Aquí tenemos, en una fotografía promocional, al extraordinario elenco de Executive suite (mucho mejor conservar su título original que emplear el español, La torre de los ambiciosos), excelente drama ambientado en el mundo de la bolsa y los negocios dirigido en 1954 por el gran Robert Wise, uno de los más importantes cineastas todo-terreno de la historia del cine, y en el que además de un grupo impagable de intérpretes confluye la labor de John Houseman en la producción y del no menos grande Ernest Lehman en la confección del guión a partir de una obra de Cameron Hawley. Otro detalle llama la atención desde el minuto uno de los 99 que componen el metraje total: la ausencia de música. La película transcurre en todo momento en sonido ambiente, y sólo dos detalles sonoros invaden el reino de los ruidos cotidianos del tráfico, las conversaciones, el timbre de los teléfonos o el rugido de los motores o de la maquinaria: el primero, algunos breves apuntes de canciones de Cole Porter, otro genio, oídas en la radio, y el segundo, las campanas, el eco ensordecedor del tañido de las campanas que marcan como el latido de un corazón el pulso de la compañía Tredway, la tercera más importante del país en la fabricación de muebles, especialmente allí donde radica su núcleo vital, la torre de estilo medieval del edificio de su sede central en una ciudad de tamaño medio de Pensilvania.
La trama es apasionante, tanto como la forma que escoge Wise para introducirnos en ella. De entrada, justo después de que finalicen los créditos, accedemos a la historia por los ojos de Avery Bullard, el presidente de la Tredway, el hombre que rescató la compañía del desastre después del suicidio de su fundador y primer presidente, y que la ha dirigido durante años con mano de hierro, controlando a base de carisma y un gobierno personalista hasta el último resorte del negocio. Y ocurre así, literalmente: vemos por sus ojos porque Wise elige la cámara subjetiva para mostrarnos cómo Bullard, al que en ningún momento veremos y al que no interpreta ningún actor, sólo el objetivo de la cámara, se despide de sus colaboradores un viernes por la tarde dispuesto a iniciar el fin de semana con la convocatoria de una Junta Extraordinaria de accionistas. Observamos desde dentro cómo sale por el pasillo, coge el ascensor, se detiene en la oficina de la Western Union a poner un telegrama en el que avisa de su hora de llegada a casa, y sale a la calle para tomar un taxi. Y vemos cómo, de repente, mira al cielo, emite un quejido, y cae al suelo. Lo último que ve, es su propia mano dejando escapar el billetero con su documentación. Este es un detalle importante, puesto que, viernes por la tarde, víspera de fin de semana, nadie tiene prisa por identificar un cadáver sin documentación llevado al depósito a última hora de la semana laborable. Sin embargo, uno de los miembros de la junta, Caswell (Louis Calhern), lo ha visto todo desde la ventana de un despacho, y, creyendo reconocer al fallecido, rápidamente… decide vender acciones de la compañía en previsión de la caída. Ese movimiento, irreflexivo y torpe, le hará perder mucho dinero y condicionará su postura en la guerra que está a punto de abrirse: ¿quién ha de suceder a Bullard al frente de la Tredway? Siete personas; siete votos. Se precisa una mayoría de cuatro para salir victorioso, y los distintos miembros de la Junta van a intentar discutir, negociar, conspirar, convencer, chantajear y alguna que otra cosa más desde ese mismo instante para salirse con la suya, ya sea el mando de la empresa o conseguir lo que consideran que es mejor para su conservación. Se abre el juego y, quien más quien menos, todos se postulan para algo.
