Alarcos: la batalla

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

(Fragmento de mi novela "La Cruz y la Media Luna", en boca de dos narradores -musulmán y cristiano- para enfocar la batalla desde ambos puntos de vista; cada uno se expresa con diferente tipo de letra -en cursiva, el musulmán-. Es recomendable leer antes mi artículo anterior: "Alarcos: Escenario antes de la Batalla").

Aquel 18 de julio de 1195, el rey Alfonso VIII de Castilla pecó de impaciencia.

Al advertir los primeros movimientos del ejército almohade en las cercanías de Alarcos y saber que el rey de León no llegaría a tiempo porque había acampado aquella noche en Talavera y que al de Navarra ni se le esperaba, determinó no aguardar a nadie y plantar cara al Emir musulmán.

Ordenó la formación de sus tropas en la ladera del cerro de Alarcos, extramuros, y por toda la llanura hasta el Cerro de la Cabeza, donde las mantuvo expuestas bajo un sol de justicia dentro de sus cotas, sus almetes, sus corazas y yelmos, invitando a los musulmanes a entrar en batalla, hasta que el día comenzó a declinar. Sin embargo, los sarracenos los dejaron cocerse dentro de sus metálicas protecciones sin moverse de su lugar. Cuando don Alfonso vio que su ejército estaba desfallecido y que Al-Mansur no aceptaba la batalla campal ese día, ordenó el repliegue al campamento y tras las murallas. Su impaciencia había causado un desgaste innecesario en su ejército que podía ser determinante en el desarrollo de la contienda.

La sorpresa fue desconcertante cuando, al clarear el siguiente día, 19 de julio, descubrieron al ejército musulmán, desplegado en perfecto orden de batalla, ocupando el mismo escenario en que ellos formaron el día anterior. El desconcierto cundió en el castillo y en el campamento cristiano.

Había avanzado el ejército de los muslimes en orden acompasado antes de alzarse el sol del miércoles, 9 de Šabân (19 de julio); ordenó el visir Abu Yahyâ sus haces en batalla y dio las banderas a los caudillos de las tribus y la bandera verde a los voluntarios. Salió bien el forzar la retirada de las huestes de la Cruz el día anterior, porque así quedaba para ellos el cerro de la Cabeza, y tras él podía permanecer oculto el Emir con parte del ejército almohade, los xeques y esclavos negros, y, protegidos al abrigo de las arboledas que lo circundaban, se ocultaría buena parte del resto del ejército, estando sólo a la vista la vanguardia, formada por los voluntarios, los Guzz y el enjambre de arqueros, y parte de las alas derecha e izquierda. El flanco derecho se nutría de los caballeros andaluces, a cuyo mando estaban un hermano del Gran Visir y ben Senadid, el más experimentado y prudente de todos los andalusíes; el flanco izquierdo estaba integrado por las tribus Zenetas, Masamudas, tribus Alárabes y otras cabilas de al-Magreb. En el centro y tras la vanguardia situose Abu Yahyâ dirigiendo a las tribus Hintata, a las que pertenecía. El Gran Visir portaba el estandarte real, según el consejo de ben Senadid, para hacer creer al infiel que Al-Mansur iba en el centro y a la vista[1]. Así, con parte de los muslimes ocultos, pudiera parecer que los dos ejércitos se asemejaban, pero en realidad el ejército musulmán doblaba al cristiano.

Entre tanto, los enemigos pusieron en movimiento un escuadrón de sus huestes de siete u ocho mil caballos vestidos de hierro, y sus jinetes, protegidos por escamadas lorigas y fuertes morriones, acometieron esforzados con gran crujir de armas y embistieron con todo el arrojo y pujanza de que eran capaces, como sedientos de sangre, contra el ejército de los fieles de Alá.

