No es raro oír y leer que la primera Constitución democrática en Europa fue la Constitución francesa de septiembre 1791, olvidando que cuatro meses antes Polonia había ya aprobado una Constitución que transformaba el antiguo sistema monárquico del Reino de Polonia-Gran Ducado de Lituania, en una moderna Monarquía Constitucional que introducía, por primera vez, el concepto de “nación”, cuya soberanía residía en el pueblo, establecía una clara separación de poderes, y liberaba al campesinado de los peores abusos del sistema servil hasta entonces prevalente en casi toda Europa.
Polonia, en el corazón geográfico de Europa, fue durante 146 años objeto de rapiña por parte de las potencias que la rodeaban, Prusia, Rusia y Austria, que en dos ocasiones, en 1772 y 1793 se anexionaron enormes extensiones de su territorio para, finalmente en 1795, repartírselo completamente entre ellos. Entre el primer y segundo reparto, sin embargo, Polonia vivió un momento de esplendor cuando, el 3 de mayo de 1791, el Rey Estanislao Augusto Poniatowski, “por la gracia de Dios y la voluntad el pueblo”, inspirado por el ejemplo de la Constitución Americana e influenciado por los acontecimientos de la revolución francesa, proclamó una Constitución que “asegurase la libertad del pueblo” y que sería “sagrada e inviolable hasta que el pueblo por una clara manifestación de su voluntad decidiese modificar cualquier de sus artículos”. Una disposición constitucional revolucionaria que declaraba que “por justicia, humanidad y deber cristiano, así como por un interés propio bien entendido, aceptamos bajo la protección de la ley y el gobierno nacional, al pueblo campesino, de cuya manos procede la mayor fuente de riqueza del país”, declarándoles libres para desplazarse dentro del país, ejercer cualquier profesión, y negociar salarios y condiciones de trabajo.
Los artículos siguientes sobre El gobierno y el nombramiento de autoridades públicas empieza con las solemnes palabras: “Toda autoridad en una sociedad humana tiene su origen en la voluntad del pueblo. Por lo tanto, para la integridad del Estado, y para que el orden social permanezca en equilibrio, el gobierno de la Nación polaca debe tener una autoridad legislativa, una autoridad suprema ejecutiva y un poder judicial independiente”, para continuar con el desarrollo constitucional de la separación de poderes: del poder legislativo, creando dos Cámaras y aboliendo una vez por todas el liberum veto , la increíble institución por la cual cualquier miembro del Parlamento podía con su único voto vetar una proposición de ley; del poder ejecutivo, con las palabras: “Habiendo reservado para el pueblo libre polaco la autoridad legislativa y el poder de supervisión sobre el poder ejecutivo y los oficiales electos a la magistratura, conferimos el poder de ejecución de las leyes al Rey y su Consejo”.
La monarquía será hereditaria; al subir al trono, el rey tomará juramento de fidelidad a la Constitución, y “no será autócrata, sino un padre y un jefe de la nación como marca la Constitución”. El Rey nombrará a los ministros, añadiendo, sin embargo, un interesante supuesto: “si dos tercios de las dos cámaras parlamentarias pidieran el cambio de un ministro o de un miembro del Consejo de Estado, el Rey inmediatamente lo destituirá y nombrará su sustituto”. Y sigue, “estando los miembros del ejecutivo obligados a rendir estricta cuenta al pueblo por todos sus errores, determinamos que los ministros condenados por sus delitos, responderán por ellos con su persona y sus bienes”. Finalmente, las fuerzas armadas estarán siempre sometidas a la obediencia del poder ejecutivo.
Esta Constitución, tan avanzada por su tiempo, asustó a sus vecinos prusianos y rusos, quienes, con el apoyo de los nobles polacos que veían desaparecer sus privilegios, declararon la guerra a Polonia, que, derrotada, tuvo que ceder, una vez más, parte de su territorio a las dos potencias vencedoras. Sólo dos años más tarde, en 1795, ahora con la ayuda también de Austria, las tres potencias se anexionaron, finalmente, todo el territorio polaco, “debido, como dijeron, a la necesidad de suprimir todo aquello que pueda significar un recuerdo de la existencia del Reino de Polonia”. Polonia, como nación dejó de existir. En 1918 Polonia volvió a nacer, para, en 1939, caer otra vez en manos de la Prusia, ahora nazi, y luego, de 1945 a 1989, en manos de la Rusia, ahora bolchevique. Pero en todos estos trágicos años, si Polonia como nación soberana no existió, siguió siempre vivo el pueblo polaco gracias a su religión, su lengua y su música.
(Gaspar Rul-lán, 03/05/2012)