Nación salvaje (2018) de Sam Levison explora con crudeza los cortocircuitos que el uso, el abuso y la distorsión que vuelcan sin control los adolescentes en las redes sociales provoca en el mundo adulto, un magma letal que pudre todo lo que toca. El correlato implícito de esta idea --del filme en conjunto, de todo el género-- es que los padres y los profesores estamos acabados, no entendemos a las generaciones que suben detrás y hacemos lo imposible para impedir que se desmadren, pero también para evitar que nos desborden y cuestionen nuestros valores. El problema es que las adolescentes nos ponen como motos y provoca que nuestros planes se vayan a la mierda. En este sentido, Nación salvaje es una película acelerada, que yuxtapone escándalos sin apreciar consecuencias o implicaciones para el desarrollo del argumento: revelaciones ilícitas, situaciones contundentes, chicas comentando los acontecimientos desde esa perspectiva distorsionada que algunos podrían confundir con revolucionaria. La película apenas aporta un matiz intelectual (un paralelismo que es difícil que pase desapercibido), pero, paradójicamente, es el elemento que delimita el marco mental desde el que lo analizará y juzgará el espectador: la historia se sitúa en la ciudad de Salem, famosa por la quema de brujas que tuvo lugar en 1692 y aún más por la obra de teatro que Arthur Miller estrenó en 1953. Queda claro el paralelismo que intenta Levinson pero, visto el desarrollo del último tercio de película, resulta que la cosa va más bien de apocalipsis adolescente en plan subversión violenta (adolescentes contra adultos, chicas que se toman la revancha contra los chicos), la impugnación de una generación supuestamente no corrompida por una educación carca que trata de arrebatarles su poder, someterlas y relegarlas al lugar que la sociedad patriarcal reserva a chicas como ellas. A mí, en cambio, me parece la historia de unas adolescentes de buen ver cuyo único delito es despertar pasiones no buscadas ni deseadas a las que de pronto se les va la olla y acaban proporcionando al pueblo un bonito espectáculo de violencia que la mayoría interpreta como toque de atención, denuncia, rebelión, qué sé yo... cuando en realidad no es más que un puro espectáculo de raíz fetichista.
Con todo, Nación salvaje deja caer algunos detalles interesantes: la envidiable capacidad para la autocrítica del cine estadounidense; un plano casi clavado y con idéntico significado de claro homenaje a Thirteen; el odio que esas mismas chicas despiertan en quienes las adoran... Cuando los hombres comprenden que están fuera de su alcance (por edad, posición, propósitos) surge entonces un furibundo deseo de venganza, de provocarles un auténtico linchamiento social (a estos adultos incompletos les mueve la misma lógica básica y exagerada que a las adolescentes a las que tratan de injuriar). Y poco más: el resto lo llena ese orgullo de pertenencia a un cliché que apenas ha variado en el desarrollo del este género, da igual que sea dirigido por hombres o por mujeres. Mismos conflictos, casi las mismas reacciones, sensualidad y sexualidad omnipresentes y en cuidadoso segundo plano, ausencia de arrepentimiento por combatir en el mismo territorio --y con las mismas armas-- que los hombres en este mundo lamentable de miradas masculinas. La película es una enorme excusa en forma de denuncia para recrearse en la sexualidad adolescente.
En corto y claro: un final estrogénico que se recrea en la venganza armada de unas adolescentes vejadas (exactamente lo que no pudieron hacer las brujas quemadas en el siglo XVII); la fascinación sensual de ver a adolescentes sexys empuñando un arma, humillando a los chicos/adultos de la misma manera que ellos a ellas... Una pura y simple vendetta que invierte las relaciones de poder y de sexo sin aportar algo de cordura a una situación que las redes sociales han convertido en enfermiza y preocupante. Padres, profesores, adolescentes: nadie sabe salir del lío en el que todos juntos nos hemos metido.