Entonces, y cuando la carga de la caballería enemiga, desatentada, venía a medio camino, los arqueros agarenos, rodilla en tierra, lanzaron al aire una densa nube de flechas que ocultó el sol a su paso, y estas, avanzando en paralelo unas de otras, cayeron sobre el ejército infiel causando gran mortandad. Y repitieron los lanzamientos hasta tanto que ambas fuerzas no se enzarzaron. En esto que los jinetes cristianos alcanzaron al fin las primeras filas musulmanas y chocaron contra ellas con gran estrépito de metales, espetando a sus caballos contra las puntas de las lanzas sarracenas, que aguantaron el envite con fortaleza.

Eran estos primeros jinetes los caballeros de las Ordenes Militares, siempre en cabeza, siempre esforzados, sobre todo los de Calatrava y Santiago, con harta mayor representación que los de cualesquiera otras. Seguíales de cerca don Diego López de Haro con la caballería pesada. A continuación, los peones y, tras ellos, los prelados y nobles con sus mesnadas. Cerrando, el resto del ejército de Castilla con don Alfonso VIII al mando y sus nobles caballeros.

Cuando se produjo este primer choque, feroz pero ineficaz, ya habían caído muchos cristianos bajo el aguijón de las azagayas[2] y, como ellos, bastantes cabalgaduras. Se replegaron los cristianos para reorganizarse y repetir la embestida, momento que aprovechó la caballería árabe para avanzar según su clásico tornafuye de rápidas espoladas, quiebros y retrocesos, tratando de atraer a los jinetes cristianos a donde ellos querían. Eran dignas de ver sus evoluciones, la agilidad y rapidez en sus giros; los cristianos no podían entender que se lograse tal dominio de los corceles sin usar estribos. Solo los Zenetes montaban a la jineta, con estribos cortos y las piernas muy flexionadas[3].

El sol caía a plomo y se hallaba en su cenit cuando avanzaron las huestes cristianas a galope tendido por segunda vez. De nuevo el choque atroz y el chirriar de los herrajes. El relinchar de caballos malheridos, los gritos de guerra, las invocaciones a Dios o a los Santos, los lemas como "Santa María me auxilie", "Mi ayuda es el Salvador", "Por la Santa Cruz al martirio" y otros muchos, ya que cada caballero solía tener el suyo, se mezclaban con las invocaciones ( atakebiras) en árabe, rogando la protección de Alá o el Profeta.

El ejército cristiano logró en el segundo choque desbaratar las líneas de la vanguardia musulmana, pero fue algo de poco alcance, y se retiraron de nuevo para intentar una tercera embestida. Y en el tercer envite, tan inhumano como los anteriores, pero desviado algo más a la derecha, abrieron brecha entre los Guzz y los voluntarios y llegaron hasta el centro de las tribus Hintatas, donde se encararon de frente con el mismo visir Abu Yahyâ, portador del estandarte de Al-Mansur[4]. Aquí fue donde la batalla se hizo más espeluznante. Los muslimes, al ver al Gran Visir en peligro, acudieron en tropel desde las fuerzas cercanas, entre otros y procedente del ala derecha, ben Senadid, el caudillo andaluz, haciendo alarde de valor y denuedo. Luchando hasta la extenuación, trataban de contener el empuje de los monjes-soldados, que eran muy diestros en todas las disciplinas marciales. Los freires y tonsurados gustaban de usar la maza ferrada mejor que la espada; creían seguir así el precepto divino de no verter sangre, sin querer reparar en que la maza trituraba huesos, hundía cráneos, desgarraba músculos y tendones.

