Dando por cierto el hecho de que el 50% de nuestra felicidad esté determinada por los genes, resultará útil conocer el dato para aquellos que piensan que ellos son los únicos y absolutos responsables del montante global de su infelicidad; en realidad sólo serían responsables de la mitad de su pesadumbre. Por el contrario, es una mala noticia para los que piensan que son completas victimas de las circunstancias y de los imponderables de la vida, porque al menos evitar o cambiar el rumbo del 50% de ese devenir, si que estaría en sus manos.
Se supone que estamos por aquí, en este mundo digo, para perseguir y si es posible, encontrar la felicidad. Es el fin objetivo de cuanto hacemos y todas nuestras acciones se encaminan hacia ello, aunque los problemas surgen cuando tratamos de ponernos de acuerdo sobre la definición del concepto de felicidad.
Yo entiendo la felicidad como el grado de satisfacción con la vida que percibimos. Algo subjetivo, porque para ninguno la felicidad resulta exactamente lo mismo: algunos la cifran, por ejemplo, en la posesión de lo material y otros en el desarrollo y crecimiento espiritual, pero, en síntesis, creo que se trata de lo a gusto que nos sintamos con la vida que vivimos y lo bien que nos encontremos en nuestra propia piel.
Si tuviéramos que alcanzar un acuerdo global en torno a lo que nos hace felices, cualquier ser humano estaría suscribiría que gozar de una buena salud, de unas positivas relaciones familiares y de amistad y de un trabajo con el que ganarnos bien la vida (si además nos gusta, perfecto), son señales claras de disponer de una neta felicidad.
El dilema se plantea cuando teniendo ya asegurado ese suelo de felicidad, nos seguimos sintiendo infelices y no sabemos el porqué. Y tendemos a pensar que el incremento de nuestra riqueza o el del número de relaciones sentimentales o la adquisición de cualquier 'prodigioso' objeto, nos dará la sensación plena de felicidad que buscamos: “Que felices serían los campesinos… si supieran que son felices”.
Y por último, y como hipótesis de trabajo, en el 50% de nuestra felicidad (en el que, supuestamente, si podemos intervenir), nos cabría amar y aceptar la vida tal y como viene. También podríamos aplicarnos en la tarea de disfrutar tanto de lo pequeño como de lo grande. Profundizar en el conocimiento de nosotros mismos y aceptarnos siempre como somos, sin autocríticas destructivas. Trabajar (nadie dijo que esto fuera fácil) para sentirse querido y valorado, pero también emplearse en querer y valorar a los demás. En definitiva: tener razones para vivir y esperar y también razones para morir y descansar. Prescindiendo de la genética, ya comprobamos que es mucho lo que está a nuestro alcance.
Reflexión final: si aún te planteas que no lo eres, yo consideraría que este es un buen día para empezar a ser feliz. Dos preguntas: ¿qué te falta para serlo? y, sobre todo, ¿por qué, si lo sabes, no lo buscas ya?