Ambos me respondieron a la entrada
del otro día y esta es mi re-respuesta.
(Le he puesto tres títulos nada menos. No me decidía. Me lo tenéis que permitir porque hoy es mi cumpleaños. Cumplo cincuenta y siete y espero que me queden al menos otros tantos).
No se puede estar mustio mucho tiempo. La vida tiene altibajos, cambios de humor, y a veces sale el sol.
(¿A veces? Te vas a hartar tú de sol. Ya me contarás la chicharrera de junio, julio y agosto en ese horno en el que vives).
Uno es consciente de su edad, de sus frustraciones, de su grisura anímica, pero a la vez uno sabe (menos mal) que con él no se acaba el mundo, que viene gente detrás, que la vida sigue y que los jovenzuelos tienen todos los deseos y todos los sueños que uno ha malbaratado y arrojado a la basura demasiado pronto.
Los jóvenes vienen apretando pero bien, como ha sido siempre. Te dicen -con mayor o menor educación o simpatía- que si no tienes ganas de sumarte a la fiesta te apartes, pero que no des más la murga.
Los chavalines vienen cantando una canción que ya era vieja décadas antes de que tú nacieras, pero que ellos vuelven a hacer nueva. Y joven. Y alegre. Y llena de esperanza. Cuando sonríes el mundo entero sonríe contigo. No me digan que no es para comerse a esta niña -Elsa Armengou-. (Aunque yo, por comérmelos, me los comería a todos).
Sale el sol y se hace la música, y la gente baila en la calle, y yo miro este vídeo y sonrío como si fuera el protagonista de la canción (when you're smiling / when you're smiling / the whole world smiles with you), pero también se me nublan un poco los ojos y, según me pille, soy capaz de echar una lagrimita porque esa niña no puede ser más adorable, tan seriecita, tan consciente de su papel, tan responsable, tan buena cantante y trompetista, y ese saxofonista... ¡ay, Dios!
Ya hablé de esta canción y no quiero insistir. O sí, pero diciendo otras cosas.
El otro día le mostré este vídeo a un amigo mío y le dije lo que acabo de escribir: "¿Esta niña no es para comérsela?" Y me contestó que si tuviera que comérsela le echaría sal, porque es bien sosa. Naturalmente, me enfadé con él. ¿Cómo es que no ve que esta niña tiene esa valentía infantil de enfrentarse con seriedad y responsabilidad a una misión que parece sobrepasarla, que sobrepasaría a cualquiera, y se concentra en ella, y la cumple, y vence todas las dificultades porque sabe (como todos los niños) que nada puede salir mal?
¿Sosa? No. Seria. Responsable. Concienzuda. Aplicada. Me encantan los niños serios, responsables, concienzudos y aplicados. Y redichos.
Porque, sí, se ve que Elsa es además redicha. Tiene que serlo. Se aprecian los ensayos, el aprendizaje exacto de la letra y de la música, las dos veces que dice ha-ppy again exactamente igual, tal como le han enseñado, parándose un instante entre ha y ppy para desequilibrar la frase, para marcar la síncopa. Me la imagino como al niño pelirrojo del Viaje a la Alcarria: "¿Me permite usted que le acompañe unos hectómetros?" Me encanta.
Cuando en 0:34 (solo treinta y cuatro segundos) Elsa ha cantado ya las estrofas que forman el sencillísimo cuerpo de la canción (ya la ha cantado entera, ahora se puede repetir hasta la eternidad, pero ya está expuesto y resuelto el tema) su compañera Andrea Motis hace -como siempre- un estupendo solo de trompeta (desde 0:35 hasta 1:13). El dominio es absoluto. Si os fijáis, respeta el tema completamente (probad a cantar la canción durante ese solo y veréis cómo encaja), pero al mismo tiempo juguetea, disuelve, desconstruye, varía, deambula... Puro solo de jazz hecho con la potencia y la seguridad de un músico joven. Andrea Motis es una de las músicas jóvenes más pasmosas del panorama. No me pongo a describir lo que siento segundo a segundo. Solo os pido que escuchéis de nuevo ese solo (0:35-1:13) y os fijéis en cada matiz y cada cambio, y apreciéis la maestría juvenil.
Hemos pasado de la ternura y la nitidez perfecta y disciplinada de la infancia a la fuerza -incluso desafiante- de la juventud. La juventud se abre camino siempre.
Pero, ay, amigos: ahora le toca al veterano. Ahora hace su solo, inmediatamente al brillantísimo de Andrea Motis, el saxofonista Scott Hamilton y, uf, eso es otra historia. La edad.
No sé suficiente música para explicar el efecto, pero me gustaría que os fijarais en esto, a ver si sentís algo similar a lo que siento yo.