Se acometieron las huestes en aquella abrasada tierra con espantoso alarido. Las grandes nubes de polvo ocultaron el sol y atenazaron las gargantas. Los dos ejércitos luchaban con igual furor y no parecían hombres que peleaban, sino animales montaraces que rabiosos se despedazan. Abu Yahyâ, acosado por los más esforzados Calatravos, defendíase en precario rodeado por el enemigo, que creía estar atacando al mismo Al-Mansur. Y sucumbió como bravo león, y con él se fue el mejor de los adalides musulmanes. Cuando circuló entre las filas la noticia de la muerte de Abu Yahyâ, cundió el desánimo, y uno de los xeques del Emir pasó entre los combatientes con palabras de aliento: -¡Ea, servidores de Alá, ánimo! Alá pelea, vosotros sois sus soldados, y los que siguen su partido son vencedores. Ved que Alá nos pone en las manos a nuestros enemigos, ánimo y a ellos. Los cristianos hacían atroz matanza en los muslimes de la tribu Hintata y en los voluntarios, a los cuales había sellado Alá la corona del martirio y anticipó en aquel día las delicias del Paraíso. Las cabilas de voluntarios Alárabes, de los Guzz y los arqueros acudían con asombroso tesón y rodearon las tropas de los enemigos de Dios, envolviéndolos por todas partes. Entonces, ben Senadid divisó al rey Alfonso, rodeado de sus caballeros, en un nutrido grupo que se batía justo donde comenzaba a subir la pendiente de la ladera, y creyó llegado el momento de avanzar a un tiempo la almaimana y la almaisara[5] para tratar de cerrar la pinza en torno a ellos, que habían hecho antes su azalá cristianesca y jurado por sus cruces que nadie abandonaría el campo de batalla mientras quedase un agareno con vida[6]. El día se tornó obscuro con la polvareda, que, junto al calor sofocante, volvía las bocas como estopa y pegaba la lengua al paladar.

La lucha se hacía cada vez más encarnizada. Llevaban horas de esfuerzo inhumano bajo el inclemente sol de julio. El polvo se pegaba a la piel empapada en sudor de los contendientes, y las gotas que manaban bajo los almetes y corrían por sus rostros marcaban surcos hasta las comisuras de los labios resecos. La tierra bebía, sedienta, la sangre vertida. Se peleaba pisando los cuerpos caídos y saltando por encima de las caballerías reventadas. Los cadáveres llegaban hasta la orilla del río y algunos eran arrastrados por la corriente.

Los caballeros cristianos que se habían adentrado hasta el corazón del ejército enemigo y que por un tiempo vieron a su alcance la victoria, casi todos ellos freires de Calatrava ya muy diezmados, al caer en la cuenta de que no era el emir Al-Mansur, sino su visir, aquel al que habían arrancado la vida y comprobar que todo se malograría para ellos si no salían de aquel avispero, dieron vuelta a las grupas de sus caballos y trataron de alcanzar al galope la falda del cerro de Alarcos; mas ya el ejército musulmán los había envuelto y había cortado el paso entre ellos y las huestes de don Alfonso. Retrocedieron de nuevo al llano, sabiéndose perdidos, pero dispuestos a vender caras sus vidas. Hasta los oídos del rey de Castilla llegaron los rezos a coro y los cantos gregorianos del " De profundis " que aquellos héroes entonaron mientras se batían bizarramente hasta su último aliento. Los muslimes de su entorno quedaron sobrecogidos; tanto puede el desesperado valor.

Don Alfonso VIII, espoleando a su montura, quiso entrar, espada en mano y con la vehemencia que le caracterizaba, en aquel nudo letal que se había formado en el centro del valle. Golpeó a diestro y siniestro como una exhalación durante largo rato y con gran riesgo de su vida, seguido de cerca por don Diego López de Haro, Alférez Real de Castilla, que no lo perdía de vista y que tampoco era manco.

