Alejandría, una nueva Córdoba para los andalusíes

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Aún mucho antes de llegar, la ciudad debió de anunciarse. Los cordobeses desterrados por al-Haqem I (818 d.C.) buscaban una nueva Córdoba.

Saldría a recibirles el aroma peculiar, o mejor decir la amalgama de olores que la caracteriza. Alejandría olía a sésamo y a nuez moscada; olía a sicómoros, a mar y a brea. Ciudad que, herida de muerte mil veces, mil veces resurgió. Desde que fuera fundada por el gran Alejandro, ha renacido de todas sus calamidades gracias a su puerto, a su situación geográfica y a la riqueza que le reporta su siempre próspero comercio fluvial y marítimo.

Cuando en el siglo IX las, aproximadamente, quince mil familias andalusíes (musulmanas y cristianas) buscaron cobijo en ella, había perdido ya a su más preciada joya, la grandiosa Biblioteca que fundaran los Ptolomeos, pero su monumental faro aún proseguía iluminando su puerto, el de mayor tráfico y comercio de todo el Mediterráneo en aquellos momentos; en él recalaban navíos procedentes de todos los rincones del mundo entonces conocido. Mas, por otra parte, la antigua urbe era un puro despojo; veíanse en ella altozanos que en su remota antigüedad no existían y que se fueron creando por el enterramiento de sus propias ruinas. Si en su más glorioso pasado irradió desde la Biblioteca un enorme acervo cultural, en el momento que nos ocupa continuaba conduciéndose como nodriza de África, procurándole alimento histórico y artístico, ya que los beduinos, que con harta frecuencia saqueaban las venerables ruinas, diseminaban sus reliquias por todo el continente. Si la ciudad es un cementerio de restos de su pasada grandeza, no puede decirse menos del mar que la circunda: es una inmensa fosa que engulló palacios, templos, pecios y riquezas sin cuento.

La ciudad, situada junto a uno de los canales que se alimentan del más occidental de los brazos del delta del Nilo, se alza sobre una loma que separa al lago Mareotis del mar. Era, junto con la capital, al-Fustat, la más populosa y rica de las ciudades de Egipto. No solo sus dos puertos mostraban continua y febril actividad, también el río y el canal que con él comunicaba veíanse constantemente transitados por barcazas y almadías que, cargadas de azúcar refinado, maderas preciosas, aceite de sésamo, especias, ganado y otras mercancías procedentes del Alto Nilo, arribaban al puerto para allí transbordar sus fletes, destinados a la exportación. En el siglo IX, la vida en el entorno del río se seguía ciñendo al calendario faraónico. Sus dos puertos, las caravanas periódicas y las crecidas fluviales marcaban el ritmo de la vida.

Aunque ya no se pudiera acudir a la gran Biblioteca, sí que era posible contemplar aún, además del histórico y excepcional Faro de su puerto, las murallas y sus antiguas puertas de la Luna, del Sol y de Canopo, el templo del dios Serapis, al que se conoce como el "Serapeo", la tumba de Alejandro, la columna del sabio Ptolomeo sobre la que estuvo el gigantesco espejo que incendiaba a las naves enemigas, y los mozárabes (cristianos) cordobeses aún llegaban a tiempo de poder venerar allí la reliquia del cuerpo del evangelista San Marcos.

Era, pues, Alejandría una gran urbe, donde los andalusíes podrían llegar a vivir como en Córdoba. Por aquellas tierras habíase extendido el Islam a mediados del siglo VII, cuando los árabes se enseñorearon del Creciente Fértil. Hallábanse en el momento que nos ocupa bajo el dominio del califa abbasida de Bagdad, al-Mamun -hijo y sucesor del gran califa Harum al-Raschid-, cuyos walíes se encargaban del gobierno y la administración de la colonia. Pero las rivalidades surgidas entre estos ambiciosos gobernadores y los abusos que cometían con la población habían convertido a Egipto en los últimos años en un país presa de luchas intestinas entre los poderosos y de disturbios entre la plebe[1].

El primer contacto de los desterrados andalusíes con Alejandría fue a través de una localidad de su alfoz, al-Dikheilã, donde primero acamparon, y que se encuentra a poco más de una legua de la capital y también junto al mar. La población de este lugar estaba formada sobre todo por cristianos coptos que, desde hacía más de cuatro siglos, habíanse ido concentrando en torno a un monasterio del siglo V, el monasterio copto de Enaton. Había también una pequeña comunidad de musulmanes que convivía con ellos. Los moradores de este lugar y los vecinos beduinos de al-Hikma debieron de aconsejar a los andalusíes el mejor modo de introducirse en la ciudad, asegurándoles que los disturbios que venían agitando a la sociedad egipcia y la rivalidad entre sus gobernadores abbasidas mantenían a los habitantes ocupados y distraídos en aquellos desmanes políticos, lo que podía serles propicio para facilitarles el asentamiento. Allí permanecieron los cordobeses que llegaron por tierra durante algún tiempo, procurando irse infiltrando poco a poco en Alejandría, en cuya medina y arrabales debieron de estar ya instalados a finales del año 820 o primer trimestre del 821, tres años después de su destierro del arrabal de Sequnda (Córdoba).

Los cordobeses navegantes, aquellos que habían seguido a Abũ Hafs al-Ballutĩ, su caudillo, en una expedición por el Mediterráneo, no debieron de tardar mucho en reunirse con los familiares que habían alcanzado ya los muros de la ciudad por tierra. Los marinos serían recibidos por ellos en uno de los dos puertos alejandrinos, el de oriente o el de poniente. Es sabido, merced a las fuentes, que al-Ballutĩ y sus hombres lograron pisar suelo egipcio en el puerto de Alejandría en el mes de dũ-l-hiŷŷa del año 205 de la Hégira (primeros de junio de 821 d.C.), a escasos días por andar del año nuevo musulmán, que llegaban a tiempo de poder celebrar con todos los suyos.

Pero no era fácil que una muchedumbre tal pudiera pasar inadvertida. Los vecinos de uno de los barrios, habitado sobre todo por miembros de la tribu de los Beni-Madladji, después de algunos choques con los proscritos cordobeses, decidieron expulsarlos y atacaron sus viviendas y pabellones. " Los andaluces, despechados por tan dilatada desventura"[2], se defendieron violentamente y corrió la sangre por los arrabales. Los Madladji resultaron vencidos por los cordobeses y expulsados de Alejandría. Pero los representantes de la tribu de árabes más poderosa de entre todas las establecidas en Egipto, los árabes lajmíes, vieron la oportunidad de poder servirse en sus conflictos internos de aquella fuerza desesperada de los desterrados y concertaron una alianza, gracias a que el alfaquí cordobés Yahya ben Yahya al-Laytĩ [3] logró la avenencia entre ellos. Mediaron los lajmíes para que fuera firmada la paz con los Beni-Madladji, y estos pudieron retornar de nuevo a la ciudad.

