¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?32 escritores argentinos responden una misma pregunta en este Compilado organizado por Rolando Revagliatti
Para mi sorpresa, la crítica aguda, filosa del presentador, casi como que no era de su agrado el libro (lo que no sería una actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad intelectual ), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de halagos, elogios, cierto facilismo en la interpretación, lleva a caminos que (a veces) no acostumbramos a transitar. Ha sido aquel un acontecimiento diferente. Debo señalar que el presentador hizo una valoración elevada, con sólida argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro que presentaba; más allá de la situación que generó en el momento, hubo una apertura hacia un espacio distinto donde la crítica puede ser un juicio severo, no siempre favorable, para atender y considerar.
Volvía yo de un ágape pasadas las dos de la mañana. El taxi me dejó, cansada y soñolienta, en mi domicilio suburbano. Abrí el portón sin inconveniente, pero cuando quise hacerlo con la puerta de la casa, por más que manipulé la llave, fue imposible. La llave giraba normalmente ¡pero la puerta no se abría! Resistió a mis empujones y a mis puteadas. ¿Qué hacer...? Mis vecinos transitaban su segundo sueño a juzgar por las luces apagadas. ¿A quién recurrir a semejantes horas...?
Me acordé entonces de Germán, aprendiz de búho, que solía pasar la noche componiendo y haciendo música. Y que vivía a tres cuadras de mi casa. Hacia allí me dirigí; por suerte las calles de Villa Elisa son un desierto pasada la medianoche. Después de mucho tocar la campana-llamador logré que saliera un Germán alarmado de verme e imaginando quién sabe qué desgracias. La idea era que me acompañara y tratara de abrir mi puerta usando la fuerza bruta.
Sin embargo, pese a su buena voluntad, pese a los esfuerzos que hizo con el hombro (empujones) y las piernas (patadas), la puerta seguía cerrada: visage de bois.
- -Es evidente que está corrido el pestillo de seguridad del lado de adentro - dijo Germán.
- - ¿Cómo es posible - dije yo - si no hay nadie en la casa? ¿O habrá entrado alguien que tiene llave?
Por las dudas insistimos con el timbre. Ladró la perra, pero nada más. ¡Eureka! Entonces, por fin, entendí lo que había pasado: tocaron el timbre, la Bubú se desesperó por salir, se paró en dos patas y con las delanteras arañaba la puerta a la altura del pestillo, fue así que sin querer lo corrió.
Germán me disuadió de llamar a un cerrajero, me propuso que durmiera en su casa el resto de la noche y decidiera qué hacer a la mañana siguiente, con la cabeza fresca. Lo conversamos con Cecilia - la mujer de Germán - e hicimos un plan de acción: mis vecinos tenían a un albañil trabajando en una construcción lindera con mi jardín trasero; le pediría a ese hombre que subiera al techo de mi galpón para bajar luego al jardín, entrar arrastrándose por la puerta-ventana del dormitorio (que yo siempre dejaba algo levantada por si la Bubú necesitaba salir) y descorriese el pestillo.
Y así fue cómo - gracias a la buena onda de ese albañil providencial - pude reintegrarme a mis penates. ¡Qué aventura! ¿Y la perra...? Ni el menor sentimiento de culpa, la mequetrefa. -Moverías de contento tu rabo si lo tuvieras, ¿eh, crapulona? - la apostrofé retorciéndole suavemente una oreja.
―Ella es jardinera ―comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi respuesta imbécil no se hizo esperar:
―¡Qué bien! Hace unos años, vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que decía: "Si quieres ser feliz una semana, cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero".
―Ella es maestra jardinera ―aclaró Canela, indulgente.
―Ah.
Después del primer recorrido por Marruecos pintoresco y misterioso, pasamos con el transbordador a España y avistamos el Peñón de Gibraltar. Y ya en Torremolinos nos presentamos en el hotel bajo una buena lluvia europea. Como era media noche, no había cocina abierta y nuestro apetito se tornaba feroz, nos recomendaron un bar cercano, frente a una hermosa placita de barrio. El dueño del bar, simpático y hablador, estaba acompañando a dos parroquianos bebedores, y ya achispados, apoyados en la barra.