Pero Al-Mansur, que ya hacía tiempo que había abandonado la zaga, oculta tras el cerro de la Cabeza, para circular entre los combatientes, solo, sin su séquito, animando a sus huestes con cortas pero emocionantes palabras, una vez recuperado de nuevo su estandarte blanco, dejose rodear por su guardia almohade, los xeques y sus esclavos negros, y avanzó para apoyar a su vanguardia. Cuando la lucha andaba más recia y enconada, viéndose ya perdidos los infieles, comenzaron a huir y trataban de llegar a la falda del cerro para acogerse al amparo del rey Alfonso y su caballería. El ala derecha de los andaluces, al abrirse para describir el círculo que cerraría la pinza en torno a los cristianos, tuvo que ascender en parte el declive del cerro del Despeñadero, y algunas fuerzas, al mando de Abu Muhammad Abd-al-Wahid, hermano de Abu Yahyâ, se desgajaron para entrar a saco en el campamento de los infieles, ya que lo tenían a mano y casi desierto. Arrancaron los pendones castellanos y en seguida se vieron en su lugar, tremolantes, las banderas sarracenas. El emir, Yacub Al-Mansur, enfiló su caballo hacia donde se batía el rey castellano y, seguido de sus almohades, acercose con banderas desplegadas y gran estruendo de tambores y atakebiras, "Aláhũ akbar" -Dios es grande-, que temblaba la tierra y retumbaban las alturas y los valles. Y en cabeza, junto al Emir, el pendón blanco, brillando sus letras doradas: "Le Alá, ilé Alá, Muhamad Rasûl Alá, le galib ilé Alá", que quiere decir: No es Dios sino Alá, Mahoma enviado de Alá, no es vencedor sino Alá. Se acercaban los dos flancos del ejército musulmán hacia donde se hallaba Alfonso y avanzaban cebándose en el alcance de los que huían, embriagando de sangre las espadas y lanzas en sus espaldas, y haciendo en ellos atroz matanza.

Don Diego López de Haro, que junto con otros nobles velaba incesantemente por la seguridad del rey aunque este se lo hiciera difícil, percatose del intento de envolvimiento que los enemigos proyectaban y se lo hizo notar al monarca; pero este, testarudo, continuó repartiendo mandobles sin atender los consejos del de Haro. El señor de Vizcaya le señaló las banderas sarracenas, ondeando en el campamento cristiano, y luego el estandarte de Al-Mansur, que se acercaba por su derecha. Don Alfonso maldijo; juró y perjuró que de allí no lo movería nadie hasta acabar con la vida de su rival infiel. Pero don Diego y los demás caballeros de su séquito lo rodearon y forzaron a abandonar el campo, arrancándolo a viva fuerza de la contienda para poner a salvo su vida, que importaba al bien del reino. El de Haro portaba el pendón real a la diestra de don Alfonso cuando subían a todo galope la ladera de Alarcos en dirección a las murallas, seguidos de cerca por el resto de la caballería y no muy de lejos por el ejército almohade.

El alcaide los vio llegar y mandó abrir las puertas de la fortaleza para dejarlos entrar, con orden de cerrarlas a toda prisa tras el último cristiano que viniera con el grupo. El día parecía eterno, y solo habían transcurrido unas cuantas horas. Atrás dejaban un campo sembrado de cadáveres que a la vista espantaba.

Hicieron notar a don Alfonso la conveniencia de continuar de inmediato viaje hasta Toledo, para no quedar atrapado en el interior del castillo cuando fuera sometido al cerco de los muslimes, que no sería a mucho tardar. El rey resistiose, pero prelados y nobles insistieron, ofreciéndose don Diego a permanecer en Alarcos con el pendón real y, exhibiéndolo sobre las almenas para que, al verlo los sarracenos, creyeran que el rey permanecía en el interior de la fortaleza. Se les abrió la puerta de Calatrava y salieron a galope tendido en dirección al Pozuelo de Don Gil. La estratagema dio resultado y nadie estorbó la fuga del monarca al creer los muslimes que continuaba en el castillo, cuando en realidad entró por una puerta y salió por la otra. A don Alfonso le esperaba una larga noche de cabalgada. Llevaba el afán de llegar a Toledo en un tirón.

Plantaron la jaima roja del Emir en el campamento cristiano del cerro del Despeñadero, pues quiso seguir de cerca los próximos aconteceres. Desde la altura cubrió con su mirada el valle ensangrentado y, a pesar de que las espesas nubes de polvo aún no se habían asentado, pudo contemplar entre los claros los innumerables cuerpos que alfombraban el campo hasta donde la vista alcanzaba, y vio que era incontable el número de muertos; solo Alá que los crió podía saberlo. Llegada la media tarde pidió su alfombra de azalás y, mirando al sur, hizo su oración de alazar[7]: - Loado seas Alá, Dios de los fieles, dueño de los imperios, que das el señorío a quien quieres y se lo quitas a quien quieres, y honras a quien quieres y humillas a quien quieres, en tu mano están el bien y el mal, y Tú eres sobre todas las cosas poderoso. Ordenado estaba en los eternos decretos humillar al retador. Honor a Ti, Alá, que eres Tú quien ha vencido por mi mano.

