Caballo sea la noche es un Equusespañol donde el psiquiatra y el adolescente devienen en un padre y un hijo que, en esta ocasión, se exorcizan el uno al otro a través de las reglas que impone la enfermedad de la noche. Una noche que el hijo transforma en un descomunal caballo blanco que lo puede todo. Una noche que es la partícipe de aquello que no se puede contar por el dolor que nos causa. Un dolor que se hace verbo mediante la inmaterialidad de las palabras. Palabras que se ahogan en la voz interior de un hijo que busca romper ese silencio mediante los vericuetos de una vida a los que quiere dar una salida sin ser consciente de la verdad. La suya. La propia. La única verdad. Y enfrente de él la voz la madre, que escupe las palabras al exterior por más que no las pronuncie y solo las piense. Un duelo de voces que se ejecutan a lo largo de cinco largas frases separadas entre comas, puntos y coma o dos puntos que copian el estilo del escritor polaco Jerzy Andrzejewski, lo que no le quita ni un ápice de complejidad y virtuosismo a este tenso y bien elaborado juego de frases capaces de mantener un ritmo y una tensión únicos.
Hay brumas y brumas. Y las de Caballo sea la noche son de esas donde el pasado se enfrenta al presente. Brumas que se comportan como un gran agujero negro. Infinito. Inclasificable. Atroz. Brumas que, quizá, sean lo más parecido a esa incertidumbre que no puedes identificar con el paso del tiempo o los recuerdos. En esa nebulosa, donde la nada lo es todo, solo cabe continuar. A tientas. Con miedo. Sin aparentes certezas. En esa vuelta hacia atrás. Hacia lo que fuimos, solo te asiste el corazón. El corazón es el único que no miente cuando se acelera y te tiembla la voz. Un corazón como esos zarpazos de vida manchados de sangre y muerte perdidos en el agujero negro del mundo que marca nuestro tiempo y nuestras vidas. Vidas entregadas a la inmaterialidad de las palabras.
Ángel Silvelo Gabriel.