Unas campanas de vidrio cubrían variados platos que, nos aseguró, eran caseros. "¡Entren, hombre, mi señora cocinó para ustedes!" Dispuso tres mesas y comenzó por traer aceitunas, creo que de La Rioja, grandes y carnosas.
"Son buenas", opinó y sin más metió la mano, comió una o dos, como para darnos coraje y nos sonreímos por el atrevimiento. Luego trajo el vino y se sirvió una copa, "es bueno, beban". Mientras calentaba los pedidos de arroz, garbanzos y carnes, nos relató lo que le sucedió esa semana, la visita a casa de su madre, mujer mayor y valiente, dijo, por haberse subido a una silla que colocó sobre una mesa, desde donde se puso a pintar el techo de su sala. "¡Madre!", le dijo, "qué haces, te matarás", y en ese momento salió disparado a traer un plato. Cuando mi marido le reclamó su comida, él le contestó, "ya vendrá, cuando el aparato haga ¡piiiiii! se lo traigo". El aparato era el microondas. Efectivamente hizo ¡piiiiii! Y comimos casi por turnos.
Fuera la lluvia era torrencial, el dueño dijo que apagaría el televisor para que no molestara en la conversación y tomó su "control remoto", según él lo denominó, y que era, en realidad, un palo de escoba. Apretó desde abajo y apagó la tele colgante. Ese chiste, lógicamente, causó risa.
Los hombres de la barra discutieron un poco y el mayor hizo ademán de irse, resbaló sobre un cartón empapado de la entrada, cayó dramáticamente de espaldas y uno de nuestros amigos, médico, lo vio pálido y rígido y pensó en una urgencia. "Llame a la ambulancia", pidió al dueño; éste salió a la puerta y comenzó a gritar "¡Ambulancia, ambulancia!".
Más de las doce de la noche, sin peatones, lejos del puesto de ambulancias, nos causó pavor y gracia, no iba a llegar la ambulancia. Y en ese momento el accidentado reaccionó y le dijo a su compañero: "Creías tu que me había ido", y movió el brazo hacia arriba, "no, me aguantarás un poco más todavía".
Aplaudimos, contentos, y el hombre se acercó a la mesa y en agradecimiento por nuestra intervención, recitó un poema de Antonio Machado (lo anunció como si el título fuese 'El abogao'). Debo decir que nos conmovió, el tema y su voz. A continuación, se puso a cantar un tango completo, nos miramos, nadie recordaba toda la letra.
Nuestro amigo médico cobro bríos y recogió pedidos del postre, abrió por su cuenta la heladerita y comenzó a hacer volar los helados sobre cada uno de nosotros, los atajábamos en el aire y entre risas pagamos la cena con show, la que resultó de lo más barata.
Camino al hotel nuestra algarabía despertaba a los dormidos torremolinenses. Pese al paso del tiempo, no olvidamos al recitador y mucho menos al risueño dueño del bar.
El libro se vendió bien, orienté a los docentes a utilizarlo como taller de producción literaria. Unos meses después, en la esquina donde me robaron el dinero, encontré el monto exacto que me habían robado tirado en la vereda. Juro que fue la misma cantidad y en la misma esquina: evidentemente la magia continuó. Y continúa hasta hoy.
Daniel se entera de que en la Sociedad Argentina de Escritores se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época mi esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los niños chiquitos mucho no podíamos hacer, por lo tanto, el elegido para averiguar fui yo. Combiné con Daniel Cejas y nos fuimos a la SADE Central, en la calle Uruguay. Nos indican que la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance de ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con lentitud la abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie, muy quietos. Enfrentado a la puerta de entrada, sentado, detrás de un escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado de mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller. Interrumpimos sin decir una sola palabra y el silencio fue inmenso. Todos se dieron vuelta para ver quien entró.