Pasado aquel primer tropiezo violento de su llegada, si no fueron aceptados con complacencia, al menos fueron tolerados, hasta que, paulatinamente, la integración se fue haciendo más acogedora. Una vez aposentados los cordobeses en Alejandría, diseminados por los arrabales de la ciudad, no podrían evitar el hacerse notar, sobre todo por lo singular de sus creaciones; la artesanía de origen cordobés invadiría los zocos: orfebrería, curtidos, cordobanes, guadamecíes, talabartería, pergaminería, talla en madera, artesonados, celosías, marquetería, taraceas en madera, hueso y marfil, artesanías metalúrgicas -forja, calderería, lampistería, armas, talla en bronce...- y sus alarifes y albañiles no tardarían en iniciar sus edificaciones.

Abũ Hafs al-Ballutĩ y sus colaboradores velarían para que todas las familias lograran acomodo, solicitarían a las autoridades de los mercados licencias y conocerían las disposiciones que sus mercaderes habrían de observar y los asuntos prácticos a los que los recién llegados deberían adaptarse con premura. Los desventurados desterrados, gente de ciudad, tras más de tres años de duro éxodo, ya no se movían por desiertos ni entre tribus nómadas. Se encontraban en una gran ciudad que contaba con medios educativos y con gran número de sabios, muchos de ellos formados en Oriente. La fama de las Madrasas y de las escuelas teológicas de Alejandría había llegado hasta Córdoba desde largo tiempo atrás y también era sabido que siempre sobresalió esta población en los estudios matemáticos y astronómicos.

Pronto los cordobeses debieron de hallarse complacidos en su ciudad de acogida, porque Egipto andaba demasiado inmerso en sus revueltas sociales y conflictos fiscales como para que los naturales de la ciudad prestaran demasiada atención a los recién llegados. Tal situación hacía pensar que la integración llegaría a resultar más fácil de lo que hubieran podido esperar. Con el tiempo, los alejandrinos conocieron las razones del destierro de aquellos andaluces y comenzarían a ver su "causa" con mayor simpatía. Por su parte, también los exiliados se percataron pronto de la situación por la que en aquel momento atravesaban los egipcios, tan similar a la vivida por ellos en Córdoba y que fuera origen de todos sus males. Durante los primeros meses habíanse producido en Alejandría y al-Fustat varias asonadas de carácter político y social; Egipto se convulsionaba. No obstante, en un principio evitarían inmiscuirse en asuntos internos de la población autóctona, procurando no mostrarse de nuevo conflictivos en pleno proceso de integración.

Pronto se percataría el sagaz caudillo andalusí de que el régimen fiscal impuesto por los abbasidas a los egipcios era desmedido e insoportable, y sin duda debió de pensar: - "¿Para qué nos rebelamos nosotros en nuestro país contra la injusticia? ¿Para venir al final a padecer en casa ajena lo mismo que allí padecimos?" Abũ Hafs estableció relaciones con autoridades y alfaquíes alejandrinos (gracias a que Yahya ben Yahya bien los conocía), porque no se le ocultaba que para lograr mejorar la situación de los andalusíes en Alejandría necesitarían de apoyos. Les era menester consejo para que la vida de la recién asentada comunidad pudiera discurrir en paz, sin perturbar tampoco el sosiego de quienes tan generosamente empezaban a acogerlos. Advirtieron la frecuencia y violencia de los últimos disturbios acaecidos en Alejandría y necesitaban saber lo que enfrentaba a los diferentes pueblos que componían la sociedad de Egipto en aquellos momentos.

Varios eran los grupos étnicos naturales del país, y el cristianismo se hallaba plenamente implantado en todos ellos antes de que los árabes conquistasen el Creciente Fértil en el siglo VII. En las primeras décadas del siglo IX, la población cristiana aún seguía siendo mayoritaria, aunque la musulmana se aproximaba ya con gran celeridad al cincuenta por ciento[4]. Era este un proceso similar al que, aunque con más retraso, se estaba produciendo en al-Ándalus. Por ello, pronto los andaluces entenderían la situación. La rapidez de expansión del Islam en Egipto había sido producto, sobre todo, de una crisis de valores por la que el cristianismo estaba atravesando de forma muy generalizada, sometido a conflictos constantes entre la ortodoxia y las innumerables sectas que proliferaban por entonces en el país: trinitarios, unitarios, monofisitas, difisitas, iconoclastas, novacianos, nestorianos, melquitas...

En cuanto a la composición étnica de la sociedad egipcia, los más numerosos, que eran los coptos, en su mayor parte se mantenían fieles a su fe cristiana; los mamelucos circasianos, cristianos asimismo antes de la conquista, habían abrazado el Islam en mayor proporción que los coptos, aunque los había que continuaban practicando su antigua religión; entre las diferentes tribus beduinas, como, por ejemplo, la de al-Hikma, se daba cierta variedad religiosa, pero la mayor parte había adoptado la nueva fe musulmana. Existían, por otro lado, una importante colectividad nubia y una numerosa y próspera comunidad judía, sobre todo en Alejandría. A estos había que sumar otros grupos -coaligados de los conquistadores abbasidas- que se habían integrado en el país, como los mamelucos turcos y los árabes lajmíes.

Los alborotos que los andaluces llegaron a tiempo de presenciar eran, ante todo, de carácter social. No obstante, algo de cariz nacionalista se agazapaba tras ellos; pero no existía ni rastro de motivos religiosos. La causa principal de aquel malestar eran los impuestos abusivos con que los árabes esquilmaban a la población. Otro desafuero como el que habían vivido en al-Ándalus. Los conatos de sublevación eran, en particular, contra el régimen fiscal; aunque también dichos conflictos integraban de fondo los problemas lingüísticos y el asunto de la uniformidad de idioma.