Enjambres de moscas pululaban por doquier con insistente zumbido. El panorama era espantoso y, además, dilatado. A lo lejos se oían gritos, llantos, risas, golpes... El saqueo había comenzado en el campamento cristiano y en medina Al-Arak (Alarcos). Los muslimes habían encontrado los puntos débiles de la muralla, en los que hallaron poca resistencia, y lo único que quedaba inexpugnable era la fortaleza.

El olor a alcanfor comenzó a extenderse por la jaima hospital y sus aledaños del campamento musulmán. Algunos cadáveres se estaban alcanforando para su conservación, entre otros el del Gran Visir, Abu Yahyâ, y los de algunos xeques; los demás serían inhumados en Al-Arak. Fuera, el bullicio iba en aumento conforme avanzaba la tarde, y el calor no cedía.

La soldadesca sarracena no tardó en lograr entrar arrasando en la villa por la puerta del noreste o de Calatrava, tras prenderle fuego y acabar con sus defensores; mientras, el lienzo inacabado de la muralla sur era defendido encarnizadamente, palmo a palmo. Se oían los golpes que reventaban las puertas de las casas, los gritos lacerantes de las mujeres violadas, los llantos sofocados de los niños, los aullidos de los perros, el regocijo de los asaltantes... Comenzó a notarse también el olor de los primeros incendios. El número de muertos entre los civiles de la puebla creció enormemente porque, entre pobladores y defensores, se encontraban en Alarcos más de cinco mil almas; demasiadas para poder acogerse al castillo, y sabido es que la villa no había completado aún la construcción de su muralla.

Fuera, la algarabía por momentos se volvía ensordecedora. Al punto se oyó la campana de Santa María; tañía con desconcierto. Los infieles habíanse adueñado de la iglesia. ¿Qué fue de los vecinos que allí se refugiaron? Unos instantes después, Santa María ardía por sus cuatro costados. Defendíase la muralla con denuedo, sobre todo en los lienzos sin concluir; en algunos puntos de la puebla habíase llegado al cuerpo a cuerpo y se luchaba casa por casa en las proximidades de la torre pentagonal del noreste para impedir el avance de los sarracenos.

Además de los innumerables muertos anónimos (tanto militares como civiles), fueron muchos los nobles y prelados que fallecieron: Don Gonzalo Veigas, maestre de la Orden de Évora, murió en la batalla; el mismo camino siguió, a no mucho tardar, don Sancho Fernández de Lemos, maestre de la Orden de Santiago, a consecuencia de sus heridas, y también diecinueve de sus caballeros. Quien más había sacrificado en la lid fue la Orden de Calatrava, que sufrió un estrago incalculable. Entregaron también la vida los obispos de Ávila, Segovia, Sigüenza y buena parte de sus mesnadas. De las Órdenes de San Juan y de San Julián de Pereiro, tantos que no se podían contar. Caballeros muy notables y de muy probado valor, como don Ordoño García de Roda y sus hermanos, así como don Pedro Rodríguez de Guzmán[8]. Entre la población de la villa fenecieron por desdicha muchas mujeres y niños; solo en la iglesia habíanse refugiado alrededor de doscientos de sus moradores, que fueron calcinados en su interior.

Pese a la derrota, no existían razones para avergonzarse. Habíanse batido las huestes cristianas entregando lo mejor de sí y se dieron casos ejemplares de heroísmo: la milicia abulense perdió aquel día a quinientos de sus miembros, y el abanderado del Concejo de Ávila, tras luchar con denuedo y perder ambos brazos en la lid, sostuvo con los pies el pendón de su ciudad hasta su último aliento, siendo ejemplo a seguir para los combatientes cristianos y admiración de los propios muslimes.