El señor se levanta, también él sin decir una sola sílaba, y se acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta: "¿¡Qué quieren acá!?", y sus ojos nos clavaron contra la pared. De inmediato extrajo del bolsillo de su saco un revolver plateado y nos apuntó al medio del pecho y a menos de cincuenta centímetros. Daniel dijo algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano derecha detrás de mi espalda logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras corriendo y nos fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida Santa Fe y juro que nunca más iré a un curso del poeta Osvaldo Rossler.
Otra: Estamos mi familia, una amiga y yo en la Parada 16 de Punta del Este. Tomando el sol, no me digan el porqué, me parece reconocer a un conocido actor francés. Le digo a mi esposo "allá voy, le pido un autógrafo" (no había celulares entonces) y entablo, ante el asombro de él y la perplejidad de mi amiga, una improvisada conversación en francés, fascinada por el casual encuentro. Lo felicito por su actuación con Romy Schneider. Pero él me contesta (en francés): "Buenos días, Paula, soy fulano, cursamos juntos Sucesiones y Procesal II, ¿no te acordabas de mí?". Etcétera y risas.
Y otra: Camino con mi yerno (siendo más mayorcita), temerosa de perderme en un copioso bosque sueco a la vera del mar. Hablamos (en inglés), y yo empujo el cochecito de mi nieto concentrándome en la playa cercana a Stora Essingen y en un embarcadero que podría funcionar como punto de referencia... Mi nieto canta feliz, yo hablo y hablo. Y de pronto, mi yerno me sugiere que vuelva al inglés ante mi largo soliloquio en castellano (idioma que él no comprende), incluso reclamándole yo aceleradas respuestas...
Dado que intento poetizar todo en la vida, logrando resultados que bien podrían ser parte de situaciones irrisorias, te dejo el poema que relata dicha situación:
el ars poética del hipopótamo
tus labios de fresa
tus dientes de marfil
tu saliva de licor
esa boca tan cursi
que me provoca
como a un hipopótamo en celo.
de hipopótamos
supe ir de cacería
me escondía detrás de un arbusto
y cuando se acercaba la manada
a beber en la aguada
le aparecía de improviso al último
y con un grito descomunal
le provocaba el susto más grande de su vida.
desaparecido el hipo
el pótamo es un animal
manso y sumiso
casi doméstico
como tu boca.
-No, señor, no trabajo de esa manera. No hago corrección de textos. Se sorprende, hace una alusión a que si es un taller.... Pensó -algo así me dijo- que era parecido a llevar a un auto al chapista.
-Sucede, me dice, que tengo ganado muchos premios. El último, del Rotary Club de Rosario. Pero siempre me dan el segundo o el tercero. Quiero ganar el primero y si usted...
-Si yo le arreglo el escrito el premio me lo gano yo, no usted. Se trata de aprender.
No de muy buena gana terminamos arreglando una entrevista. El hombre de unos 60 años, cuenta una situación sentimental desgraciada. Un largo noviazgo interrumpido por la muerte de la mujer. Y este duelo aparece reiteradamente en su escritura. En fin, por demás delicado. Al conversar acerca del trabajo sobre lo escrito encuentro poca lectura de escritores conocidos. Más bien, es una persona que asiste a grupos que se organizan como peñas, con mucho apoyo social y afectivo, pero donde casi no se hace crítica ni frecuentan las literaturas de diferentes orígenes. En cambio, se leen mucho entre los asistentes para acompañarse, objetivo nada desdeñable en esta sociedad tan cruda y violenta.
Pero, para mayor complicación, Anselmo, que así se llama el aspirante a poeta, se obliga a escribir sonetos. "Y no me salen ni contando las sílabas, no son todos de 11 ¿ve?"
-Es que el contar las sílabas es una ayuda posterior, primero hay que tener esa música adentro. Tal vez el soneto no sea lo suyo.
-¡Ah, no!, no me diga eso. No sirvo para renunciar.
-Le propongo, entonces, dos o tres clases, en las que solo va a venir a escuchar, sin escribir nada ni comentar nada.
