Encima del lavadero aún cuelgan algún que otro melón esperando pacientemente madurar, a su lado una ristra de ajos, un manojo de cebollas y una buena rama de olorosa manzanilla que deja caer sus hojas sobre la orza de aceitunas “partías” y el saco de “papas” fuera del alcance de los rayos de la luna para que no las ponga verdes.
Junto a la pila, en el poyete la ropa blanca expande el olor a lejía por el pequeño lavadero; entre sus manos las sábanas se hinchan, mientras cae el agua con fuerza desde el frigo y siento como un gran ruido de manantial, cuando de pronto se oye el chapoteo del aire sobre la tela mojada.
Hace saltar el agua de la pila a la ropa con el hueco de su mano, su vientre humedecido de tanto restregarse por la dura piedra encorvada sobre ella, frota las telas con jabón verde ¿se llamaba Lagarto?; su negro pelo adornado con el destello de algunos grises cabellos le cuelgan sobre su cabeza y sus rojas mejillas dibujan aquella preciosa sonrisa que iluminaba su precioso rostro.
Sus manos van y vienen, se inflaman, los dedos chatos se mueven agarrando y restregando sus dedos sobre la blanca piedra de la pila, sus suaves nudillos, endurecidos por el vaivén y enrojecidos por el frio no evitan el roce de sus uñas, duras como huesos, eternas como conchas de la mar.
Aquellas manos enrojecidas por el agua, por el frio, por el esfuerzo de lavar la ropa al ser de día, eran las mismas manos llenas de calor y cariño, llenas de ternura y de amor de madre….
El ruido del agua correr, los trapos burbujear, frotar en la pila me hace viajar una vez más, retrocedo en el tiempo, recordando aquellos momentos que creía perdidos en el fondo de mi memoria.
Rememoro a mi añorada madre cada día de mi vida…pero en ésta ocasión, no dejo de ver en mis manos: sus dulces manos mientras voy desgranando ajos.
Y a mis recuerdos se asoman también las manos de mi padre, ajadas por su trabajo en el campo en su más tierna juventud y sus palmas encallecidas por el volante de aquel autobús que durante décadas, cada día conducía durante horas y horas.
Rudas manos que con delicadeza y mimo trenzaba los ajos, haciendo ristras que colgaban en el lavadero de mi casa, como si de largos cabellos se tratara.
Existen numerosas leyendas alrededor del ajo que lo presentan como un elemento de protección. Me digo que no creo en ello, pero en el fondo, por si acaso siempre hay ajos en mi cocina, incluso éste óleo sobre lienzo pintado años ha por mi suegro Pedro Cantalejo.
Probablemente ése matiz mágico llegó en la Edad Media, donde combatían con ajos a las brujas, vampiros y malos espíritus.
El ajo, Allium Sativum, que conocemos todos, viene de la familia de las liliáceas, misma familia a la que pertenecen otros vegetales como las cebollas y los puerros. La planta del ajo se caracteriza porque apenas tiene flores, no tiene tallo y por tanto sus hojas nacen del bulbo o cabeza subterránea. La cabeza se conforma por una envoltura blanca que contiene 8-12 bulbos conocidos como los dientes del ajo.
Nos llegó a la peninsula ibérica procedente de Egipto, que por cierto lo utilizaban como remedio eficaz para el dolor de cabeza y vigorizar el corazón, por lo que hay constancia de que los obreros del antiguo egipcio eran alimentados con ajos e inclusive, lo usaron como antiséptico en sus momificaciones.
De hecho existen estudios demostrando que hace más de 3.000 años los sumerios ya lo utilizaban como antiséptico y como remedio contra los parásitos, al igual que los griegos lo comían para evitar el tifus y el cólera, aunque allí, en Grecia, al ajo le atribuyeron poderes mágicos, contaban de hecho que Homero rescató a Ulises gracias a los poderes de tan especial planta.
