Esta producción de 1942, parte de la contribución del cineasta Alfred Hitchcock al esfuerzo propagandístico de los aliados en el marco de la Segunda Guerra Mundial, en este caso dentro de las coordenadas del frente doméstico, puede considerarse la hermana pobre de una trilogía que compondría junto a 39 escalones (The 39 steps, 1935) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Al igual que ellas, Sabotaje cuenta con el protagonismo de un inocente, un hombre ordinario, común y corriente, dedicado a sus quehaceres habituales (en este caso es un obrero en una fábrica de aviones de combate), repentinamente inmerso en una situación límite en la que es perseguido tanto por un grupo organizado de espías como por las fuerzas de la ley que lo consideran un saboteador al servicio de los países del Eje. Barry Kane (Robert Cummings), que ha visto morir a su mejor amigo entre las llamas de un incendio provocado por un supuesto agente extranjero camuflado en la identidad de otro obrero llamado Fry (Norman Lloyd), es considerado culpable por las autoridades norteamericanas, y como tal es perseguido durante una huida en la que intenta desenmascarar a los verdaderos responsables, una organización oculta, compuesta por personas respetables, de intachable reputación, que maniobra en la sombra en favor de los intereses de los enemigos de Estados Unidos. En su periplo recibe la ayuda, primero a regañadientes, luego coronada por el amor, de Pat (Priscilla Lane), junto a la que sortea todo tipo de peligros.
El argumento posee todas las líneas básicas del modelo hitchcockiano para este tipo de producciones: el falso culpable, el papel amenazante de la policía, los villanos con glamour que se desenvuelven entre confortables ranchos y lujosas mansiones en las que ofrecen suntuosas recepciones para invitados importantes, el azar como detonante de la tensión y la intriga, el amor como trasfondo irónico de una trama seria (una vez más, las esposas que la policía coloca a Barry sirven de metáfora visual y socarrona a la relación entre él y Pat, su inicial desencuentro y su progresiva atracción, que colapsa en amor y que promete un matrimonio considerado como una cárcel… para él), un carrusel de persecuciones, suplantaciones, equívocos y enfrentamientos dialécticos con mayor o menos ingenio que lleva a los protagonistas de costa a costa y, por fin, el desenlace en un entorno grandioso, monumental, perfectamente reconocible, en esta ocasión en lo alto de la Estatua de la Libertad. Todo ello sin abandonar, claro está, los giros inverosímiles (que al bueno de Hitch le traían sin cuidado) y el comportamiento algo ilógico de un buen número de personajes que asisten a Barry en su huida (el conductor del camión, los freaks del circo en ruta…) porque su presunta simpatía puede más que su posible condición de saboteador a sueldo del enemigo, sin descuidar tampoco el humor (los anuncios en la carretera que parecen anunciar los siguientes pasos en el futuro inmediato de Barry), y ofreciendo algunas muestras impagables de creatividad visual propia del genio británico. Así, toda la conclusión, con la recreación en estudio de la cabeza de la Estatua de la Libertad, o algunos momentos especialmente brillantes como la caída del protagonista desde el puente, el instante en que el incendio devora a su mejor amigo, la secuencia, plena de tensión y violencia física, de la botadura del barco y el detonador de la bomba que debe hundirlo (a todas luces, eso sí, insuficiente dada la escasa dimensión de la explosión, lo que hace pensar en unos saboteadores un poco chapuceros), el fantástico pasaje de la persecución y el tiroteo dentro del cine, con la silueta de Fry dibujándose negra en la pantalla y el humo de los disparos elevándose en el resplandor plateado de la proyección…
Capítulo aparte merece la relación, tratada como siempre en modo sarcástico, entre Barry y Pat. Una vez más unidos por unas esposas, el relato amoroso posee tanta importancia o más que la trama criminal que la película ofrece en primer término, hasta el punto en que no se sabe si este argumento principal no es de algún modo un pretexto, si no un subrayado simbólico, de lo que realmente le interesa mostrar, que es la conformación de esa relación romántica y la plasmación de cierto escepticismo sobre el amor, cuando no su absoluto descrédito pensando en el futuro de un matrimonio considerado, en cierto modo, como una prisión, como una obligación a la que estar atado, precisamente, con unas esposas. En el extremo contrario, como ocurre siempre con la teoría del MacGuffin, todo lo relacionado con la actividad criminal de la organización responsable de los sabotajes queda deliberadamente diluido, difuso, oportunamente en segundo plano, cediendo todo el protagonismo a la acción, a la emoción, al suspense. No se sabe si trabajan para los alemanes, para los japoneses o para ambos, no se sabe si son norteamericanos traidores a su país, ciudadanos de origen alemán leales a sus raíces o alemanes infiltrados. El trasfondo político no le interesa demasiado a Hitch, aunque en el guión hay claras concesiones al discurso de esfuerzo bélico, como por ejemplo cuando Barry se enfrenta con gran violencia verbal a sus captores y manifiesta la vigencia imperecedera de los valores que mueven a su país, que serán sostenidos hasta las últimas consecuencias y heredados por quienes vengan después, o, de manera todavía más elocuente, cuando Pat, en lo alto de la Estatua de la Libertad, lee a Fry parte del texto del escrito de cesión del monumento a las autoridades norteamericanas por los franceses. Esto no es modo alguno ocioso, puesto que los Estados Unidos vivieron un profundo y controvertido debate entre intervencionismo y aislacionismo frente al ascenso nazi y el estallido de la guerra en Europa que sólo el ataque japonés en Pearl Harbor en diciembre de 1941 cerró en favor de la primera opción.
Basada en una idea original del propio Hitchcock, y coescrita por Dorothy Parker, el gran Peter Viertel y la habitual y estrecha colaboradora del director, Joan Harrison, Sabotaje se erige así en una película menor del Mago del Suspense, profundamente insertada en su coyuntura sociopolítica, pero que al mismo tiempo ofrece un catálogo completo de los modos y maneras de Hitch al enfrentarse a una historia de amor e intriga, todo un compendio de sus manías, sus filias y sus fobias técnicas y argumentales al servicio de la pura diversión de su público y también, al menos en este caso, a la causa aliada.