Alfred Hithcock presenta: Topaz (1969)

Publicado el 28 marzo 2016 por 39escalones

A finales de los 60, Alfred Hitchock buscaba desesperadamente un proyecto que le resarciera del fiasco de su cinta anterior, Cortina rasgada (Torn curtain, 1966), que, a pesar de algunas potentes escenas, de contar con un protagonista de primer nivel, Paul Newman, y de meterse de lleno en el pujante clima de la Guerra Fría, había significado el comienzo de su decadencia como cineasta. Sólo así se entiende que aceptara un proyecto ajeno, muy trabajado y avanzado antes de que pudiera ponerle la vista encima y contratar un guionista de su preferencia (Samuel A. Taylor), para intentar extraer de él una película propiamente hitchcockiana. Universal había adquirido, con opción de compra para adaptarla a la pantalla en forma de guión, Topaz, la novela de Leon Uris basada someramente en un hecho real, la existencia de un espía comunista en el gabinete del general De Gaulle. Censurada en Francia por el gobierno, en Estados Unidos se había convertido en un best-seller, aunque las dificultades de llevarla eficazmente al cine, dada la abundancia de escenarios y localizaciones de rodaje, de diálogos y de personajes, eran incontables, inasumibles. Aun así, Hitchcock aceptó la oferta de la Universal y se puso a trabajar junto a Taylor en un material que, siendo explícitamente político, marcadamente anticomunista, tampoco era lo más adecuado para un director que siempre había intentado dejar las razones políticas en un segundo plano. Tal vez la necesidad apremiante de un éxito, en un momento en que las películas de James Bond (que Hitchcock había contribuido a inventar gracias a Con la muerte en los talones, 1959) tenían tanta o más repercusión en taquilla que una de las sensaciones de la época, el cine político hecho en Europa del que Costa-Gavras y su fundamental Z eran justo entonces la avanzadilla, le convencieron de que se trataba del camino más corto y seguro para apuntarse un nuevo triunfo. El resultado, a pesar de los diversos aciertos puntuales, demuestra que se equivocó.

La película posee un buen puñado de instantes meritorios e imágenes poderosas, pero acusa la falta de un reparto demasiado heterogéneo en un argumento disperso y deslavazado que no permite establecer ninguna química, que impide toda chispa interpretativa. Ante la imposibilidad de contar con Sean Connery, que por aquellas fechas trataba de huir precisamente de este tipo de planteamientos, Hitchcock recurrió al inexpresivo austríaco Frederick Stafford, para protagonizar una historia construida con un prólogo y dos partes bien diferenciadas, casi se diría que pertenecientes a películas distintas. El prólogo relata con pormenorizada atención y con todo el despliegue del talento hitchcockiano para narrar sin palabras una absorbente situación de suspense, la deserción en Copenhague de un diplomático soviético y su familia y su paso al bando norteamericano. Ese es el detonante de la acción: el coronel Kusenov (Per-Axel Arosenius) revela dos importantes informaciones, por un lado la instalación de misiles soviéticos en Cuba, y por otro la existencia de un informador soviético entre los miembros de los servicios de espionaje franceses. Ante la imposibilidad de actuar en Cuba, y dadas las implicaciones que el asunto puede tener para Francia, el responsable americano (John Forsythe) recurre al agente francés en Washington, André Devereaux (Stafford), para que, aprovechando la estancia de un grupo de diplomáticos cubanos en Nueva York para intervenir en la ONU, se haga con una copia de los planes soviéticos para la isla, y, después, para que se desplace a La Habana y obtenga pruebas documentales de la certeza de lo declarado por Kusenov. Sin embargo, Devereaux, que vive en Washington con su esposa, tiene otras razones para viajar a Cuba: su relación adúltera con Juanita de Córdoba (Karin Dor), importante ideóloga en los primeros años de la revolución que, tras haber enviudado, se ha convertido en una especie de musa para los comunistas cubanos, y que es cortejada sin tapujos por el dirigente cubano Rico Parra (impresionante John Vernon), el delegado cubano ante la ONU.

