El día 25 de febrero he sido invitado a dar una conferencia en el cierre de las Jornadas Insulares sobre el Paisaje que se celebrarán en la sede de la Caja de Ahorros de Santa Cruz de Tenerife. Estas son las palabras introductorias a lo que allí expresaré:
La sociedad de las islas Canarias lleva bastantes años ya batallando para proteger el frágil y escaso territorio en que vive. Probablemente, desde una perspectiva y con unas herramientas ligeramente inapropiadas. La confianza exclusiva en los dictados de un entramado legal sumamente complejo ha contribuido a la extensión de una fronda burocrática en el gobierno de los usos del suelo, sin parangón en otros lugares del mundo.
<---Dentro de este panorama, los llamados planes de ordenación de inspiración urbanística se han convertido en los campos de batalla en los que se ventilan las contradicciones inherentes al aprovechamiento del territorio. Y esa meticulosa visión legalista que se ha impuesto, ha hecho que aquí los planes sean más instrumentos de ordenación que de planificación. Los Planes Generales de Ordenación de los municipios canarios son un ejemplo de lo que se señala. Actualmente, constituyen extensas justificaciones, dedicadas a cumplimentar la ingente panoplia legal urbanística así como a lidiar con el copioso catálogo de normas sectoriales, cuyo cumplimiento se hace progresivamente más difícil e inverosímil. Esos planes orientados al gobierno del territorio municipal raramente abordan el despliegue de una estrategia para su transformación positiva, abarcando -como correspondería- el consiguiente catálogo de acciones cuantificadas y valoradas. Han acabado transformándose en una inmensa relación de referencias cruzadas y argumentaciones prolijas dedicadas al cumplimiento de la infinita lista de requerimientos que las leyes les han asignado. Un caldo de cultivo ideal para la demagogia, el capricho, la corrupción y el fraude; un espacio en el que se mueven con dificultad numerosos actores (políticos, funcionarios, empresarios y especuladores) y que se caracteriza por una ausencia de transparencia cada vez mayor. La idea de planificar, es decir pensar, jerarquizar, presupuestar y organizar temporal y prácticamente acciones para lograr unos objetivos y, finalmente, conseguir una situación mejor que la que se tenía de partida, ha sido claramente olvidada y sepultada por esa visión legalista imperante que los canarios tenemos sobre la ordenación del territorio.---> <---
Hoy en día, aproximadamente la mitad de la superficie del archipiélago está protegida ambientalmente con una extensa red de normas e instrumentos, que dificultan enormemente las acciones humanas. Es bastante difícil hasta mover una piedra de lugar, al tener que someterse a la aprobación del acto administrativo correspondiente. Un marco burocrático que se ha convertido en un suplicio para aquella minoría de personas que están involucradas con el aprovechamiento del suelo protegido, agricultores, residentes, etc.
Por el contrario, y a pesar de esa maraña legal, la otra mitad del territorio insular se ha transformado en el espacio para la disposición de todos los horrores paisajísticos imaginables y que se pueden ejercer en un lugar concreto. Creo que ha quedado meridianamente claro que las complejas regulaciones instituidas en un largo proceso de décadas no han logrado encauzar adecuadamente la protección paisajística de las áreas urbanas y periurbanas.
En una visión idealista del paisaje, alguien podría señalar que esto es el resultado de la maldad intrínseca a las acciones humanas, al materialismo imperante. O también una consecuencia del egoísmo que se derivaría de una idea tecnocrática del espacio disponible como recinto económico en el cual obtener simple rentabilidad.
De acuerdo a un planteamiento filosófico neoplatónico, el bien y el mal serían estados de las cosas que podemos percibir de una manera innata, su conocimiento no es adquirido. Casi se podría argumentar que la percepción de la belleza del paisaje estaría relacionada con la bondad de las acciones colectivas, con la aproximación al ideal del bien común y el interés general, mientras que la fealdad de los lugares podría ser consecuencia de un déficit social ligado a un individualismo a ultranza, a aquella postura del sálvese quien pueda.