Como se están imaginando, hice una selección de sonetos notables desde Garcilaso hasta aquí. Pasaron dos semanas con sus correspondientes clases y llegó la tercera. Llama a la puerta. Abro y lo veo venir con un rostro furioso y una valija enorme, con forma de cofre y bastante pesada.
Pasa y me pide permiso para apoyar el mamotreto sobre la mesa. "Esto es para usted." Dice, enojadísimo. Aquí le traigo todas estas estafas que me han hecho. ¡Pum!, ¡bom!, ¡plaf! - suena el metal sobre la mesa y caen, entre cintas y diplomas, las medallas, estatuillas, placas y demás.
-Ya me di cuenta de que mis versos no merecen nada de esto. No hace falta que usted me siga leyendo. Simplemente, me estafaron y fui muy crédulo.
-No, eso usted no lo puede saber. Siéntese, por favor. Mire, en este tipo de concurso se trata de incentivar el entusiasmo de los participantes y generalmente el jurado no tiene permitido declarar el premio desierto. De modo que, es posible, que lo que usted presentó fuese mejor a lo que presentaron otros. El tema es con qué otras escrituras nos seguimos comparando después. Si nos comparamos con Borges y sí, todos quedamos lejos... Ni uno ni otro extremo, es lo que le recomiendo para empezar a transitar la escritura y ver si realmente lo entusiasma hacer el trabajo necesario para mejorarla.
-Lo voy a pensar. Por ahora, no estoy listo para contestarle. Pero le agradezco que me haya permitido darme cuenta de la verdad.
Nunca volví a saber de él. Pero quedé tranquila de que, finalmente se fue en paz y sin que le haya faltado el respeto a la historia de su pérdida que aún lloraba, que fue, creo, lo que más me preocupó desde el principio. ¡Quería honrarla con el Primer Premio!, era evidente.
Cada uno se haría cargo de una parte del equipo (básicamente por si caía alguno, que no cayera todo el equipo). El primero en llegar fui yo que empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de conectividad.
Cuando ya estábamos dentro de la casa, en el barrio de Villa Pueyrredón, con todo en trámite de preparación, suena el timbre y Marisa (la compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.
-Atendé, le dije secamente.
-¡Mis suegros!, logró decir entre ahogos.
Todos se miraron al unísono y empezaron a guardar donde podían todo lo que habían llevado. "De aquí en más hay que improvisar", dijo uno de nosotros y todos asentimos. "Pero ¿qué podemos improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando el marido no está?" dije, mientras rebotaba con la batería desde el bajo mesada al baño y viceversa.
-Ya bajo, entonó, casi en un lamento, a quien llamaremos Marisa.
La llegada de los suegros de Marisa nos encontró sentados alrededor de la mesa del comedor, hablando de lo difícil que resultaba cazar avestruces en esa época del año. Casi tropezándose nos levantamos para saludar a la pareja de aspecto "bodas de plata", a quienes saludábamos estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la cintura para arriba) torcionado hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio ciático. La sonrisa de nosotros tres era una mueca entre chaplinesca y de minusvalía mental, mientras nos amontonábamos como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro libre del panadero Díaz.
-Bueno, decile a (supongamos) Orlando que nos vemos cuando regrese, así arreglamos la salida a San Pedro, dijo con desgano uno de nosotros.
-Eso, las carpas ya están aseguradas, remarcó, casi inaudible (digamos) Benjamín.
-Ha sido un gusto, dije yo, mientras nos volvíamos a estrechar las manos en un cruce a lo Laurel y Hardy.
Marisa, nos acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los gritos, no dejaba de suspirar, en realidad estaba al borde del colapso por angustia.
Por suerte, los suegros, se fueron enseguida. Habían llevado "el postre que le gusta a Orlando" para cuando regresara de su comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el operativo de interferencia se hizo igual, un rato después y un par de llamadas telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas por parte de la compañera. El poco tiempo de espera fue en un bar con teléfono de las inmediaciones. Algunos de los parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de reírse.
Una vez, durante una lectura frente a un público increíblemente multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta Fátima Gatti le dijo en tono confesional: "Me gusta mucho más lo que cuentan antes de cada poema, que los poemas en sí".
