco. La calle Nueve de Julio recuerda el día de la llegada del pequeño y precario ejército liberal, venido de las Azores, en 1832. Otra calle, la del Heroísmo, antigua calle del Prado, homenajea la desesperada resistencia de los soldados el 29 de septiembre de 1832. En esa fecha, día de San Miguel, santo protector del rey don Miguel I, las tropas miguelistas rompieron las trincheras cavadas por los liberales, ocuparon barrios importantes y por poco no sellaron el destino de don Pedro en Oporto. En la vecina Vila Nova de Gaia, famosa por los depósitos de vino de Oporto, la calle General Torres celebra la memoria de José Antônio da Silva Torres, comandante de las líneas de defensa de la estratégica sierra del Pilar.

     Las estatuas de don Pedro IV a caballo ocupan también lugares destacados en las dos mayores ciudades portuguesas. En Oporto está situada en la plaza de la Libertad, la antigua plaza Nueva, donde fueron ahorcados y descuartizados los jefes liberales tras la ascensión de don Miguel al trono. En Lisboa, puede ser observada en la plaza Rossio, en Cidade Baixa. Los dos monumentos generalmente producen sensación de extrañeza a los turistas brasileños en Portugal, que no reconocen en las facciones del rey allí tallado en bronce al héroe del Grito del Ipiranga.

     Curiosamente, los portugueses de hoy tampoco saben respecto del jovial príncipe casi imberbe que hizo la Independencia brasileña. Con el cabello acaracolado más largo, la calva levemente pronunciada y la mirada austera, el don Pedro IV de Portugal parece más viejo, más sabio y más sufrido que el don Pedro I de Brasil. Es como si, después de abdicar al trono brasileño, se hubiese reencarnado en Portugal en la piel de alguno de sus ancestros más remotos. En 1834, el coronal inglés Hugh Owen lo describió de la siguiente forma: “Larga y cerrada barba negra molduraba el pálido, picado y enérgico rostro del emperador; la mirada firme, penetrante y altiva encaraba a la persona a quien se dirigía y le constreñía muchas veces a bajar los ojos”.

     Como un espíritu luminoso de dos siluetas, repartido en la muerte entre las dos patrias en que nació, vivó, luchó y murió, don Pedro permanece hoy como un lazo de aproximación entre brasileños y portugueses.

     A pesar de las divergencias del pasado y de las incertidumbres de un mundo en rápido proceso de transformación en el presente, Brasil y Portugal han conseguido mantener y reforzar con relativo éxito sus vínculos ancestrales. En la primera mitad del siglo XX, por tanto, bastante después de la Independencia, más de 1 millón de portugueses emigraron a Brasil. sus descendientes directos – hijos, nietos y bisnietos – son estimados hoy en 25 millones de personas. Es un grupo que incluye nombres famosos como las actrices Marília Pêra y Fernanda Montenegro, el director Antunes Filho, el escritor Rubem Fonseca, las cantantes Fafá de Belém y Fernanda Abreu, el músico y escritor Tony Bellotto (nieto de portugueses, a pesar del apellido italiano), la presentadora Ana Maria Braga, el médico Drauzio Varella, el futbolista Zico y los empresarios Abilio Diniz y Antônio Ermírio de Moraes, este fallecido en 2014.

     A partir de la década de 1990, la ola migratoria se invirtió. Portugal fue invadido por dentistas, publicistas, enfermeras, manicuras, administradores de empresa brasileños, entre otros profesionales, que actualmente forman la mayor comunidad extranjera en territorio portugués, estimada en 120 mil personas. Todos los años, más de 1 millón de pasajeros atraviesan el Atlántico en viajes de turismo o negocios entre los dos países. La producción cultural brasileña – en especial la música, el cine, las telenovelas y miniseries de televisión – es admirada y ávidamente consumida en Portugal. En la economía, ocurre lo opuesto. Hay cerca de setecientas empresas portuguesas en territorio brasileño, algunas de las cuales son líderes en sectores estratégicos como transportes, comunicaciones, energía, producción de alimentos y comercio.

     Estos números son una prueba de que, dos siglos después, el sueño del Reino Unido alimentado por innumerables brasileños y portugueses hasta 1822 todavía se mantiene vivo. Es un reino menos formal que el imaginado por don Juan VI, don Pedro I y José Bonifácio de Andrada e Silva, pero más sólido y duradero porque tiene sus raíces plantadas en la lengua y en la cultura que siempre funcionaron como identidad entre estos dos pueblos.

Laurentino Gomes


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