El ejército almohade ya había cerrado el cerco en torno a la villa, acordonando incluso por la muralla norte, pero también establecieron un segundo cordón abajo, bordeando el cerro y a lo largo de la ribera del río. Por entonces, los condes de Lara ya estaban próximos a llegar, y su suegro, don Diego López de Haro, resolvió salir a su encuentro para impedir que se acercasen, ya que temía por ellos debido a su enconada enemistad con don Pedro Fernández de Castro que, como desnaturado y enemigo de su rey, combatía en las filas del ejército almohade. Don Diego, decidido a romper el cerco en una espolada, logró formar un grupo de apoyo de diez caballeros a los que aleccionó: se abriría un postigo de repente e irrumpirían todos a un tiempo a pleno galope; despejarían el cerco con las armas sin ceder en la carrera y pasando todos por el mismo hueco abierto. Los caballeros del séquito dijeron entender. Montaron, se ajustaron los yelmos y empuñaron las espadas. Cuando se abrió la puerta violentamente, don Diego López de Haro salió el primero en estampida y en unos instantes ya estaba a mitad de camino entre la muralla y sus sitiadores. Volvió la cabeza atrás para ver a qué distancia lo seguían y llevose la penosa sorpresa de constatar que los demás no habíanse movido de la puerta: se amilanaron, frustraron la cabalgada y lo habían dejado solo en tan crítico momento. Frenó en seco a su caballo y no le quedó otro remedio que tornar cabizbajo. ¡Nunca vivió situación tan humillante!

Una vez acomodado el Emir en el campamento cristiano y terminado su azalá, reunió a sus visires, alfaquíes y xeques, y mandó llamar a don Pedro Fernández de Castro. Cuando todos estuvieron en su presencia, les manifestó su deseo de interrumpir los ataques a la muralla y la medina, así como los saqueos. Seguidamente, dio la orden de comienzo de las negociaciones para la capitulación. Fijó como condición ineludible que el enemigo de Dios, el pérfido Alfonso, se diera en cautividad al poder de los servidores de Alá y entregara el castillo. Si así lo hiciere, serían libertados los demás prisioneros. Todos estaban convencidos de que el rey de Castilla continuaba en la fortaleza.

Llegado don Pedro Fernández de Castro ante Al-Mansur, encomendole este que por medio de secretas diligencias lograse la más ventajosa capitulación, alentándole para tal menester con la promesa de un apetitoso porcentaje del quinto de los despojos que correspondía al Emir. Así lo hizo don Pedro sin el menor reparo: dirigiose a la muralla y solicitó hablar en su condición de enviado de Al-Mansur con don Diego López de Haro. Fueron a buscarlo justo en el momento en que llegaban a Al-Arak los condes de Lara. Estos vieron el cerco y, dando una larga y veloz espolada, lo rompieron y entraron en la villa con su hueste. Al verlos y reconocerlos, don Pedro supo por qué derroteros conduciría la negociación.

El encuentro entre el señor de Vizcaya y don Pedro se dio fuera de murallas, ambos en solitario, y los caballeros que los protegían apostados a no menos de cincuenta pies de sus respectivos señores. El de Castro informó en primer lugar de que el Emir exigía la entrega a su obediencia del rey Alfonso VIII de Castilla y la rendición de la fortaleza; a cambio ofrecía el respeto a las vidas y la puesta en libertad de todos los ocupantes de Alarcos, pobladores y defensores, así como de los prisioneros hechos en el campo de batalla. Don Diego replicó que la condición principal no podría cumplirse porque don Alfonso ya iba camino de Toledo[9]. Como don Pedro no lo creyera, el señor de Vizcaya sugirió la posibilidad de que dos testigos, elegidos por Al-Mansur, recorrieran el castillo entero para cerciorarse, con la promesa por parte cristiana de garantizar sus vidas y libertades, y el juramento musulmán de que solo hablarían de lo que atañía al rey y de ninguna otra cosa que vieren.