Jajajá. ¡Fracaso total!
Debía llamar a Borges a las 17.00 horas en punto a su casa y llevar al día siguiente una breve nota. El caso es que yo, con el número de teléfono que me habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina telefónica del Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo a la vuelta del edificio donde yo vivía, por la calle Paraguay. No tenía teléfono de línea (y no era fácil conseguirlo).
Cuando el ama de llaves que me atendió me pasó con Borges, atiné a escribir como pude su relato, conmocionada por esa voz pausada y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la cabina, mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba aguardando su turno para el uso del teléfono.
Presa de un nerviosismo in crescendo, y viendo con preocupación que la fila crecía, agradecí tímidamente a Borges su colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca de amparo. Era mucho para una jovencita tucumana recién llegada a Buenos Aires recibida de Profesora en Letras. ¿Quién me iba a creer?
Cuando llevé la anécdota al diario, escrita con fidelidad absoluta a las palabras del célebre autor de "El Aleph", me enteré de que Borges ya la había contado varias veces y que se había publicado. En realidad, lo que destacaba, con énfasis, era que Güiraldes se había olvidado una noche la guitarra en su casa.
Yo tardé en recibir el teléfono de línea y no he olvidado esa voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo con versos borgianos: "Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde".
¿Existirá aún esa cabina?
Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir con dulces y sidra bien fría para el brindis.
Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de mediana estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean que se acercó al dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una pistola en las costillas. Todos se quedaron mudos y quietos a la orden del desconocido. Menos yo.
Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y comenté por qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual que Daniel. Yo le pregunté por qué lo hacían y me contestó: "Es un asalto".
Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar. Lentamente fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el ladrón se fue. Recogimos los comestibles y volvimos a casa.
Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos cobró todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.
En París, la familia Desecures nos alquilaba el departamento donde vivimos estando allí. A los pocos días de alquilar nos invitan a cenar. La cena se desarrolló normalmente hasta el momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que debíamos probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana probamos pequeños trozos, pero de un montón de quesos. Lamentablemente al otro día, en la clase de Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en esas ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un montón. La explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que no conocíamos muchos de esos quesos, respuesta que les resultó simpática.
La primera vez que me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un papelón.
El ridículo lo cometo permanentemente frente a los avances tecnológicos. Recuerdo las canillas con censores y mi fastidio: no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir puertas.
Hacerme el popular haciendo mal uso de los dichos populares y haciendo reír al auditorio.
Yo escribo desde que tengo memoria. En una economía de escasez extrema, los juguetes que siempre me acompañaron fueron un cuaderno y un lápiz. A veces, también, una cajita de lápices de colores; pero pronto comprendí que los gastaba en vez de invertirlos.
La cuestión es que me pasaba las horas apuntando no sé qué. Solo, por lo general; o con una vecinita. A la remanida pregunta que hacen los adultos acerca de "qué querés ser cuando seas grande", yo respondía que quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que fuera escribano, porque la literatura y la poesía eran ajenas a mi familia nuclear.
Ya en la secundaria y becado por una institución que entrevió mi vocación de periodista, se me recomendó para "practicar" en uno de los diarios de la ciudad de Junín. Por entonces, el más modesto y, además vespertino, que había fundado un reconocido dirigente radical y que sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea consistía en copiar las noticias del diario "La Razón" de la tarde anterior o del matutino local; y "arreglarlas" de tal manera que no parecieran copiadas. Después recorría las comisarías en busca de las policiales que acreditaban los telegramas y, después, pasaba por la secretaría de prensa municipal para recoger comunicados.
Hasta que llegó la campaña electoral, una vez que el teniente general Lanusse, presidente de facto, levantara la veda, y a mí me tocó cubrir todos los actos de "Cámpora al Gobierno, Perón al Poder" que se hacían en los barrios de mi ciudad.