En primer lugar, tenemos a Shaw (Fredric March), el ingeniero financiero de la firma que consigue aumentar los beneficios con triquiñuelas fiscales, ahorro de impuestos y abaratando costes; él es primero que mueve sus peones: toma el mando de facto y organiza el funeral de Bullard, convoca la Junta Extraordinaria para tratar la sucesión y empieza a poner en marcha la estrategia para salir elegido. Para ello convence a Caswell con el cebo de devolverle las acciones perdidas el día anterior, y de paso chantajea a otro de los socios, Dudley (Paul Douglas), para obtener su voto a cambio de no revelar que mantiene una relación extramatrimonial con una de las secretarias de la compañía (Shelley Winters). Este punto demuestra la maestría de Lehman y Wise como narradores: la relación entre Shaw y Dudley, después de un tratamiento inicial, queda sumergida durante el resto del metraje en una sensacional elipsis. Frente a las maniobras de Shaw, parece haber una débil oposición: Walling (William Holden), es el miembro más joven de la Junta, un investigador que se dedica a innovar y a probar nuevas vías de producto y que trabaja a pie de fábrica, por lo que es totalmente inexperto en los temas de despacho; el aparente sucesor natural, Alderson (Walter Pidgeon), es demasiado mayor y está acostumbrado a trabajar en un segundo plano, es un buen complemento y un excelente ejecutor de acuerdos, pero nunca por iniciativa propia, siempre como servidor de otros; Grimm (Dean Jagger), sólo piensa en jubilarse e irse a pescar; y, por último, Julia Tredway (Barbara Stanwyck), es accionista a su pesar: sus acciones son el último vínculo con su padre, por cuyo suicidio sigue obsesionada hasta el punto de que sufre tentaciones de seguir el mismo camino, y también con su antiguo amante, Avery Bullard, al que recuerda con el resentimiento de pensar que para él la empresa era más importante que ella. Desinteresada de todo, delega en Shaw, por lo que parece que tiene ya los cuatro votos necesarios para salir presidente…
La película posee la fuerza de esas tramas conspiratorias propias de Shakespeare o de las luchas de poder de la Roma de los Césares o de los Papas, aunque trasladada a la América de los 50. Las distintas influencias y debilidades de los personajes se exponen como contrapunto a sus fortalezas y determinaciones, las razones personales pesan tanto como las empresariales y financieras, pero sobre todo son las pasiones y los sentimientos, más o menos edificantes, más o menos confesables, los que modulan el ánimo de todos. La ambición, el miedo al fracaso, la tentación del poder, el recuerdo del viejo jefe… Todos, en el fondo, egoístas, aunque para algunos hay todavía un bien común a conservar, y ese es el único interés que puede vencer el ansia de poder de unos pocos… Construida con un guión perfecto, abundante en texto aunque sin llegar al virtuosismo de un Mankiewicz, la película profundiza en los distintos perfiles psicológicos que se producen como reacción a la noticia de la muerte y a la posibilidad de encumbrarse en el poder, dejando una puerta abierta a los sentimientos (los de Holden por su antiguo jefe; los de la secretaria Nina Foch-Erica Martin, en la que se avidinan sentimientos mucho más profundos por el fallecido Bullard…: cómo mima su escritorio, cómo cuida la silla que utilizaba, cómo contiene las lágrimas en su despacho…). Pero este combate no es únicamente personal. En él se enfrentan dos modelos de negocio en lucha permanente desde los 50, en Estados Unidos y fuera de ellos: el capitalismo productivo, el negocio basado en la creación de un producto, la perfección de su calidad, la reputación basada en ella y la estructura más o menos familiar, con el cuidado al empleado y al cliente como vehículos de trabajo y señal de fábrica, o el capitalismo financiero y especulativo, ese que utiliza todos los medios de la empresa como cifras con las que jugar para maximizar el beneficio año tras año, haciendo política con la obsolescencia del producto final, abaratando costes aun a costa de la calidad, y dando más importancia a los aspectos financieros y fiscales de la empresa que a la producción de artículos de consumo de calidad.
Magníficamente interpretada (sobre todo Pidgeon y Stanwyck, cuya secuencia desesperada en el balcón resulta impactante), Wise no se limita a filmar a sus actores mecánicamente, sino que ofrece además algunos instantes de estupenda técnica. Por ejemplo, el ya citado comienzo, pero también el momento en que Caswell abandona el taxi con las hojas del periódico abandonadas en el suelo y entre los asientos (Wise coloca la cámara dentro del coche y observamos a Caswell descender de él e internarse en su club), pero también la entrada de Shaw en la sala de Juntas, cuando va a buscar directamente el sillón de presidente y se lo queda mirando anhelante y contrariado cuando lo ve en un rincón, allí donde lo ha apartado la fiel Erica… O, por último, la secuencia del debate final, en esa sala que parece sacada de un castillo o una iglesia medievales, especie de salón del trono o de sala capitular de un monasterio en la que tiene lugar la resolución final de esa lucha denonada por el poder… A pesar de los altibajos que proporcionan la historia doméstica de Holden y su esposa (June Allyson), que desequilibra un poco el conjunto, y el final, necesariamente acomodado al gusto del público, amable y un tanto bochornoso (este adjetivo va por la conversación final entre Julia Tredway y la esposa de Walling), extrañamente lejos de la altura que tiene el resto del metraje, se trata de una fantástica película con la que pasar algo más de hora y media observando el catálogo de bondades y miserias que azotan al ser humano cuando flotan ante él los seductores atractivos del dinero y del poder. Con todo, y a pesar de ese final un tanto complaciente, la película no queda definitivamente cerrada: con las puertas del ascensor se abre, sin embargo, un interrogante: ¿Es posible que el corazón dirija a la cabeza en los negocios, o a caso Shaw, además de encarnar la ambición, tiene también la razón?