Desde el advenimiento de la dinastía omeya, hacía más de un siglo, especialmente durante el reinado del califa Abd al-Malik ben Merwãn (685-705), ya se había conseguido la imposición obligada de la lengua árabe en el Creciente Fértil, y se logró de un modo artero. El sistema de gobernación comenzó a cambiar; la lengua copta de los funcionarios fue marginada a favor del árabe. Si los coptos defendían que Egipto, aunque se integrara en el ámbito del Islam, no tenía por qué perder su fisonomía propia, los árabes replicaban que ellos velaban por la coexistencia de las lenguas copta y árabe. Mas, al mismo tiempo, decretaban que los documentos oficiales se escribieran solo en árabe, " para simplificar y ahorrar costes a la Administración", alegaban. Esto enfureció a los coptos, pues sabían que tal medida implicaría que los funcionarios nativos se verían obligados a aprender el árabe o, de lo contrario, perderían sus puestos de trabajo. Era el método habitual. Cuando la ley llegó a aprobarse, gran número de egipcios perdieron sus empleos, de modo que muchos se vieron obligados a aprender la nueva lengua. También cambió el sistema monetario, que se volvió netamente islámico y era acuñado en Damasco, por entonces la capital del imperio omeya. Los cambios administrativos condujeron a que el Egipto cristiano que hablaba el copto, se trocara en un Egipto musulmán que hablaba el árabe[5]. Más tarde, con la dinastía abbasida (750-1258 d.C.) la situación no hizo sino empeorar.

La arabización a partir de entonces fue rápida; sin embargo, el descontento por estos asuntos no había decrecido aún en las primeras décadas del siglo IX, porque aquel esfuerzo realizado por los naturales del país para aprender la nueva lengua sirvió de muy poco. De todos modos, los altos cargos de la Administración seguían acaparados por los árabes, mientras los coptos ocupaban los puestos de bajo rango. Este era uno de los motivos, junto con el de los tributos, que había conducido a los recientes motines. En los últimos tiempos había surgido además un nuevo motivo de discordia: los mamelucos turcos reclutados por el califa se estaban haciendo con el control del ejército egipcio, algo que no perdonaban los mamelucos circasianos naturales del país. Todas estas situaciones se vivían también en al-Ándalus; les resultaba fácil a los cordobeses solidarizarse con los egipcios. No obstante, los abbasidas se mostraban en esto más excluyentes aún que sus acérrimos enemigos omeyas. Al menos, en al-Ándalus por esos años sí que había ibéricos autóctonos, incluso mozárabes, en altos cargos de la Administración y del Ejército.

Pero estos no eran los únicos problemas que generaban tensiones entre los egipcios. También habían surgido serios conflictos entre los propios árabes y existían constantes pugnas internas entre los walíes que representaban al califa abbasida al-Mamun en las provincias de Egipto; buena parte de esas hostilidades se generaban en la rivalidad creada por la ambición personal de todos aquellos gobernadores. En el país se hallaban divididas las funciones políticas y las económicas: mientras el walĩ solo gobernaba políticamente, el sahĩb al-kharaj lo hacía financieramente. Esta división de funciones venía a ser una fuente continua de disensiones.

Abũ Hafs, el adalid andalusí, entró en contacto con los portavoces de las comunidades más representativas de la ciudad: árabes lajmíes, cristianos coptos, doctrinarios puritanos, mamelucos circasianos, beduinos, etc., pensando ante todo en la conveniencia de procurarse apoyos. Pronto apreciaría las diferencias existentes entre ellos e, incluso, entre las distintas tribus de los mismos árabes. Al principio, el común de la plebe de Egipto creía que todos los árabes eran iguales, aunque las diferencias podían llegar a ser de enorme alcance. El grupo que más características propias presentaba respecto a los demás árabes y que mayor relación guarda con el tema que nos ocupa era el de los árabes lajmíes, pues llegarían a contarse entre los más leales aliados de los andalusíes desterrados.

Los lajmíes se sentían orgullosos de pertenecer a la única tribu arábiga sedentaria desde el albor de los tiempos. Esta tribu tiene su cuna al sur de Mesopotamia, y sus naturales son, por tanto, los más orientales de entre todos los árabes, y fronterizos de los persas. Su antigua capital, Hira, desaparecida hacía ya entonces dos siglos, fue un centro refulgente de cultura, pues los lajmíes habían sido los herederos naturales de los nabateos al extinguirse el reino de Petra. La tribu árabe lajmí, precisamente por ser la única sedentaria, fue la cuna del alfabeto y de la lengua árabe escrita, estando por ello en sus manos los orígenes de la literatura árabe. Las tribus nómadas, por el contrario, no reunían condiciones para fijar las convenciones de la lengua y se conformaban con hablarla. Otra diferencia de los lajmíes respecto a otros árabes era que habían tenido al cristianismo como religión oficial de la tribu desde más de un siglo antes del nacimiento del profeta Mahoma. Sus antepasados, por tanto, eran cristianos difisitas.

También llegarían los andaluces a distinguir a las diferentes comunidades cristianas entre sí: coptos, melquitas, doctrinarios puritanos, etc. La de los doctrinarios era una comunidad hereje desgajada de los coptos desde hacía largo tiempo. Esta secta, fundada en Alejandría en el siglo III d.C. por el rigorista Novaciano y conocida también con los nombres de Rigorismo novaciano y cátaros ( Kaθaroi), alcanzó con su influencia hasta Hispania y allí se mantuvo muchos siglos. Su fundador llegó a autoproclamarse Papa, habiendo sido excomulgado en el Sínodo de Roma de 262 d.C. Fue refutado con ardor por su paisano y contemporáneo el obispo Dionisio de Alejandría.

Lajmíes, coptos y doctrinarios puritanos pusieron a los andalusíes al tanto de la gravedad de la situación por la que Egipto atravesaba, y tenían razones para hablarles claro, sin los recelos que podrían haber observado hacia aquellos recién llegados, pero es que necesitaban refuerzos en la conjura que ya estaba en marcha. Les explicaron que todos ellos, pese a sus diferencias, formaban un único partido, trataban de proteger al pueblo de los abusos y, al mismo tiempo, intentaban defender los derechos del califa de Bagdad, al-Mamun, porque eran sus mismos walíes o gobernadores los que estaban vulnerándolos.

En el pasado el califa prohibía a sus gobernadores tener propiedades en Egipto. Las razones entonces eran de peso porque, si los walíes poseían tierras en los países conquistados, olvidaban su deber de acrecentar las conquistas, de extender el Islam y de servir al califa, y miraban más por sus intereses particulares, enzarzándose entre ellos en luchas de poder. Todo había comenzado a enturbiarse con el califa Otmãn, cuando cesó a Amr para sustituirlo por un walí que tratara al pueblo con mayor dureza y subiera los impuestos; llamó más tarde de nuevo a Amr únicamente para mostrarle las grandes sumas logradas con el incremento de los tributos: - "Ya ves, el camello produce más leche" -le dijo; a lo que contestó Amr-: "Sí, pero en detrimento de sus crías" -. De entonces databa la insatisfacción del pueblo egipcio y desde entonces desapareció la ley que prohibía a los árabes poseer tierras en Egipto.