El bulbo (cabeza) blanco, redondo y dividido en dientes (partes) de esta planta de la familia de las liliáceas, El origen del ajo se remonta a varios siglos atrás en la Asia Central. La especie que conocemos hoy en día (Allium Sativum) procede de una variedad de esta zona, el Allium Longicuspic, que dio lugar al que hoy conocemos como el ajo común. Éste se extendió rápidamente por la India y por el mar mediterráneo hasta llegar a Grecia donde se utilizaba para prevenir multitud de enfermedades.
Los primeros indicios que se tienen de la utilización del ajo con fines medicinales se remontan al Antiguo Egipto. Sus capacidades curativas le otorgaban poderes mágicos, pues se dice que los faraones daban ajos a sus esclavos para que estuvieran sanos y fuertes y según los papiros se cree que este alimento llegó a considerarse como un icono sagrado, tanto que, cuando hacían juramentos invocaban al ajo como una divinidad y se han llegado a encontrar cabezas de ajos verdaderas en tumbas para, según se cree, mantener alejados a los espíritus malignos.
El ajo para los egipcios representaba el mundo: las capas exteriores simbolizan los estados del cielo y el infierno y los dientes el sistema solar; comerlos simbolizaba la unión del hombre con el universo.
En Grecia se consumía para evitar el tifus y la cólera. Antiguamente los atletas griegos solían masticar dientes de ajo antes de competir en los juegos olímpicos.
En la época del Imperio Romano el ajo comenzó a formar parte de la dieta cotidiana. Pues descubrieron su alto poder antiséptico y energético por lo que lo utilizaban para las tropas de asalto. De hecho soldados griegos y romanos solían referirse a él como “rosa maloliente”. Fue en la época romana cuando se empezó a cultivar y a extender por Europa hasta formar parte de la dieta cotidiana.
Su uso continuó durante el Imperio Bizantino y la Edad Media, en la que se seguía utilizando para tratar úlceras, dolores y neutralizar venenos. De hecho, en el siglo VII la Escuela de Salermo lo incluyó como medicamento respetado.
En Gran Bretaña el ajo fue introducido por los romanos donde se empezó a cultivar en 1540 y se le conocía como “la medicina del pobre”.
En España, donde hoy en día es uno de los alimentos principales en nuestra dieta, hace unos siglos era un alimento a evitar. Isabel La Católica prohibió que lo sirvieran en la Corte. En el siglo XIV el rey Alfonso de Castilla no podía soportar su olor y ordenó que ningún caballero se le acercara en un mes a la corte si consumía ajo.
Volviendo a nuestros ancestros más lejanos, fueron los romanos quienes propagaron su comercio por el mar Mediterráneo convirtiendo al ajo en un ingrediente básico para condimentar los alimentos, siendo indispensable en muchísimas recetas malagueñas.
¿Lo han probado confitado en aceite de oliva virgen extra?
¿CÓMO LO HICE?
INGREDIENTES:
En ésta ocasión, por ser la primera vez que lo realizaba, sólo usé una cabeza grande de ajos pero lógicamente las cantidades irán acordes a las que quieran usar.
Ajos, aceite de oliva virgen extra, romero, tomillo y sal.
LOS PASOS A SEGUIR:
Pelar los ajos y ponerlos en una cacerola, añadir el aceite de oliva virgen extra de forma que queden totalmente cubiertos. Incorporar el tomillo y el romero (pueden añadir orégano, laurel y algunos granos de pimienta negra). Salar al gusto.
Ponerlo a cocinar a fuego medio. Cuando comienza a “hervir” el aceite, bajar a temperatura baja, de forma que no suba el calor demasiado y dejarlo hacer aproximadamente una media hora, hasta comprobar que han tomado un color dorado, que están tiernos pinchando con un tenedor y no se deshagan.
Pueden guardarlo en el frigorífico cerrado que durará meses.
Importante: el aceite de oliva virgen extra sobrante se puede usar para cualquier guiso, ensalada, etc