El porvenir es miserable, preciso. Pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.
JL Borges
Es una mañana de invierno. Hace frío. Mateo, de 8 años, llega de la mano de la portera, quien, mientras lo acerca hacia mí dice con su voz musical y enérgica: "Hooooola, Vaaaaaleeee, llegaaaamos"
Lo tomo de la mano. Se me acerca. Le doy un abrazote apretado, como cada mañana semanal que compartimos en la institución. Siento el rico perfume con el que su tía, amorosamente, lo acicala cada día. Le desenrosco la bufanda, que sólo deja al descubierto sus enormes y esquivos ojazos negros y le estampo un beso ruidoso en esos cachetes que explotan de pecas.
No trabajaremos en mi consultorio -jamás lo hicimos, en todos los meses que compartimos- sino en otros espacios: la sala, el SUM, el baño, el jardín, la cocina.
Me toma de la mano y me tironea en una dirección: "Baño", “Pis”. Allá vamos.
Entrar al baño es sencillo, salir no tanto. El baño fue el espacio privilegiado para Mateo, cuando recién comenzó a concurrir al centro.
Nuestros primeros encuentros se desarrollaron exclusivamente ahí, donde desplegaba un circuito en apariencia interminable: prender la luz, apretar el botón, abrir la canilla, desenrollar el papel, apagar la luz, prender la luz, apretar el botón, abrir la canilla…Ése era su espacio, y ahí iba yo, semana tras semana, para intentar el encuentro.
Mateo canta la frase de una canción de María Elena Walsh: es su forma de decirme que es la hora de desayunar, de tomar la leche. "Leche", me dice, tironeándome de la manga, como si no me hubiera quedado claro su pedido.
Se sienta, mete todas las galletitas en su taza, y cuchara en mano, comienza a desayunar, compartiendo la mesa con sus otros compañeros de sala.
En las proximidades del festejo del día del niño, me dieron ganas de escribir algo sobre Mateo, y a través suyo, sobre estos niños.
Niños que nos plantean enormes desafíos.
Niños que no vienen corriendo a darnos un beso o un abrazo, ni nos dicen infinidad de veces lo mucho que nos quieren.
Niños que, en general, no juegan.
Niños que no nos solicitan, que no nos convocan, que no nos llaman, que no esperan -aparentemente- nada de nosotros. Que nos ignoran. Que muchas veces, incluso, nos rechazan enérgicamente.
Niños que –quizás- nunca pronuncien nuestro nombre.
Niños que muchas veces vienen con un designio inexorable de poca fortuna, de porvenir miserable.
Los "pobrecitos".
Dicen algunos libros que la clínica con estos niños, es una clínica del "detalle": que el desafío es poder encontrar, en cada cual, ese detalle, esa singularidad que lo hace único, la marca que lo hace sujeto, que lo identifica.
Cosa que a veces se hace difícil en medio de pilas y pilas de certificados, tests y estudios diversos que los engloban en enormes, inespecíficos y heterogéneos conjuntos. Difícil en medio de tratamientos de cuasi- adiestramiento que buscan "normalizar" al pequeño para que "funcione" medianamente como los demás en los diferentes ámbitos sociales.
Difícil, pero no imposible.
Trabajar con niños como Mateo, siempre es un desafío. Donde nunca alcanza lo que uno sabe, donde nunca se pueden hacer las cosas “de taquito”. Donde -por suerte- el papel, la letra, la teoría son necesarios pero jamás suficientes.
Donde uno aprende a ponerse verdaderamente a disposición del otro, porque si no, no se llega a ningún lado. Donde se aprende literalmente a poner el cuerpo: sí, a veces se reciben patadas, tirones de pelo, empujones. Pero también se prestan las manos, los brazos, el tono muscular. La voz. Se presta el cuerpo, para que el otro pueda ir armando, construyendo un cuerpo propio, ahí donde no lo tenía. Donde sólo había desorganización, irrupción y padecimiento.
Y es por eso que cada intervención es una invención, una apuesta. Una apuesta al niño que hay allí: detrás del mutismo, del rechazo, detrás de la mirada vacía, detrás del exceso, detrás del organismo que todavía no es un cuerpo, detrás del desenfreno que abruma, detrás de la catarata de palabras que no dicen nada.
Allí hay un niño.
Aunque no (me) hable.
Aunque no me mire.
Yo SÉ que está ahí.
Casi como una cuestión de fe medio pagana, entre tanta exactitud y rigurosidad científicas (¿será esa la forma que toma el DIOS de los intervalos de Borges?)