Por otra parte, las distancias respecto al centro del poder, Bagdad, y las fronteras naturales contribuían a que aquellos walíes se convirtieran en gobernantes oportunistas que, aunque teóricamente seguían al servicio del califa abbasida, llegaban a ser casi independientes y solo se acordaban del soberano para nombrarlo en la oración del viernes y para mandarle una ridícula cantidad en concepto de tributo, a fin de callar bocas. Aquellos advenedizos llegaron a comportarse, más que como gobernadores, como reyezuelos que saqueaban al pueblo egipcio hasta asfixiarlo mientras ellos vivían como jerifes; pero se estorbaban unos a otros y acabaron enfrentándose entre sí. El pueblo, entre tanto, los aborrecía, maldiciendo al califa por su causa; se había llegado al punto en que la población se disponía a alzarse contra ellos.

Los representantes de los principales grupos étnicos acudieron finalmente a los andaluces porque ellos habían tenido que soportar en Córdoba situaciones muy parejas a las que en aquel momento vivíanse en Egipto; la trágica experiencia de los proscritos del arrabal de Sequnda era garantía de que tomarían partido por el sufrido pueblo y no por sus verdugos. Pero la principal razón era que los cordobeses, durante su amargo éxodo, habían logrado forjar un ejército disciplinado de más de veinte mil hombres y en torno a cinco mil caballerías, que sin duda les podía ser de gran utilidad. Cuando todo reventara, necesitarían de su refuerzo, pues no había que olvidar que iban a enfrentarse a unos walíes que lo tenían todo a su favor y que se servirían para sus intereses particulares del ejército regular y de todo el aparato del Estado.

A mediados del año 206 de la Hégira (diciembre de 821 d.C.), los ánimos del pueblo una vez más se insubordinaron. Egipto parecía de nuevo como pozo de nafta pronto a estallar; todo se volvían espías y conjuras, secreteos y cautelas. La vida en Alejandría fluía en plena efervescencia de intrigas, confabulaciones y revueltas. Mientras el país ardía en encubierta guerra civil, los cordobeses se preguntarían si habían ido a refugiarse en el fin del mundo para volver a sufrir lo ya sufrido. Los tumultos fuéronse agravando; comenzaban, además, a costar sangre, siempre de gente menuda del pueblo y simpatizante de los grupos rebeldes, lo que exaltaba aún más los ánimos. La confusión era total; los moradores de la ciudad creían que aquel era solo un conflicto entre el pueblo y sus gobernantes, debido a tantos abusos, y muchos ignoraban que, al mismo tiempo, se estaban enfrentando los seguidores de un walí contra los de otro, los de algunos de estos gobernadores contra la autoridad del califa, unos clanes árabes contra los clanes vecinos, chiíes contra sunníes, y sin olvidar a aquellos partidarios de nada y de nadie a quienes parece alimentar el ir contra todos.

Los representantes de la comunidad andalusí, y a su cabeza Abũ Hafs, comenzaron a asistir a las reuniones de conjurados junto a sus aliados, y reclamados por estos. Allí acudían los portavoces de los beduinos de al-Hikma, de los árabes lajmíes, de coptos, melquitas, mamelucos circasianos y doctrinarios puritanos. En las asambleas se dibujaban con tintes muy sombríos la situación fiscal, la dureza y crueldad con que eran reprimidas sus justas reivindicaciones y el peligro real que existía de llegar a desaparecer sus señas de identidad, como la lengua copta. Pero lo más grave era la situación de la población: los impuestos habían arruinado a gran número de familias, los muertos a causa de la hambruna eran ya incontables, además de pueblos enteros abandonados, familias desaparecidas y padres que se veían obligados a vender a alguno de sus hijos para pagar los tributos ( Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot).

Apremiaba vencer y expulsar a los ambiciosos walíes que los oprimían, y, de paso, al-Mamun aprendería que debía elegir mejor a sus gobernadores. Emisarios llegados de al-Fustat, enviados por Eutiquio, el Patriarca de la iglesia cristiana melquita [6], les anunciaron que el walí de la provincia oriental había sido asesinado e idéntica suerte podían haber corrido los gobernadores de otras provincias. Sabían que tras estos desmanes se ocultaba la mano del ambicioso walí de al-Fustat, Ubayd-Allãh ben al-Sarĩ. El walí traidor se dirigía poco después hacia Alejandría con un ejército y pretendía dar batalla contra el walí alejandrino, Abd al-Azĩz al-Girwĩ (al-Ŷarawĩ según otras fuentes), para hacerle correr la misma suerte que al resto de sus colegas.

La población de al-Fustat, la capital egipcia, en general reaccionó con resignación - ¡Qué se le va a hacer, el que toma a mi madre se convierte en mi padrastro!-. Solo se produjo un débil intento de oposición que, presto, había sido sofocado. Sin embargo, en otros puntos del país sí se había luchado con fiereza. Los aliados de los cordobeses ofrecieron todo su apoyo al levantamiento, tanto en hombres como en medios, y para que la respuesta de Alejandría fuera contundente, apremiaba organizar su defensa. Bien conocido era el gobernador Ubayd-Allãh ben al-Sarĩ para los egipcios; era ambicioso, arbitrario y cruel. Se aseguraba que este alzamiento no era un ajuste de cuentas entre walíes, sino que lo que pretendía ben al-Sarĩ era quitar de en medio a todo el que pudiera estorbar sus designios, que no eran otros que traicionar al califa y proclamarse independiente, tomando para sí el título de emir.

Decidieron los conjurados adelantarse a la llegada del rebelde. Era de suponer que el gobernador alejandrino, Abd al-Aziz al-Girwĩ, plantaría cara a su colega felón. Por ello, los conspiradores resolvieron dejar que el walí y las tropas de la guarnición abbasida salieran e hicieran la primera parte del trabajo, mientras ellos aguardaban en la sombra con los hombres que lograran reunir. Si el gobernador de Alejandría resultaba vencido, saldrían las fuerzas conjuradas, descansadas y frescas, a enfrentarse a ben al-Sarĩ y los suyos, que tras su primera batalla ya estarían debilitados; pero, si vencía Abd al-Aziz a ben al-Sarĩ, le cerrarían las puertas e impedirían su regreso a la ciudad. Era la hora de librarse de todos ellos y solo lo lograría una Alejandría independiente de Bagdad y del resto de Egipto.

