Acuarelas septembrinas

Por José Garrido Herráez
   Estas son las acuarelas de este mes de septiembre. Poco salimos y hay que recurrir a pintar a partir de fotografías, casi todas propias, aunque algunas hay ajenas. Los temas son los de siempre, con algunas incursiones urbanas y arquitectónicas menos frecuentes que los árboles y los paisajes. La intención siempre es ir avanzando en síntesis, cosa difícil, mucho más que el detalle y la precisión.    Siempre hay cosas demás. No puede uno pretender recoger en una acuarela todo lo que hay, lo que se ve en la realidad. No se trata de eso. Si lo que queremos es transmitir una sensación, evocar u lugar o una pequeña parte de él, sugerir más que describir con detalle, hay que eliminar muchos elementos. Ni es necesario pintar todas las casas ni todos los árboles. Menos todas las ventanas, todas las ramas y no olvidar ninguna hoja. Lo que conseguiríamos así sería más abrumar y distraer que agradar y sugerir. El espectador tiene que poder aportar algo, no se le deben explicar los chistes. Y si con lo pintado es suficiente, todo lo demás no sólo sobra, sino que estorba.   Decirlo es más fácil que hacerlo y renunciar al detalle, solucionar todo con manchas de color y menos dibujo y precisión, es un trabajo arduo que requiere más tiempo para pensar que para pintar. Uno a veces se siente satisfecho por hacer hoy cosas que antes no podíamos ni intentar. Algo hemos mejorado, avance consistente en una mayor capacidad para simplificar, para eliminar, para interpretar, que copiar es más fácil y no hay que confundir belleza o arte con paciencia. El caso es que uno se atreve a pintar escenas, paisajes y temas que antes no era capaz ni siquiera de intentar. Seguramente de paso hemos aprendido a que nuestra composición es una selección, un recorte de un trozo de la realidad, no necesariamente todo lo que hay, todo lo que vemos. Justo al contrario, un solo árbol y la sugerencia del paisaje que le rodea puede resultar más revelador y descriptivo que el paraje completo, a veces inmenso, metido en el papel con calzador, donde se asfixia, donde la vista se pierde y se dispersa entre tantos elementos no sabiendo qué es importante, dónde fijar la atención, qué camino seguir en el cuadro.
   Tal vez una de las claves para mí es que, como en todas estas acuarelas, hace tiempo que he renunciado a hacer un dibujo previo. Se pintan directamente con el pincel. Se gana en frescura y en espontaneidad lo que se pierde en precisión. Inevitablemente hay fallos de perspectiva, de tamaños, la composición a veces se resiente, hay ciertas incoherencias. Es el precio a pagar para si buscamos soltura y sugerencia. Que no siempre conseguimos, por cierto.
    El color, que antes era uno de los principales problemas, se va controlando. No es que lo dominemos, pero cada vez más nos acercamos a lo que queremos hacer, tras años de estudiar los pigmentos y sus mezclas. Seguramente si me hubiera limitado a una docena de colores la cosa hubiera sido más fácil, pero para mí se perdería uno de los principales encantos de esto, conocer los materiales y explorar las posibilidades de nuevos pigmentos y combinaciones.
   La luz siempre es esencial en la pintura, especialmente en la acuarela. Decía Charles Reid que en una acuarela siempre debía quedar alguna zona en blanco, la luz del papel sin pintar. Estudiando con atención las acuarelas de Laurentino Martí también se ve la importancia de esos blancos, que tienen sus peligros, pero que aportan la luz y el contraste que pueden hacer de una acuarela algo mejor. 
   Estas acuarelas están hechas con papeles, pinceles y pigmentos diferentes. Hay Garzapapel, Fabriano de grano grueso o fino y Arches de varias texturas. Pigmentos principalmente de Daniel Smith, aunque algunas se han pintado totalmente con Kremer, Rembrandt o White Nights. Salvo algunos colores que un ojo experto podría reconocer, al final uno ve que no hay demasiadas diferencias, que las mezclas, el color final, sale más de la cabeza que de la paleta. Desde luego, pueden ser decisivos, siempre hay que procurar utilizar lo mejor de lo que uno pueda disponer. Pero, después de tantas y tantas probaturas, uno concluye que lo que ha sido decisivo en esos intentos es conocer el color en general, la infinita gama que con pocos pigmentos se puede obtener. El peligro de disponer de tantos colores es la tentación de utilizar demasiados a la vez. Llegar a buscar un pigmento concreto que reproduzca el tono de lo que queremos pintar, en lugar de intentar llegar a él, lo más aproximadamente posible, a base de mezclar los pocos pigmentos con que decidimos pintar esa acuarela concreta. Más de seis o siete ya es excesivo, y casi siempre es suficiente con menos.
   Porque otra cosa que he aprendido es lo absurdo y contraproducente que resultaría intentar reproducir en el papel los colores que vemos en la realidad. Aquí aún hay que sintetizar más, unificar, entonar, armonizar. Y dejar a un lado, a menos que busquemos lo contrario, de qué color son las cosas. Casi siempre son más importantes los valores que los colores. Con una buena valoración tonal, los colores son algo secundario. El cielo es exactamente del color que nos parezca bien, como los troncos, las sombras o las paredes de las casas. El caso es que resulte armonioso, no hace falta que sea real, ni siquiera creíble. Las nubes son grises, o moradas, según nos convenga. Y la sombra sobre la hierba será un verde más oscuro, mezclado con azul, un azul violáceo o un gris azulado. Un color que, jugando con los complementarios, vaya bien al conjunto y, fundamental, que se haya obtenido con los colores que hemos utilizado para pintar lo demás. Nunca introducir un nuevo color para las sombras o para ningún otro elemento concreto.