Me cuesta adaptarme a los horarios, a los gritos, a los cambios, a las risas de la gente. Soy un chico difícil, de los que llaman raros. Me resulta complicado adaptarme a la sociedad, supongo que es el carácter. Lo que no consigo aclarar es si la enfermedad ha moldeado mi carácter o por el contrario ha sido el carácter el que ha tenido que ver con mi enfermedad.
Aquel día el sol daba con fuerza, el instituto abría sus puertas a un nuevo curso escolar, volvía con desgana a mis estudios. Esperaba en el aula la llegada del tutor, recuerdo que repasaba algunas viñetas del libro del profesor Sampedro cuando entró en el aula Jordi. Mi primera impresión fue de seguridad, decisión y pasión por su profesión. Algo me decía que aquel profesor iba a influenciar mi vida.
La primera tarde que quedé con Jordi fue a primeros de diciembre. Recuerdo que después de una clase de Economía me preguntó si me gustaría tomarme un café y comentar algunas cuestiones sobre el tema de economías colaborativas que habíamos estado debatiendo en clase. Aquella tarde fue la primera vez que hablé abiertamente sobre mi enfermedad, sobre mis temores alrededor del Crohn, sobre cómo la enfermedad había moldeado mi carácter, sobre cómo eran mis brotes. Recuerdo que Jordi me miraba a los ojos y mostraba un interés absoluto. Él estuvo contándome sus experiencias como cooperante en diferentes campos de refugiados por toda Europa y porqué había dejado hacía unos meses el tema de la cooperación. Aquella primera tarde con Jordi la recordaré toda mi vida, fue el principio de todo.
El primer día después de las vacaciones de Navidad Jordi no se presentó en clase. Pregunté en la sala de profesores y me dijeron que había llamado diciendo que no se encontraba bien. Fueron tres días larguísimos para mí. Sabía dónde vivía y su número de teléfono pero no me atreví a nada. Al cuarto día se presentó en clase, sus ojos enrojecidos e hinchados fueron el motivo de mi alarma. Sentí un golpe de pecho y supe enseguida que mi profesor ocultaba algo.
Todo volvió a la normalidad. Las tertulias, las risas, las preocupaciones mutuas, mis problemas con el bicho. Jordi era la única persona que me transmitía sosiego, las clases y las tardes con Jordi me daban verdaderos momentos de tranquilidad. Era lo que mi enfermedad necesitaba, tranquilidad. Algunos días se empeñaba en hablar de mi rendimiento escolar. Insistía en que mi rendimiento no era el adecuado, pero yo sabía que para él mis notas eran un asunto totalmente secundario. Para él la educación era algo mucho más grande que los resultados.
A mediados de marzo empecé a notar a Jordi cansado, su cara tenía un color pálido y su mirada muchas veces era ausente. Tenía la sensación que el mundo empezaba a pesarle. En nuestros cafés de tarde se quedaba en blanco y nuestros debates empezaban a agotarle.
Llegaron las vacaciones de Semana Santa y Jordi volvió a desaparecer durante varios días. En esta ocasión me atreví a llamarle pero no respondía a mis llamadas. Fui a su casa, tampoco estaba. Sabía que muchas veces buscaba la soledad en las montañas de los alrededores, recorrí todas las sendas que me enseñó. Eran las ocho de la tarde cuando vi una forma humana en un barranco que se formaba en la senda principal que llevaba al castillo de la ciudad. Allí estaba, totalmente acurrucado en el suelo, en posición casi fetal. Me acerqué con miedo. Sucio, frío, con los ojos en blanco, una espuma blanca que le salía de la boca y la goma que le colgaba del brazo. Tirado en el suelo, se había convertido en un ser débil, frágil. Me di cuenta inmediatamente de la gravedad de la situación, empecé a golpearle la cara y gritar su nombre hasta que reaccionó ligeramente y pudo pronunciar la palabra que cambiaría mi vida, “ayúdame”.
Después de dos días en el hospital le acompañé a su casa y allí tuvo la valentía de contarme sus problemas con la heroína. Me dijo, llorando como un niño, que la vida se le iba de las manos. Me contó que la muerte de su hija de cinco años y la posterior separación de su mujer le habían llevado a refugiarse en las drogas. Tenía periodos mejores y peores, pero últimamente se había metido en un círculo de dependencia total de la heroína del que era incapaz salir solo.
Si la enfermedad de Crohn había controlado mi vida durante quince años, la realidad de Jordi me abrió la puerta a una nueva vida. Mi vida ahora tenía como único objetivo salvar a mi profesor. Mis brotes serían secundarios y mi lucha ya no era contra mi enfermedad sino contra la de él.
Todo parecía bajo control. Su aspecto físico mejoró muchísimo. Me convertí en su puntal vital. Llegó el verano y programamos un viaje a los Pirineos. Nos habíamos propuesto subir el Aneto. Fueron cuatro días de verdaderas experiencias por la montaña. El segundo día de viaje conseguimos coronar el Aneto. Esos días nunca los olvidaré, al lado de Jordi me sentía fuerte, me sentía útil, empezaba con diecisiete años a ser feliz.
Empezó el curso siguiente y creía tener controlada la salud y la vida de Jordi. Pero su vida transcurría por una vía paralela. Su adicción era más fuerte que nuestro vínculo. Nunca fui consciente de cuál era su realidad, creí ser demasiado fuerte. Ahora me doy cuenta que nunca estuve tan cerca de él.
Fue un viernes de noviembre. Llegué al instituto y me senté, como siempre, en la última fila. Entró el profesor de guardia y nos dijo que Jordi no había venido. Salté de mi asiento y salí corriendo. Entré en su habitación. Aquel grito de rabia no lo olvidaré jamás, aquellos segundos y aquella imagen no se borraran de mi mente. En el suelo, ojos en blanco, supe enseguida que le había perdido.
Nicolás Climent Martí