Sin embargo, las distintas comunidades de alejandrinos autóctonos veíanse impotentes e inermes para enfrentarse a las guarniciones regulares de los dos walíes, ni aunque lograran unirse todos ni aun cuando armaran a voluntarios de la población civil. Y, como ya adelantamos, ahí radicaba la razón por la que los nativos procuraban el concurso de los andalusíes. Estos habían conseguido crear un ejército de unos veinte mil soldados -entrenados desde los doce años en adelante[7] -, disponían de gran cantidad de cabalgaduras, las mismas que habían necesitado para llevar a cabo su penosísimo éxodo, y habían sido armados por los mejores maestros armeros de al-Ándalus, los del arrabal de Córdoba, desterrados junto a ellos.

Los andaluces, por otra parte, aunque inicialmente la prudencia los condujera a evitar el pagar la hospitalidad egipcia con una injerencia indiscreta y desagradecida, comprendían bien sus problemas y los apoyaban, ya que venían de un país donde, como en Egipto, los árabes llegados alzaron armas contra Bagdad; donde, como en Egipto, habíanse habituado a convivir las tres religiones del Libro -recordemos que la comunidad andalusí de Alejandría estaba formada por muslimes y cristianos-; y para colmo, habían sido desterrados por defenderse de los mismos males que aquejaban a los egipcios. Por ello, al pedirles apoyo, ofrecieron sus brazos, sus caballos y sus armas al servicio del país que los acogía. Así, unidos organizaron la defensa de la ciudad contra los walíes traidores, que sabían que quien prevaleciera sobre los demás tendría como botín el milenario Egipto. Pero era Ubayd-Allãh ben al-Sarĩ el más temible de todos.

Cuando Abũ Hafs sugirió que asegurarían el resultado del plan si armaban a aquellos del pueblo en edad de tomar armas, algunos portavoces protestaron: - ¿Armar al pueblo? Poco va este a remediar. ¿Qué se puede esperar de la plebe? ¿Qué pueden dar, sino mayor problema? A fe que la gente menuda del pueblo bravea y amenaza en la paz, pero se esconde en la guerra -. Y Abũ Hafs les hizo ver que los cordobeses que habían venido a aquellas tierras eran también gente menuda del pueblo, sin embargo, se trocaron en lo que eran al verse obligados a unir una espada a las armas que ya empuñaban: las de la desesperación. Tras largo debate, aviniéronse y acordaron que los voluntarios civiles, armados, seguirían a las tropas como infantería de refuerzo.

Era de rigor que el ejército lo acaudillara el grupo que aportara mayor número de fuerzas, por eso el mando correspondía a la comunidad andalusí; y sus representantes eligieron a Abũ Hafs al-Ballutĩ, asumiendo él lo decidido por sus hombres y prometiendo que su pueblo sabría respetar el compromiso que contraía con el pueblo de Alejandría, y eso suponía también que, si vencían en la contienda que se avecinaba, los andalusíes haríanse dignos de establecerse con pleno derecho entre los naturales de aquella ciudad. El pacto quedó sellado. Y cuando el walí local, Abd al-Aziz al-Girwĩ, y su guarnición abandonaron la ciudad, las puertas de la misma cerráronse a sus espaldas, y todos los alminares y las campanas de Alejandría llamaron al acuartelamiento y a la ceremonia de anudar banderas en la mezquita del arrabal de Brucheion.

En el palacio del gobernador quedó una guarnición exigua y, sobre todo, desapercibida de cuanto iba a sobrevenir, pues sobre los adormilados centinelas cayeron gran número de sigilosos amotinados, que al punto los degollaron. En ese instante, desde los airosos alminares se convocaba con apremio a los ciudadanos, y no precisamente a la oración. La plebe irrumpió en la plaza del palacio cuando ya la guarnición había sido reducida. El adalid cordobés pasó alarde de sus tropas y dirigió luego una arenga muy sentida a los presentes, recordando los padecimientos que los egipcios soportaban y alentándolos a sacudir el yugo que con tanta desmesura los oprimía. Tanto logró enardecer con sus palabras a aquella enfervorizada muchedumbre que, se dice, fue vitoreado con idéntica pasión por andalusíes y alejandrinos.

Entre tanto, las fuerzas de los dos gobernadores rebeldes se enfrentaban en algún punto del alfoz de la ciudad. No tardaron en llegar las avanzadillas a golpe de espuela con la nueva de que el gobernador de Alejandría había sido vencido en sangrienta batalla por el walí Ubayd Allãh ben al-Sarĩ en la comarca meridional del lago Idku. Cuando las tropas vencidas, a cuya cabeza venía Abd al-Aziz al-Girwĩ, alcanzaron los muros de la ciudad, mostráronse atónitos al encontrar la Puerta de Canopo cerrada y el adarve de la muralla erizado de arqueros que los recibían flechándolos; bordearon los muros por el exterior, despavoridos, pues las huestes del vencedor les pisaban los talones, pero también hallaron cerrada la Puerta de la Luna y los postigos de la muralla sur, y en todos se les recibió de igual manera. Al-Girwĩ, al verse traicionado, ordenó a sus hombres que se rehicieran en la zona central del delta del Nilo, en Bukolia. Acosados de cerca por las avanzadillas de al-Sarĩ, partieron en desbandada hacia dicha comarca, que el walí vencido suponía muy leal. Sin embargo, el grueso del ejército vencedor no creyó conveniente seguirlos por el momento y puso cerco a Alejandría.

No se conformaron los sitiados con defenderse desde las almenas, sino que, con ejemplar coraje, alternaban sus salidas para dar sangrientos rebatos, con tal ímpetu que acobardaron a las tropas del usurpador, tan agotadas tras toda la mañana de lucha contra el gobernador rival que no estaban en condiciones de defenderse. Resolvió por ello al-Sarĩ levantar el cerco, pero alejandrinos y cordobeses se les abalanzaron por la espalda, dispuestos a dar campal contienda. Alcanzadas las tropas regulares del walí rebelde a medio camino entre Alejandría y Damanhũr, diose allí encarnizada batalla en que ambos contendientes se midieron con heroico valor.