A partir de lo expresado, el trazado de una carretera, el proyecto de una urbanización residencial o la valoración de su impacto ambiental son reflexiones que expresarían en sí mismos el mayor o menor grado de adecuación al bien común y, por tanto, la belleza o fealdad paisajística resultante que una sociedad estaría dispuesta a asumir
Creo que ha llegado la hora de tomar conciencia de esta situación y actuar de una manera pragmática. Habría que deshacer parte del camino andado, reduciendo al mínimo imprescindible la carga legal imperante y, consecuentemente, estrechar el marco burocrático relacionado. Poner un mayor énfasis en la calidad y legibilidad de las ideas que se quieren trasladar al territorio y no escatimar en los recursos colectivos destinados a su consecución. Todo lo cual debería redundar en una mayor belleza del paisaje que habitamos.
Y en una dirección positiva, empezar a reclamar las cuestiones más elementales y básicas, aquello que, por evidente, se justifica desde el pragmatismo. Y, lógicamente, ello no debería constituirse en otro argumento para hacer nuevos documentos e instrumentos legales que añadir al amplío abanico ya existente. Como diría Como diría Jane Jacobs en su inteligente libro de 1961, sobre la Vida y muerte de las grandes ciudades: En la seudociencia del planeamiento urbano, años de aprendizaje y una plétora de sutiles y complicados dogmas se han levantado sobre una base de sin sentido.
La legislación urbanística canaria ha impuesto un galimatías de difícil acercamiento y comprensión, incluso para los especialistas que trabajan en este campo. Un maremágnum de disposiciones que en su interpretación hace las delicias de aprovechados y especuladores.
En la mejora del paisaje, una de las primeras ideas que habría que recuperar sería la de la aplicación del sentido común. Otro criterio básico debería ser el de la simplicidad, la definición de pautas que fueran claramente entendibles por toda la población.
Aprovechar algunas cuestiones sencillas establecidas en la legislación vigente (y que son ignoradas actualmente) podría ser una primera acción en sentido positivo. La propia Ley Canaria de Directrices de 2003 tiene un interesante capítulo específico dedicado al tratamiento del paisaje. Una serie de criterios que, raramente son tenidos en cuenta de una manera cabal. Algo similar podría decirse sobre algunos reglamentos aprobados en los últimos veinte años como el de accesibilidad y supresión de barreras arquitectónicas y urbanísticas. O el relativo a la ordenación de las carreteras o el que se refiere a la protección del dominio público hidráulico.
Habría que concentrarse en la propuesta de pequeñas intervenciones y acciones que mejoren realmente la calidad de vida de las personas que habitan esos espacios que consideramos nuestro entorno próximo. Mejoras que influyan en cuestiones tan simples como la capacidad para pasear adecuadamente, para poder moverse como peatón en tu pueblo y en tu barrio. Lograr que el espacio urbano colectivo sea más seguro y armonioso, incrementando la calidad visual y funcional de nuestro paisaje cotidiano. En definitiva, habría que incidir con más intensidad en las acciones para regenerar adecuadamente el territorio común, más allá de los espacios que hemos etiquetado como naturales.
Es que algo tan primario como las aceras -que brillan por su ausencia en tantos lugares- son el primer lugar para la socialización, para la interacción colectiva, como señalaría de una manera tan preclara también Jacobs hace más de 50 años. Y, curiosamente, no les prestamos ninguna importancia ni a su disposición ni a su tamaño ni a los elementos que en ellas se sitúan.
Otra cuestión que influye en la calidad de nuestro entorno es la capacidad de los lugares para atraer actividades diversas. Algo que debería fomentarse desde las instituciones públicas. Una urbanización de viviendas unifamiliares puede ser el lugar más monótono e insolidario del mundo. Y es que además, es poco seguro. A los entornos monofuncionales no acuden visitantes o paseantes, si no es por obligación o necesidad, generando la inseguridad que se deriva de la ausencia de personas.
Finalmente, habría que actuar sobre el territorio extenso para mejorar la percepción genérica del propio paisaje insular. Por ejemplo, las actuaciones de repoblación en las superficies del bosque potencial, iniciadas hace una década en la isla de Tenerife, constituyen un ejemplo y el inicio de un camino hacia la regeneración integral del espacio que se observa. Como cuenta Jared Diamond en su extraordinario libro Colapso, Japón pudo ser un territorio devastado en los inicios del shogunato, pero a principios del siglo XIX, una política consciente y deliberada de sus dirigentes había logrado la recuperación de sus bosques, logrando con ello un territorio más armonioso y sostenible que se mantiene hasta nuestros días.