Era un ascenso, por supuesto. Pero, aquí lo irrisorio:
No sólo que nunca me pagaron un centavo por las muchas notas que escribí, sino que para leerme a mí mismo en letras de molde tenía que comprar el ejemplar, porque tampoco me lo regalaban. Y los compraba, claro. Porque la vanidad y el orgullo de "escribir para el diario" podían más que la conciencia de explotación.
Y eso que mis notas ni siquiera salían firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo yo con mi onanismo intelectual de un chico de 15 años.
Por ejemplo, me hablan de An Lu y hasta relatos disparatados sobre ella, desconociendo que se trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada vez los mismos? Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.
Sin embargo, escribí. Y ella comenzó a entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me pasó el número de teléfono del inefable editor José Luis Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos WhatsApp. Nada existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito, charla, entrega del manuscrito. -Te llamo en unos días- dice. -Dale- respondo muerta de nervios. Y así seguí... por más de un mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro, ¿cómo le iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo: -Nena, menos mal que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez dejame, aunque sea un dato. No pusiste ni teléfono ni dirección ni nada... En fin: auto-boicot... o las hermanastras de Cenicienta (que, obviamente viven también en mi interior) confabulándose en mi contra. Así nació "Curva de mujer" y acá estamos.
En uno de esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas se dispersaban, había un pescadito de tamaño menor que un dedo que se debatía, desesperado, porque se le iba acabando el elemento donde sobrevivía.
Procedí a ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua y depositarlo en el río propiamente dicho, donde ya no correría riesgo de asfixia alguna...
¡De no creer! En vez de alejarse río adentro se quedó un buen rato dando vueltas entre mis dedos, desde el momento que no saqué la mano del agua, como agradeciéndome que le hubiera salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se alejó al yo retirar mi mano de las aguas.
¡Si esa actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva de cuantos todavía se dan el lujo de ignorar la existencia de una mente animal, más valiosa que la de los políticos, economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la humanidad en el estado lamentable que le conocemos!
Viajé desde la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el Instituto de Cultura Itálica, cuya vicedirectora en aquel momento era Haydée Bencini, directora del programa "Caffé Ristretto", que se emitía por Radio Universidad y de la Revista "Dall´Italia 2000". Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás del escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que permanecí en silencio absoluto hasta que finalizó y le pude formular algunas preguntas. Todos querían hablar con él, por supuesto. Pero me había olvidado de activar el grabador, donde debía registrar su saludo para radio Universidad de La Plata. Entonces lo seguí llamando: -Maestro, maestro, mi scusa! Se da vuelta y me dice: -Un´altra volta Lei! -se ríe y me invita con un gesto a acercarme. Le expliqué que me había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo realiza muy bien predispuesto. Luego me autografía "Opera aperta", me escribe su dirección postal (porque le había comentado sobre una adaptación que había efectuado sobre "Le lenti di fra Guglielmo" para usarlo en mis clases) y me dice: - Mi scriva! voglio leggerlo! Y un 21 de enero me envió una carta con la respuesta.
Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero que vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde luego, a lo Dante, como un averno invertido. Bueno, para sintetizar, tampoco llegaron los otros talleristas y la cosa se puso heavy. Aparecieron las autoridades, el director ordenó continuar con los talleres que ahora se habían reducido solo a uno y que por la afluencia de personas se haría en la capilla abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo nunca había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron hombres de un lado, mujeres del otro y guardias hasta los dientes. En ese contexto la poesía no quería salir de su cueva ni que le pegaran palos. El taller derivó en una charla, y en una charla entre un pichi que al lado de los internos era un niño de cinco años, personas repletas de experiencias de vida dura y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el sumun de mi torpeza, porque animado por el contexto de capilla y recordando lo que decía un viejo cura, se me dio por decir "Bueno, gente, pueden ir en paz, los dejo libres". Todos se largaron a reír a carcajadas por la frase y la contestación de una de las reclusas: "Debes ser el único que nos deja libres". Las risotadas fueron como un coro de ángeles que, como una atmosfera redujo presión y hasta los más fieros guardias esbozaron una sonrisa por la ocurrencia del peor tallerista que jamás hubiera pisado el infierno.