Tras varias horas de inhumana lid, las huestes alejandrinas desbarataron a la caballería egipcia, que huyó en desbandada. Al-Sarĩ hubo de renunciar a Alejandría y escapar con las reliquias de su vencido ejército. Embriagados por el triunfo, saquearon los alejandrinos el campo del walí usurpador, haciéndose con rico botín. Establecieron luego un cinturón de seguridad que protegiera la urbe, guarneciendo el brazo izquierdo de la desembocadura del Nilo, lo que les procuraba territorio por el Este, e instalando aduares al norte de Damanhũr. Estas medidas dotaron a Alejandría de un alfoz con campo suficiente que pudiera garantizar su subsistencia.

Sin duda que, tras su contundente victoria, no dejaría de pensar el caudillo andaluz con amargura: - "Si hubiéramos poseído entonces en Sequnda los medios y la instrucción militar que luego hemos alcanzado, al infame al-Haqem I no le habría resultado tan fácil expulsarnos de Córdoba". Debatieron los vencedores si, tal vez, convendría fundar un emirato. Pero se concluyó tras mucho sopesar los pros y los contras que verían adecuada la creación de un emirato si se tratara aquel de un territorio recién conquistado a los cristianos o a otros infieles, sin embargo, no era así: aquel era un sector que habían desgajado de una posesión del califato de Bagdad; y el califa al-Mamun, como muslimes que eran la mayoría, continuaba encarnando para ellos la máxima autoridad religiosa y la cabeza de la Umma musulmana, cuyo nombre deberían seguir mencionando en la oración del viernes en las mezquitas.

El Estado independiente de Alejandría debería tener por objeto el hacer ver al califa de Bagdad que, pese a que se le reconociera como cabeza de la Umma, Egipto no era Bagdad y requería cierta autonomía política. Por ello, acordaron que su sistema de gobierno debiera consistir en una modalidad de república; y, luego, el tiempo y la actitud del califa decidirían su duración. Alejandrinos y andalusíes se mostraron entonces como precursores avanzados, ya que la forma de gobierno republicana resultaba inédita en los países musulmanes de aquella época. Escribe Gabriel Hanotaux en "Histoire de la nation egyptienne" (tomo IV): "Merced a los disturbios que vivía Egipto y las luchas de gobernadores nombrados para el país por los califas abbasidas, (los cordobeses) constituyeron en provecho suyo una república, apoyados por los árabes lajmíes y por los doctrinarios puritanos". Aunque estos no fueron sus únicos apoyos, sí sus más fieles aliados y por más tiempo.

Abũ Hafs no aparece en las Crónicas Arábigas ni en ninguna otra fuente hasta su llegada a Egipto y su posterior proclamación como máxima autoridad de la República Independiente de Alejandría, y afirman dichas fuentes que fue elegido unánimemente según los testimonios de Humeydi, de ben Huzam y de ben al-Muqãffah. Pero nadie es elegido por unanimidad por su pueblo sin antes haberse dado a conocer ampliamente y poseer méritos muy probados. La ciudadanía autóctona no ignoraba la parte relevante que el ejército andalusí había tenido en aquella victoria; las escasas reticencias que pudieran haber existido, si las hubo, se plegaron al advertir los amplios apoyos con que los andaluces contaban. Es comúnmente aceptado que su elección debió de tener lugar a lo largo del año 822 o inicios del 823 d.C.

Entre tanto, el resto de Egipto continuaba sumido en las mismas luchas intestinas; los dos walíes, Abd al-Aziz al-Girwĩ y Ubayd-Allãh ben al-Sarĩ, proseguían sus enfrentamientos en la región central del delta del Nilo. El walí rebelde ben al-Sarĩ, tras varias sangrientas batallas contra al-Girwĩ, logró derrotarlo en una victoria definitiva y quedó como único dueño de Egipto. Nadie se sorprendió cuando, al punto, desafió la autoridad del califa al-Mamun, proclamó la independencia del país respecto a Bagdad y acuñó moneda con su nombre. A partir de entonces su gobierno fue aún más despótico, las imposiciones de tributos se acrecentaron y el pueblo se sumió en la desesperación. Los alejandrinos, sin embargo, celebraban cuán a tiempo determinaron protegerse de sus desmanes.

La respuesta del califa no se hizo esperar: envió a Egipto un ejército al mando de uno de sus más admirados generales, Khalid ben Mazyad, más conocido por Mukhalid[8], quien, pese a causar harto número de bajas a las fuerzas de al-Sarĩ, fue finalmente vencido y hecho prisionero por el walí rebelde.

En Alejandría corrieron los meses e incluso los años bajo el gobierno del pedrocheño Abũ Hafs al-Ballutĩ [9]; pero no es fácil lograr por largo tiempo el consenso de todos, más aún cuando se logró por tan variopintas alianzas. No tardó en producirse un amago de conjura que los andaluces y sus aliados abortaron, acallándolo con un único, pero realista, argumento: Por el momento, los naturales de la ciudad no podían valerse solos; Alejandría no reunía aún condiciones para dar ese paso con éxito. Habían, por tanto, de elegir: o al-Sarĩ o al-Ballutĩ.

A principios de octubre de 826, los espías alejandrinos llegaron a la ciudad con la información de que un poderoso ejército abbasida había desembarcado en un puerto del mar Rojo al mando del general Abdallãh ben Tãhir, hijo del héroe de Jurasán, y había acampado en Bilbis. Venía ben Tãhir con la misión de pacificar y recobrar el control de Egipto. En distintos puntos del país libró sangrientas contiendas contra el walí rebelde, Ubayd-Allãh ben al-Sarĩ, hasta que en memorable batalla logró aplastarlo y hacerle prisionero; cargado de hierros, fue enviado el traidor a Bagdad para responder ante el califa el 23 de Raŷab del año 211 (29 de Octubre de 826 d.C.).

Varios meses más invirtió el general en lograr la pacificación del resto del Estado. Restaurada la autoridad de al-Mamun en el Creciente Fértil, solo quedaba anexionar el foco independiente de Alejandría. Mucho le habían hablado a ben Tãhir de aquellos expatriados andaluces cuya desesperación habíales conducido a crear un ejército disciplinado capaz de resistírsele al mismo al-Sarĩ, por lo que determinó ir en persona a someterlos. Los cordobeses habían perdido ya algunos apoyos, aunque manteníanse leales los árabes lajmíes y los doctrinarios puritanos, estos con algunas reticencias. Estos aliados hicieron ver a los andaluces que no era lo mismo enfrentarse al cruel usurpador que al califa al-Mamun, a quien todos tenían presente los viernes en sus oraciones.