Cuando el Emir supo que el rey infiel había entrado por una puerta y salido por la otra sin sacar más que el freno de su caballo en la mano, irritose profundamente y paseó indignado de un lado a otro de su jaima roja, mesándose la barba. Poco a poco fue calmándose y continuó su paseo, meditando. Al fin, autorizó a don Pedro a llevar con él a dos caballeros muslimes para que inspeccionasen el castillo. Si no hallaran rastro del maldito Alfonso, harían saber a don Diego que, si no se rendía en el acto y entregaba la fortaleza, la tomarían por asalto y pasarían a cuchillo a todos los que se hallasen entre sus muros sin reparar en su condición de mujeres o niños. En cambio, si entregara el castillo y a doce caballeros como rehenes, dejarían en libertad al resto, en número aproximado de cinco mil. Aquellos doce rehenes quedarían en poder de Al-Mansur como garantía de que el rey de Castilla se comprometía por su parte a liberar a igual número de prisioneros musulmanes en breve plazo. Cinco mil por cinco mil; de lo contrario, los doce caballeros pasarían a la clemencia de Alá. Marchó don Pedro Fernández de Castro a encontrarse de nuevo con el señor de Vizcaya en el mismo lugar y mismas condiciones de la vez anterior. Le acompañaban en esta ocasión dos oficiales muslimes, que iban dispuestos a revisar el castillo. Don Diego los confió a algunos de sus mesnaderos con el encargo de que les mostrasen los más ocultos rincones y que no quedase en toda la fortaleza una puerta sin abrir. Pero, tras su registro, salieron y anunciaron a don Pedro que no había en el castillo ni rastro del rey de Castilla. Y el de Castro encaró a don Diego, recordándole la entrega de los doce rehenes y añadiendo que entre ellos deberían contarse los condes don Gonzalo y don Álvaro de Lara.

No se le ocultó a don Diego que aquella entrega de los condes de Lara era un añadido a conveniencia de don Pedro, del que con total seguridad Al-Mansur nada sabía. Aun así, ofreciose al de Castro en lugar de sus yernos para ser uno de los doce, pero aquel no aceptó. Decidido estaba a entregarse, cuando los nobles castellanos que estudiaban las condiciones para la capitulación le recordaron que don Alfonso, antes de partir, le exigió la promesa de que en persona le tornaría el pendón real a Toledo, como Alférez Real de Castilla que era. El señor de Vizcaya sabía que la vida de cualquier otro rehén podía no correr peligro en manos de don Pedro, pero la de sus yernos sí. Entre todos dieron con la solución: como don Diego abandonaría la fortaleza y la villa con dos de sus hombres antes de que entrara el enemigo en ella, y al mismo tiempo los doce rehenes quedarían expuestos en las almenas a la vista de todos, se decidió que los dos caballeros que escoltaran a don Diego en su salida fueran los dos Condes de Lara, que antes trocarían ropas y armas con dos de los rehenes.

Ya era de noche cuando respondieron aceptando las cláusulas propuestas. Un grupo de muslimes avanzó hasta detenerse cerca de la fortaleza, y de entre ellos se destacaron tres jinetes: el nuevo Gran Visir, elegido para suceder al fenecido Abu Yahyâ, flanqueado por el caudillo andalusí ben Senadid y por don Pedro Fernández de Castro. Sobre la muralla mostráronse los doce caballeros rehenes y, entre los doce, dos, en lugar bien destacado, llevaban las armas y colores de la Casa de Lara.

De improviso abriose la puerta principal de la fortaleza, y en ella, enmarcados, aparecieron tres jinetes. El del centro era don Diego, asiendo el Pendón de Castilla que habría de viajar con él a Toledo; a cada lado, uno de sus yernos, vestidos con las ropas y armas de otros dos caballeros cualesquiera. Don Diego se adelantó hasta encontrarse con los tres embajadores del Emir que le aguardaban y extendió con su mano derecha al Visir las llaves del castillo. Este le prometió que en cuanto él hubiese bajado el cerro, comenzarían a salir libres los prisioneros. Entonces, el señor de Vizcaya espoleó su caballo dirigiéndolo a la izquierda, al tiempo que con el brazo hacía una señal para que le siguieran sus yernos, que no se habían movido de la puerta desde que hicieron su aparición. Los tres se alejaron a galope y, pasando ante la iglesia de Santa María, devorada por las llamas, iniciaron el descenso de la ladera hacia el Pozuelo de Don Gil y se perdieron en la noche. Los prisioneros fueron saliendo; todos partían solo con lo puesto. Sus bienes, pocos o muchos, habían pasado a engrosar el botín, incluidos los caballos y acémilas. Marchaban a pie, atónitos, sin saber a dónde dirigir sus pasos. A lo lejos aún se oían gritos espeluznantes de mujeres; provenían del cerro del Despeñadero.