Y es esa férrea convicción la que nos lleva a apostar, a que se produzca algún trabajo psíquico posible, para contribuir en algo a la disminución de ese sufrimiento sofocante que los arrasa. Haciendo lugar a la dimensión subjetiva, al despliegue de la singularidad, por sobre la ilusión de adaptarlos a un ideal social, a cualquier precio.
Convicción que nos lleva a intentar -al menos- poner una cuña en ese destino, aparentemente inexorable, escrito para ellos.
Muchas veces, mientras Mateo toma la leche, y ya no me necesita a su lado, me siento en una silla, a una distancia prudencial, y pienso.
Pienso en la primera vez que me encontré con él: un niño diagnosticado con una patología temprana severa, con muchas restricciones y pocas posibilidades, hiperactivo, sin poder establecer contacto visual, deambulador y lleno, llenísimo, de frases de otros que repetía mecánica e incansablemente: "ponete la campera" "sonate la nariz", "sacá la mano de ahí".
No me registraba, aunque tampoco rechazaba mi presencia. Directamente me ignoraba.
Hace apenas algunos meses atrás, Mateo necesitaba que alguien se sentara por detrás y lo sostuviera con sus brazos, para ayudarlo a quedarse sentado, aunque sea un ratito. Hoy puede realizar algunas actividades (amasar, trasvasar fideos o pequeñas piezas, explorar objetos, desayunar) sentado solo y por un lapso considerable de tiempo.
También usaba pañales. Hasta que un día, dijo "PIS", y lo llevamos al baño mientras intentaba una y otra vez sacarse el pañal. Decidimos, con el equipo, hacer la apuesta y escuchar su pedido: este muchachito de 8 años, nos estaba diciendo que el pañal había caducado. A partir de ese momento, también comenzó a controlar esfínteres en su casa, ante la sorpresa, el asombro y la emoción de su tía, único familiar.
Recuerdo que una mañana, mientras Mateo estaba metido en una casita de juguete, revoleando un globo, empecé a cantar, sin pensar: "que los cumplas...." y desde adentro de la casita, escuché, bajito: "...feliiiiz". Volví a repetir la frase, ahora transformada en llamado: "que los cumplas....", y la respuesta desde la casita no se hizo esperar, esta vez más fuerte: "...feliiiiz"
A partir de entonces, esa fue nuestra forma de comunicarnos: usando palabras prestadas, pero con una intención nueva: el llamado al otro. A veces él empezaba una canción, y esperaba mi respuesta. Otras veces, al revés: yo lo convocaba y el respondía. Y así empezamos a tejer una forma de vínculo posible y singular. Una forma de lazo, única. La de Mateo. La de Mateo conmigo y con cada uno de los profesionales que trabajan con él, en un trabajo interdisciplinario que fue permitiendo que este niño pudiera ir haciendo, pese a sus enormes e insalvables limitaciones, un recorrido posible para él, un recorrido propio.
Hoy, a la distancia, pienso también, que por cada “Mateo”, del que les puedo contar orgullosa el fruto de nuestro trabajo, hay muchos otros niños que nos siguen interpelando y planteando desafíos. Niños con entornos familiares complejos, con restricciones subjetivas muy severas, con los que el trabajo se hace muchas veces, muy cuesta arriba.
Pero la apuesta permanece intacta.
Esperando el momento.
Acechando en el intervalo.
El día del juego en la casita (ese día en el que, azarosamente iniciamos los juegos vocales de llamado/respuesta), con Mateo empezamos a explorar la superficie del globo. Yo pasaba su manito por encima, ayudando a que lo tocase. Parecía disfrutar de la sensación que le producía la resistencia del globo cuando lo empujaba y se hundía. Por momentos, él tomaba mi mano y me hacía tirar el globo hacia arriba, mientras aplaudía y se reía.
Y entonces, una de las veces después arrojar el globo, bajé la cabeza y me encontré de sopetón y sin anestesia, con un par de ojazos negros que me estaban mirando por primera vez.
Por primera vez en meses.
Ojos negros que miraron dentro de los míos durante brevísimos segundos.
Mateo, por un ratito, se dejó encontrar.
“Piedra libre, ahí estás, hola Mateo", pensé para mis adentros, mientras sentía cómo se me ponía la piel de gallina. Me quedé quieta, arrodillada a su altura sin decir nada, como quien asiste a un momento inaugural y sagrado.
En seguida, los ojazos negros me volvieron a esquivar, y se fueron a otro lado, como siempre.
Los míos, en cambio, quedaron húmedos por un largo rato.