Meño, 42 años, está así desde hace 21 años, los últimos 17 meses (508 días, contando hoy) en una chabola de madera y plástico instalada en la madrileña plaza de Jacinto Benavente, junto a la puerta de un edificio del Ministerio de Justicia.
En 2008 ese mismo Tribunal Supremo dictó sentencia, respaldando una anterior de la Audiencia Nacional, en la que absolvió a la clínica Nuestra Señora de América, al anestesista que le atendió durante una sencilla operación de cirugía estética, y condenó a pagar 400.000 euros a los demandados, embargando para ello el piso familiar (una modesta vivienda en Móstoles, Madrid) que suponía el único bien tangible de sus padres.
Esa es básicamente la historia de dos fruteros jubilados, que se quedaron así sin hijo (postrado e incapaz de comunicarse) y sin casa.
El caso se ha reabierto como consecuencia de la aparición de un testigo inesperado, un médico que asistió a la operación de cirugía en calidad de estudiante (han pasado 21 años ya) y que reconoció que el anestesista estaba atendiendo otra operación cuando se desenchufó la máquina de respiración asistida a la que el paciente estaba conectado.
Es probable que los tres magistrados del Tribunal Supremo acepten esta nueva versión de los hechos y es probable que anulen todo el procedimiento pero eso no devolverá a Antonio Meño al día anterior a los hechos y nadie devolverá a nadie 21 años de vida.
Anular el juicio y celebrar otro no significa que se hizo justicia porque está, es posible, llegará demasiado tarde.
Y con relación al anestesista, ¿es él el verdadero culpable o es también otro chivo expiatorio del sistema? Porque este doctor, un trabajador por cuenta ajena en cualquier caso, atendía a dos quirófanos a la vez cuando todo el mundo sabe que el don de la ubicuidad no es propio de los seres humanos.
Luis Cercós (LC-Architects)
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