En días siguientes, tras la caída de Alarcos, fueron viniendo a manos almohades las principales plazas fuertes de la comarca: Benavente, Caracuel, Almodóvar, Piedrabuena, Malagón, Calatrava, Guadalerza..., aproximándose la frontera de modo alarmante a Toledo.

Transcurrieron dos años después de aquella aciaga jornada cuando, un día, el pasado que tanto afán ponían en olvidar volvió a encararlos de la forma más inesperada. Y lo hizo por medio de uno de los hermanos Descano, que integraba la docena de rehenes dejados a Al-Mansur en prenda de los cinco mil prisioneros liberados y cuya redención quedara condicionada a la libertad de otros cinco mil cautivos sarracenos.

Aquellos doce rehenes aún seguían con vida en Sevilla, gracias a que Yacub Al-Mansur hasta el momento había respetado la palabra dada. El Emir permitió la embajada de uno de los dos hermanos Descano para recordar a Alfonso VIII que aún no habíase llevado a efecto lo estipulado en las capitulaciones de liberar cinco mil cautivos agarenos y cuyo incumplimiento se pagaría con las cabezas de los rehenes cristianos en el plazo de dos meses. El rey de Castilla dispuso que al punto se escudriñaran castillos, antros y mazmorras de un confín a otro de sus reinos y que el mismo Descano portara cartas de propia mano real para el Emir, para que, en el supuesto de que no lograsen allegar la cuantía de cautivos exigida, consintiera Al-Mansur en la renovación del trato establecido y fuera él mismo quien fijara precio a la redención de los doce rehenes, de la que se encargaría la Orden de Santiago.

Un suceso que causó gran contrariedad al Emir ocurrió en el invierno del año 593 (1197): Cuando advirtió que los meses pasaban, y ya hasta los años, y que el rey de Castilla no daba cumplimiento a lo acordado en las capitulaciones de Al-Arak y no le entregaba los cinco mil cautivos apalabrados, envió a uno de los doce rehenes, uno de los hermanos Descano, para reclamar la observancia de dicha cláusula. Cuando el caballero regresó a Ichbilia[10] con cartas imprecisas de Alfonso, mas sin los cautivos, mandó que fueran decapitados los doce rehenes, y sus cabezas, clavadas en garfios, estuvieron engalanando por mucho tiempo las puertas de la ciudad[11].

[1] - Crónicas Arábigas.

[2] - Azagaya, flecha pequeña y ligera de origen árabe.

[3] - "La Cruz y la Media Luna", de Carmen Panadero.

[4] - "Las grandes batallas de la Reconquista", de Ambrosio Huici Miranda.

[5] - Almaimana y almaisara, alas derecha e izquierda, que junto a la al-muqqadãma (vanguardia), al-qalb (corazón o centro) y al-šãqa (la zaqa, zaga o retaguardia) formaban los cinco alchamizes clasicos en la formación del ejército andalusí en batalla. Azalá ( al-salãt), oración.

[6] - "Historia de la Dominación de los Árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas", traducción y compilación de José Antonio Conde.

[7] - Oración de media tarde.

[8] - "Diccionario histórico, geográfico, biográfico y bibliográfico de la provincia de Ciudad Real" (facsímil), de Inocente Hervás y Buendía.- Biblioteca de Autores Manchegos. Diputación de C-Real.

[9] - "Historia de España" de Ramón Menéndez Pidal.

[10] - Ichbilia, nombre árabe de Sevilla.

[11] - "La Cruz y la Media Luna", novela histórica de Carmen Panadero.

Carmen Panadero Delgado