Ben Tãhir decretó el exterminio de los andaluces si se le enfrentaban o su expulsión de Alejandría con vida si entregaban de buen grado la ciudad ( Crónica de Abũ-l-Fath). Abũ Hafs decidió defenderse frente al general abbasida pese a que entendía la repugnancia de sus aliados a enfrentarse al enviado del califa, pero a ellos no les dejaban otra opción. Liberó, finalmente, a los árabes lajmíes de su compromiso para con ellos por no implicarlos en algo que los violentaba y que podría acarrearles dolorosas represalias de parte de sus propios hermanos de sangre. Al final, decidieron conformarse solo con la ayuda de voluntarios.

Los adversarios eran muy superiores en número, y el esfuerzo andalusí por tanto no podría mantenerse por largo tiempo. Muchos de los voluntarios cambiaron de idea al verse frente a los pendones del califa: hubo quien volvió grupas, abandonando la batalla, y quien traicionó a Abũ Hafs, pasándose al enemigo ( Crónica de Abũ-l-Fath). Muchas fueron las bajas que en la precipitada desbandada final quedaron atrás, abandonadas en aquel campo regado de sangre; no pudieron recobrar ni uno solo de sus muertos y heridos, urgíales lograr el amparo de la ciudad y cerrar sus puertas.

Las huestes abbasidas de ben Tãhir alcanzaron las murallas de Alejandría y pusieron apretado cerco en torno a ellas. Lo peor que podría suceder era que, además de padecer un estado de sitio, el interior de la ciudad se convirtiera en escenario de una guerra civil. Las facciones opuestas hacían correr bulos que lograban atemorizar a los ciudadanos. El último resultó el más eficaz en ese cometido: si bien Alejandría creía estar salvada con el mar, sabía no obstante que no podría subsistir sin el agua dulce de sus canales; y las tropas abbasidas tenían el control de todo el caudal que provenía del Nilo[10]. Una mañana comenzó a circular el rumor de que el ejército califal había resuelto envenenar las aguas del canal para forzar la entrega de la ciudad. Temíase, además, que las fuerzas del zabalsurta abrieran las puertas, por lo que se reforzó la vigilancia en todas ellas.

Finalmente, los cordobeses resolvieron iniciar tratos de capitulación. Se cree que los embajadores de al-Ballutĩ pudieron ser, además de un representante de la iglesia de los doctrinarios puritanos y de un príncipe lajmí, también el alfaquí andalusí Yãhya ben Yãhya, que era considerado ya uno de los sabios de su tiempo. Llevaban la encomienda de presentar a Abdallãh ben Tãhir la oferta de rendición de la plaza y de interceder para lograr arrancarle las mejores condiciones, haciendo notar al general el papel desempeñado al vencer al usurpador e, incluso, le harían saber que al-Ballutĩ fue elegido por todos los representantes étnicos y por la población con plena unanimidad. Los mediadores portaban vitelas con el sello del caudillo andalusí.

Cuando volvieran al interior de la muralla tras largas horas de ausencia, lo harían sin duda con gesto grave. Habían conseguido para los andalusíes el perdón de las vidas, pero no así el derecho de permanencia en Alejandría ( Crónica de Abũ-l-Fath). Las condiciones ineludibles impuestas por el califato abbasida eran:

Primera: entrega de la ciudad al representante autorizado del califa, el general Abdallãh ben Tãhir, antes de la primera oración del siguiente día, de tal modo que, si se apagaban los ecos del azalá de al-suhb y no se habían abierto las puertas, el ejército califal tomaría Alejandría por asalto. Segunda: evacuación de la ciudad por parte de todos los andalusíes, incluidos mujeres, niños y ancianos. Tercera: compromiso jurado por parte de los representantes de los andalusíes de no volver a establecerse en ningún puerto o ciudad de los dominios abbasidas. Cuarta: exclusión de los cristianos andaluces en aquel perdón; si antes no se convertían al Islam, ellos no recibirían el amán, y los mozárabes serían ejecutados.

Pero no todo lo acordado era negativo, pues en las contrapartidas que el califa ofrecía a través de su delegado se comprometía a:

Primero: perdón de las vidas de todos los andalusíes, excepto los cristianos si no se convertían. Segundo: permiso de salida de Egipto llevando todos sus bienes -incluidos los resultantes de las ventas de sus casas si las poseyeran en propiedad-, sus animales y sirvientes, a excepción de los esclavos autóctonos de Egipto, pues ningún egipcio los debía seguir por fuerza, solo las esposas en caso de matrimonios mixtos y ciudadanos adultos y libres que determinaran acompañarlos de forma voluntaria. Tercero: concesión de los plazos suficientes para la evacuación. Cuarto: compromiso por parte abbasida y egipcia de asistencia con medios, como carros, caballos, camellos, suministros, barcos -si la partida fuera por mar- y una suma considerable en mitcales de oro[11] ( Crónicas de Tabari, ben Said, Nuwayri...)

Insistieron los mediadores a ben Tãhir en que la designación de Abũ Hafs fue decidida por unanimidad y, sobre todo, insistieron en defender a los cristianos cordobeses; le hicieron ver que, a ese respecto, se daba el mismo caso que con los coptos egipcios, y a los coptos no se les había obligado a islamizarse. Consiguieron, finalmente, el perdón de las vidas también para los mozárabes. Fue lo único que lograron rectificar. Abũ Hafs y otros representantes del pueblo cordobés determinaron aceptar las condiciones y entregar la ciudad. Estos trascendentales acontecimientos sucedieron en la luna de Šafer de 212 de la Hégira (marzo o abril de 827 d. C.).

Reunidos para la firma de la capitulación el caudillo andalusí y ben Tãhir, como este sugiriera Creta como posible destino para los desterrados y aquel admitiera que lo había pensado tras conocer la isla en su periplo marítimo, antes de su llegada a Alejandría, el general insistió en que, si lograban adueñarse de aquella isla, verían que todo eran ventajas. Al pertenecer al imperio de Bizancio, no era por tanto tierra que hubieran de arrebatar a musulmanes hermanos de ley, sino que, al tiempo que se procuraban un hogar, hacían la ŷihãd, trabajaban por la propagación del Islam y obedecían a Alá, por lo que todos sus pasos serían recompensados con abundantes premios en el Paraíso. Por tanto, si Creta estaba en las miras de los andaluces y ese era su destino, obtendrían todo el apoyo del califa al-Mamun porque a todos interesaba aquella conquista, de modo que, a partir de ese instante, las negociaciones dejaron de ser de rendición para pasar a trocarse en pactos de alianza.[12]

Ben Tãhir remarcó que, si la isla pasara a su poder y se integrara en la Umma musulmana, la seguridad de las costas de Egipto se vería muy reforzada, porque se trataría ya de la creación de un Estado frontera, interpuesto entre los reinos cristianos y el norte de África. El emirato de Creta constituiría un freno para los bizantinos, por lo que la seguridad que aportaría una Creta musulmana a los países árabes y norteafricanos sería, por sí sola, razón suficiente para que estos también se implicaran en dicha conquista. Y no sería ese el único beneficio que podría reportarles..., porque, además, quien dominara el Mediterráneo oriental controlaría el comercio. Por ello, el general sumó a las condiciones anteriores la que sería mejor aportación del Califato de Bagdad a aquella gran empresa: cuarenta barcos, entre los de transporte y los de guerra, totalmente equipados con sus enseres, aparejos, armas, cartas de navegación, astrolabios, tripulaciones y remeros mercenarios.