El pasaje cubano es el que atesora los mejores momentos de Topaz, precisamente ante un contenido no precisamente hitchcockiano. De entrada, en Nueva York, tiene lugar la emocionante secuencia del hotel, cuando Devereaux entra en contacto con un agente (impagable Roscoe Lee Brown) con el fin de que se introduzca entre la delegación cubana y sondee y soborne al secretario de Parra, Luis Uribe, con el fin de que le deje fotografiar los planos de las instalaciones soviéticas en Cuba. La secuencia está conducida con la legendaria maestría de Hitchcock, haciendo recaer el suspense en el ritmo y en el montaje, en el que miradas, movimientos y objetos cobran absoluta relevancia. Más adelante, es igualmente meritoria la construcción del juego del ratón y el gato entre Parra y Devereaux, del que la intriga internacional es sólo una parte, un arma más de sus maniobras en torno a Juanita de Córdoba. Por último, el instante supremo de este pasaje lo constituye el desenlace del personaje de Juanita, con la muerte abriéndose como una flor letal sobre el ajedrezado embaldosado de su lujosa hacienda. Por el contrario, en el pasaje cubano se dan también algunos de los mayores inconvenientes de la película, como son los anticlimáticos elementos paródicos, con vocación crítica, del comunismo cubano, y los planos explícitamente políticos, incluidas las torturas a los disidentes detenidos, que Hitchcock no consigue manejar con soltura y comodidad.

Cuando la trama se introduce en la parte francesa del argumento, el filme decae sin remisión. Philip Noiret y, sobre todo, Michel Piccoli, por entonces en plena cresta de la ola tras sus trabajos con Buñuel o Godard, entre otros, dan la réplica a un ya de por sí corto de carisma Stafford en una narración en la que, de nuevo, se entremezcla lo puramente relacionado con el espionaje con los problemas matrimoniales del agente francés (pésimamente reflejados dada la inoperancia de Stafford para dar contenido emocional a su personaje, superado en todas las líneas por Dany Robin dando vida a la esposa despechada y traidora). Falto de garra y de imágenes impactantes en comparación con el segmento cubano (el deficiente tratamiento visual del suspense en la comida de los espías, en la que las imágenes, los insertos de Stafford fijándose en Noiret no están a la altura del diálogo lleno de evasivas y confusión; o la caída del cuerpo por la ventana sobre el techo del coche), la deficiente construcción termina por eclosionar en un lamentable final impuesto por las circunstancias: descartado el inicialmente rodado, en el que Stafford y Piccoli se enfrentaban en un duelo al más puro estilo del western en un estadio de fútbol vacío, ya que hizo reír al público norteamericano en los pases previos, Hithcock se encontró con la imposibilidad de rodar una conclusión alternativa al hallarse ambos actores ocupados en otros proyectos. Sin saber cómo terminar el filme, pero convencido de que la solución propuesta, la asunción de culpa por parte del personaje de Piccoli, tras ser descubierta su identidad como agente doble, y su deseo de dejarse matar por Devereaux, era válida, Hitchcock tuvo que improvisar una solución de emergencia, claramente deficiente, utilizando un plano cortado de Noiret, que en la narración pretende pasar por Piccoli, entrando a la residencia de este y añadiendo el sonido de un disparo suicida, para encadenarlo con los créditos finales y la banda sonora (estupenda, eso sí) de Maurice Jarre. Un final chapucero muy lejano a la proverbial pericia técnica y narrativa del mago del suspense.

Con todo, la película mejora de salud con el paso del tiempo, a pesar de sus artificiosidades y del lastre que suponen sus fragmentos más planos y del demagógico tratamiento del aspecto político, gracias a algunos bellos momentos del episodio cubano, al magnífico uso del suspense en momentos concretos, a la hermosa fotografía de Jack Hildyard y al empleo del humor, no siempre basado en estereotipos, que Hitchcock despliega veladamente a través de algunos diálogos sarcásticos así como en el reflejo de la deriva del personaje de Kunesov una vez hecho a las comididades y al ocio de vivir sin trabajar en el mundo occidental. No obstante, Hitchcock es mucho Hitchcock, y los mejores momentos de la película justifican un visionado absorbente y disfrutable.

Vale la pena añadir que la película justificó una de las más conocidas declaraciones del director inglés, y que quizá es la explicación al discreto, al menos en parte, acabado final de Topaz: “para mí una película está terminada en un noventa y nueve por ciento cuando está escrita. Algunas veces preferiría no tener que rodarla. Uno se imagina la película, y después todo se viene abajo. Los actores en los que uno ha pensado no están libres, uno no puede disponer de un buen reparto. Sueño con una máquina IBM en la que ponga el guión por un lado y la película aparezca por el otro, terminada y en color”. Qué grande es el cine.