Los momentos inacabados son momentos arruinados. No me refiero al misterio de lo desconocido, sino a lo que queda en tierra de nadie. Todo lo que no se concluye se queda en suspensión, flotando como una hoja de papel en el agua. Imaginas que algo tan delicado y endeble se deshará en minúsculos fragmentos húmedos y se hundirá con rapidez. Sin embargo, permanece ondeando íntegro en la capa superficial hasta que termina por desaparecer de la vista.
Nunca he conseguido retomar algo que dejase a medias desde ese mismo instante de abandono. Simplemente no sé cómo continuarlo. Soy capaz de volver a empezar, de olvidar lo aprendido y presentarme desprovista de cualquier vicio anterior, de juicios, de recuerdos a menudo borrosos. A veces, incluso de emociones que se quedaron atascadas. Pero no logro regresar al punto de inflexión y decir: ¿por dónde íbamos?
Dejo a medias, sin pudor, los libros que no me atrapan. Porque a estas alturas, no busco en sus páginas compañía ni entretenimiento. Quiero echarlos de menos, mendigar por un rato de soledad y de complicidad con ellos.
Alguna vez he vuelto a libros que cerré a saber en qué página con la intención de darles otra oportunidad. O de que me la den ellos a mí, claro. Pero jamás pretendo ahorrar en el camino. Las nuevas oportunidades parten de cero, de la página uno. Sin rencores. Muchas veces me sorprenden y me dejo sorprender sabiendo de sobra que pretendí fingir que no era para mí, que no era su momento, cuando en realidad mi cabeza estaba en otro lugar mucho menos poético mientras lo leía.
El punto medio de las cosas es desalentador. Y da vértigo. Cualquier instante desde que tu avión despega es igual de incierto. Sin embargo, es ese segundo en mitad del Atlántico, cuando miras la pantalla que muestra la ubicación en tiempo real y te das cuenta de que estás en medio de la nada. Es ahí cuando te invade la ansiedad, la soledad. No te puedes quedar parado, ya no hay vuelta atrás. Volar es la única salida.
Reside un valor incalculable en la posibilidad de empezar las cosas de nuevo. Quienes tenemos memoria de pez lo disfrutamos en toda su plenitud porque somos capaces de volver a ver una película por primera vez decenas de veces, de olvidar lo que nos hizo daño, de reparar fisuras, de coser rotos y estrenar camisa.
El punto medio es, además, frustrante. Estás en una conversación con amigos y es tu momento para contar esa anécdota fantástica. Las buenas no se cuentan con prisa. Una se detiene en los detalles y en lo estrictamente descriptivo. Todo el mundo se arma de paciencia y te escucha porque quieren llegar al final de la historia. Saben que vas a recrearte en pormenores evitables pero que es un trámite necesario para conocer el desenlace. Entonces aparece un extra que interrumpe tu discurso, o una llamada inoportuna que te obliga a parar. O peor aún, tu historia despierta el recuerdo de otra persona que interviene transversalmente contando la suya propia. Ese minuto en blanco, esa milésima de segundo en la cabeza es más que suficiente para que todo lo anterior se borre de un plumazo. Para que dejes de ser interesante. Tú y tu historieta. No puedes rescatar su atención. No puedes partir de cero. Tu única esperanza es buscar otro público.
Nunca vi el final de la serie The Office. Así que hace unas cuantas semanas decidí volver a ella. Temporada1, capítulo 1. Doscientos más por delante. Sabiendo que el camino será más largo, que regresaré a lugares donde ya estuve y que descubriré otros nuevos. Y ya estoy sufriendo pensando que en algún momento terminará. O que me detendré justo antes para evitar que termine.
Hay algo extraordinario en la oportunidad de empezar de nuevo. Nadie te asegura que no te vuelvas a atascar en el mismo punto una vez más. Pero si repites, seguro que no fue tan malo.