Con esos medios y apoyos, aquella ardua misión de conquistar la histórica gran isla debió de parecerle a al-Ballutĩ más factible, sobre todo si se tenía en cuenta también que, en las expediciones anteriores emprendidas por los andalusíes, habían podido advertir que la isla se encontraba desprotegida y que la guarnición bizantina era escasa y hallábase desapercibida. En el nuevo pacto concertado se incluyó también el alistamiento voluntario de cuantos egipcios quisieran para llevar a cabo aquella ŷihãd (Crónica de Abũ-l-Fath).

Sabido es que la conquista de Creta concluyó felizmente y que constituyó el broche de oro que cerró la gran epopeya protagonizada por los cordobeses desterrados del arrabal de Sequnda, según ya la conocen quienes han leído mis artículos anteriores sobre el tema[13] o mis libros " Los Andaluces Fundadores del Emirato de Creta" y " La Estirpe del Arrabal ".

- A History of Egypt (Volumen VI: La Edad Media), Stanley Lane-Poole.- Edit. Boston Public Library.- 1901.

- Description topographique et historique de L´Égipte (Mawaiz wa al ´I`tibar bi dhikr al-Khitab wa al-´athar), Ahmad ibn Alí al-Maqrišĩ (trad. de Urbain Bouriant).- Ed. E. Leroux, París 1895.

- Histoire de la nation égyptienne (tomo IV), Gabriel Hanotaux.- Ed. París, Société de l´Histoire nationale.- 1931.

- Historia de Egipto: De la conquista árabe al presente, Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot.- Edic. AKAL, S.A.- Tres Cantos, Madrid, 2008.

- La Odisea de los Andaluces conquistadores de Creta: desde Córdoba a través de Alejandría hasta Creta, ponencia de Vassilios Christides en el simposio "Graeco-Arabica XII (2017)", Congreso Internacional de Estudios Greco-Oriental y Africano (Institute for Graeco-Oriental and African Studies), 2017.

- Los Andaluces fundadores del Emirato de Creta, Carmen Panadero.- Ed. Amazon, 1915.

- Los Mawalĩ de Abd al-Rahmãn I, Maribel Fierro.- C.S.I.C., Madrid, 1999.

- The Arab occupation of Crete, E.W. Brooks.- The English Historical Review.- Oxford University Press.- 1913.

- The conquest of Crete by the Arabs (CA. 824), Vassilios Christides.- Akademia Atenon.- Atenas, 1984.

- The History of the Governors of Egypt, Abũ Umar Muhammad ibn Yusũf al-Kindi.- Forgotten Books, junio 2017.

[1] - Bajo el gobierno del califa al-Mamun, "una serie de gobernantes severos y sin escrúpulos abusaban de la población y la extorsionaban de manera ilegal. Los walíes gobernaban como si el país fuera una posesión personal y no una provincia del imperio" ("Historia de Egipto" de Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot).

[2] - " Descripción de Egipto", de al-Makryšĩ.

[3] - Al que los cronistas egipcios de la época conocían como al-Kinanĩ (más información sobre esto en el Apéndice de mi ensayo "Los Andaluces Fundadores del Emirato de Creta", punto 2).

[4] - " Historia de Egipto ..." de Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot.

[5] - En el siglo XIX se llevó a cabo un intento -sin demasiado éxito- por recuperar la lengua copta, convertida ya únicamente en lengua litúrgica. En la actualidad, los coptos suponen el 10% de la población egipcia. (" Historia de Egipto", de Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot).

[6] - Melquitas, nombre dado por los monofisitas a los católicos orientales que acataron las conclusiones del Concilio de Calcedonia (451 d.C.), cristianos que se mantenían fieles a la iglesia de rito bizantino, pero que vivían fuera del Patriarcado de Constantinopla. Aunque eran monofisitas, como los coptos, pertenecían a una rama cristiana diferente a la copta.

[7] - Si fueron 15.000 las familias cordobesas llegadas a Egipto, con una media de seis miembros por familia en el s.IX (según las fuentes), harían un total de entre 85.000 y 90.000 personas; si se tiene en cuenta que formaban parte del ejército los varones desde los 12 años en adelante, podría alcanzarse una cifra aproximada a la citada.

[8] - En la "Crónica de Abũ-l-Fath", la fecha de llegada a Egipto de Khalid ben Yazĩd ben Mazyad es imprecisa, pues, si bien primero dice que fue en 825 d.C., más adelante asegura que tuvo lugar cuatro años antes de que lo hiciera Abdallãh ben Tãhir, y éste estuvo en Egipto en 826-827 d.C.

[9] - Pedrocheño, originario del pueblo de Pedroche (Córdoba).

[10] - Historia de Egipto. De la conquista árabe al presente, de Afaf Lutfi al-Sayyid Marsot.

[11] - Mitcal ( mitqãl), variante del dinar de peso legal; equivalía a 10 o 12 dírhems.

[12] - Crónicas de Baladhuri, Tabari, ben al-Athĩr, ben Said, ben Khaldun y Nuwayri. Entre los historiadores modernos, el griego Vassilios Christides, escribe: " Nuwayri va más allá que otros autores árabes que presentaban a los egipcios como meramente sugiriendo Creta a los andaluces. Nuwayri, además, deja claro que fueron los egipcios los que los transportaron a Creta". Esta afirmación no debe ser tomada literalmente; seguramente haga alusión a que les proporcionaron los medios de transporte.

[13] - Artículos de Carmen Panadero en Las Nueve Musas sobre este asunto: "Los cordobeses que conquistaron Creta", "Andalusíes contra Bizantinos", "Relaciones entre al-Ándalus y los cordobeses desterrados", "Las huellas de los cordobeses en Creta", "La aniquilación de los cordobeses de Creta" y "Decadencia de Bizancio en la Edad Media".