Me refiero a que el solo de Hamilton empieza en 1:13, juguetea con una progresión de notas en la armonía, sin arriesgar nada (a estas alturas uno ya está más que seguro de su oficio), pero ese juego inocente que se desarrola en 1:13, 1:14, 1:15... y que parece que puede cerrar la frase con brillantez y rotundidad hace un matiz delicioso y triste, y desequilibrante en 1:19-1:20. Por favor, volved a escucharlo. ¿O es cosa mía? ¿No os parece que lo que parecía un inicio solvente y sólido de un solo que podría haber sido apabullante -y sin necesidad de arriesgar nada ni de comprometerse a nada- se repliega inesperadamente en la nostalgia? ¿Qué hace Hamilton en 1:19-1:20? Ya digo que no sé explicarlo. En vez de rematar esa frase en un modo mayor y rotundo, de progresar decidida y confiadamente hacia la siguiente, se mece en un modo menor, débil, nostálgico. ¿Lo notáis o soy yo que ya veo lo que no hay?
Lo he escuchado un montón de veces, y ahora lo estoy escuchando otro montón para intentar describirlo, y siento que para tocar así, para hacer ese final débil de frase en 1:19-1:20 hay que tener una edad y una buena colección de decepciones, y lo siento así ahora mismo, que cumplo cincuenta y siete años, y por eso mismo me emociona tanto la niña, casi hasta las lágrimas, y la joven poderosa, y este músico maduro, que no está en su casa, que no forma parte de la Sant Andreu, sino que viene como artista invitado, como músico de avión y de hotel, como apátrida que no tiene nada en el mundo más que su saxofón y sus nostalgias.
Y cuando él termina empieza Ignasi Terraza, el pianista; otro músico maduro, otro profesional. En 1:50 empieza a digitear notas, a echarlas a volar, a enredar dedos. Qué decir. Otro maestro de su oficio.
Al pianista, al menos en este solo, le veo más como músico de saloon del oeste, picoteando las notas y dejándoselas en suerte a Elsa para que vuelva a cantar. Me gusta cómo la mira sin mirarla (1) en 2:27-2:28, como diciendo: "Hala, niña; ahí lo tienes".
Lección de jazz y de vida.
Elsa vuelve a cantar las estrofas y entonces Chamorro, el director, le señala el micrófono por el que tiene que trompetear el solo. Elsa toca la trompeta estupendamente bien, pero todavía se aferra a la melodía, permitiéndose muy pocas licencias y tocando respetuosamente pero muy segura. Mientras lo hace, Andrea (discretamente) y Scott (aún más discretamente) la acompañan picoteando sobre la melodía, rompiéndola, y a la vez haciéndole un colchón. Es un acompañamiento ágil, juguetón, mucho más complejo y profundo que la propia melodía, tan sencilla, pero mucho más discreto y mucho menos lucido.
Qué fantástico es el sentimiento de equipo de una banda. Nadie hace nada de poca importancia. Puedes no tener ningún solo, pero el discreto acompañamiento que haces sirve para que el conjunto brille y luzca. Todos son importantes y se siente esa compenetración y ese compañerismo.
Scott e Ignasi no dan el perfil juvenil de miembros de la Sant Andreu Jazz Band, sino que son "artistas invitados", maestros que han tenido la deferencia de echar una mano. Y qué mano. Pues benditos sean. Cuando el otro día decía que me sentía mayor y que no podía disfrutar de las fiestas y las alegrías de los jóvenes, sino, a lo sumo, asistir como "artista invitado" no me estaba dando cuenta de esto. Esto es una bendición, que los jóvenes te inviten a su fiesta, aunque luego, tras el concierto, en la comida de hermandad, se busquen entre sí y tú te quedes en una esquina de la mesa. Es lo suyo. El otro día pensaba en esa sensación de no pertenencia, de marginación, y también de final. Más valdría pensar en la alegría de ser admitido, en la lucidez de la experiencia, que acaso sirva para ayudar a los chavales a... a algo. A lo que sea.
Eso lo he vivido: Los músicos jóvenes llenando el comedor con sus bromas, con sus tonterías (lanzarse bolitas de miga de pan, por ejemplo), y los mayores con el director, en un extremo o en una mesa aparte, atendiendo a otros intereses, hablando de otras cosas, pero participando de alguna manera de la alegría juvenil.
Sale el sol y la gente se echa a la calle, y se encuentra a una banda tocando, y se pone a bailar. ¿No es una maravilla?
Hoy cumplo cincuenta y siete años. Ojalá supiera tocar el saxo lo suficientemente bien como para que unos chavales me pidieran que les acompañase en un concierto en la plaza del pueblo. Ojalá fuera lo suficientemente joven de espíritu como para que de nuestra mutua compañía, a pesar de las evidentes diferencias y del inevitable saco de batallas perdidas (y, aún peor, ganadas), surgiera algún acorde, aunque fuera en modo menor, triste, nostálgico, tan emocionadamente melancólico.
(1).- He escrito eso sin saber que Terraza es ciego desde que tenía 9 años. ¿Qué extraña mirada he visto yo?