Antes de llegar ahí, el primer hombre fue un niño, y jugó al fútbol (sobre todo de portero, de nuevo solo bajo los palos de la portería) y disfrutó de las inmensas playas argelinas hasta convertirse en un gran nadador, y con ello, intentó zafarse de la miseria que le asolaba a él y a su familia, porque tal y como dejó escrito en El primer hombre: "la miseria es una fortaleza sin puente elevadizo"... pero él logró saltarlo cuando conoció a su maestro, Louis Germain que, como un ángel de la guarda, le dio las herramientas que él como nadie supo manejar en su favor para llegar a lo más alto. Este, quizá, sea el mayor ejemplo de cómo su rebeldía se teñía de grandes dosis de humildad, y así quedó plasmado para la posteridad en la carta que el 19 de noviembre de 1957 (poco después de recibir el Premio Nobel), le escribió a su maestro: “Querido señor Germain: esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiera sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerza. Albert Camus” ¿Cabe mayor gesto de generosidad y humildad por parte de un alumno a su profesor?
El hombre solo frente al mundo de nuevo se puso de manifiesto cuando la tuberculosis le impidió licenciarse en los estudios superiores en letras, en la rama de filosofía en la Universidad de Argel. Sin embargo, como contrapunto a este infortunio, allí fue donde nació su pasión por el teatro, germen de obras como Calígula (1944): “¿quién me dará la luna si duermo?”, y su primera defensa pública de los más oprimidos, y también de sus divergencias iniciales con el Partido comunista, que abandonaría posteriormente. Esa consistencia ideológica de la que no renegaría nunca a lo largo de su vida, le produjo sin embargo el primer desplante de notoriedad pública cuando en el Diario del Frente Popular vio la luz su trabajo de investigación titulado La miseria de Kabylia, que tuvo un gran impacto en la sociedad argelina y que le costó su emigración a París. Primero como secretario de redacción en el diario Paris-Soir, después como lector de textos en la editorial Gallimard y más tarde como director del diario de la Resistencia Combat, todos ellos, lugares a través de los que defendió su causa, tanto o más que en su propia obra; un escenario propicio para plasmar sus grandes contradicciones: el suicidio, la justicia, Dios, el hombre y su soledad ante la vida y la muerte. En 1944 ya había publicado El extranjero, El malentendido o El mito de Sísifo. La peste se publicó en 1947, y cuando le concedieron el Nobel, ya habían visto la luz La caída, Los justos o El hombre rebelde. Atrás quedaba también su enfrentamiento con Sartre (1952), y con el tiempo, esa sensación de haber perdido la batalla, al ver cómo avanzaba el totalitarismo de la mano del comunismo por los países europeos del Este, y ese otro totalitarismo en forma de aislamiento al que la intelectualidad de izquierdas francesa más ortodoxa le sometió sin ninguna clase de escrúpulos, dejándole apenas sin amigos, si exceptuamos a Malraux y René Char. Él, sin embargo, se refugió en sus pasiones: el teatro y las mujeres, y de ese binomio nació su relación con la actriz María Casares. Pero de ese aislamiento también surgió la esterilidad a la que todo creador se enfrenta alguna vez a lo largo de su vida. Huyó de París y buscó refugio en un pueblo donde la luz le proporcionara calma, pues sólo quería volver a escribir. Él y su libreta, a solas, acompañados únicamente de rutina, ese era el plan perfecto para concebir su propia Guerra y paz, a la que él titularía como El primer hombre, para a través de ella volver a sus orígenes, a escarbar en sus raíces y a sacar a la luz la inocencia del niño nacido en la más estricta de las miserias. Con ello, buscaba el último resquicio de dignidad que, como ser humano, atesoraba. Sólo eso, ser digno ante sí mismo a los 47 años. Sin embargo, el 4 de enero de 1960 tenía su propia cita con su destino. Había sacado un billete de tren para volver a París, pero por no hacerle un feo al poderoso Michel Gallimard (sobrino del gran Gastón Gallimard) aceptó su ofrecimiento de ir en su potente y lujoso coche. Poco antes de morir, preguntó el nombre del pueblo al que se acercaban, Petit-Villeblevin, le dijeron. Luego se hizo el silencio, sólo interrumpido por el reventón de una rueda y el patinar de los neumáticos. Camus sólo llegó a gritar: "¡Endereza... Ende...!" antes de enfrentarse al silencio de la muerte, la suya, la tantas veces novelada y dramatizada, no en vano, él era el hombre solo frente al mundo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.