“Neoyorquina amante del arte se cae y rompe un Picasso”, dice el titular de la noticia. ¿Cómo sabe el periodista que la mujer es “amante del arte”?, la noticia no lo explica, en el periodismo, sobre todo el cultural, es un hábito disparar de forma automática este tipo de muletillas que, para facilitar la pereza mental del escribidor, parecen venir formateadas en el teclado del computador: F5 “amante del arte”, F6 “dio rienda suelta a su creatividad”, F7 “un lenguaje irreverente y novedoso”… Especulando, la caída de la mujer pudo ser un simple tropiezo aunque tal vez ella sí fue una víctima del Síndrome de Sthendal, un mal bautizado así por la descripción que el escritor francés del siglo XIX hizo en su diario, tras una sobredosis de arte, durante un viaje a Italia: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.
Sin embargo, más allá del motivo de la caída, “amante del arte” es una muletilla bienpensante. Está lejana al carácter negativo que tiene “diletante”, una palabra que perdió empuje y pasó de ser “deleite por las artes”, a ser un término usado para describir a todo aquel que demuestra un interés somero por algún tipo de conocimiento pero carece de medios y capacidad para concretar idea alguna.
“Amante del arte” es tan casual y desabrochado como el sexo casual, y decir sexo no es casual. “Amante” da a entender que el arte es un lugar que está por fuera del matrimonio, por fuera de lo establecido, un espacio que se nos entrega a puerta cerrada, un vicio secreto al que nos podemos abandonar; muchos publicitan su aventura, pero el pavoneo deja una estela de sospecha, crea una sombra de duda sobre una supuesta vida sexual, perdón, cultural activa. Los “amantes del arte” le otorgan un halo de sensualidad a la mediocre monogamia cultural, ser un “amante del arte” es algo que socialmente está bien visto, incluso, la conjugación en plural extiende la acción a una eufórica orgía de cócteles, festivales, ferias y megaeventos donde el arte es comunión, paz, fraternidad…
Sin embargo, la alegoría tiene sus límites y los resultados, que son los resultados, hablan por sí solos, y muchas veces no son los esperados: el arte se convierte en un estorbo cuando es un amor que pone problema, que critica, que reclama más atención de la normal, que muestra cosas feas y las hace morbosamente bellas, que exige mucho y sin finalidad, que hace escándalos, que jode, que pide cambios y rompe hábitos, que confronta, que pide respaldo en momentos difíciles. En ese punto, muchos de los que se preciaban de ser sus adeptos machucantes reculan, moralizan las acciones de ese amor descarriado, esa traga maluca, y ante el escándalo incluso llegan a negar todo vínculo. Es entonces cuando se ve de que está hecho ese compromiso del “amante del arte”: puro papel, una muletilla cultural, un título de nobleza que da glamour, e inviste de cierto poder espiritual a personas, instituciones, fundaciones, universidades, ministerios…
Además, para que el título de “amante del arte” no sea peligroso y pueda lucir provocativo dentro del ceñido traje de las convenciones, hay una estratagema infalible: nombrar respetables señoras en la dirigencia de las instituciones, una especie de celestinas a la inversa que obstruyen cualquier intento de flirteo inteligente y mantienen el arte dentro de los canales administrativos regulares.
Y como detrás de cada hombre hay una gran mujer, las señoras son nombradas por señores poderosos que en el fondo piensan que el arte y sus variaciones son una cosa sensible e insignificante hecha por maricas, lesbianas, drogadictos, ociosos y bohemios. Muchos ponen ahí a sus mujeres para que ellas desfoguen su energía y no molesten, el arte se convierte en una especie de Prozac que rescata al “bello sexo” de las innumerables dolencias de la indolencia del hogar. Ellas están en todas partes, son omnipresentes, no hay ciudad con institución cultural que no cuente con su repertorio de respetables señoras dirigentes.
Se buscan señoras machistas que se atornillen en el puesto, que instalen ahí sus poderosas asentaderas y extiendan el decoro de su hogar a la institución que dirigen. Las señoras se toman en serio su tarea a posar como solemnes matronas que ocultan bajo un maquillaje de sabelotodo su atónita incomprensión. Las señoras, casadas con la institución, solo soportan a su lado a sirvientas y lacayos, ejercen una especie de dictadura maternal, todo aquel que las enfrenta sabe a lo que se expone: “me jodes, te jodes”.
La señora permanece en el poder por el poder, es una muralla que evita la libre acción de cualquiera que quiera el poder para poder hacer. La señora no corta ni presta el hacha, es el guardapolvos de una sociedad que se ufana de puertas para afuera de ser “amante del arte” pero una vez en la cama, a solas, no hay viagra cultural que mejore su mediocre ejecución.
Por fortuna, la palabra “señora”, por fuera de sus acepciones tiernas o jocosas es, cada vez más, un lastre que menos mujeres quieren cargar, hoy por hoy, decirle a una mujer “señora” es casi un insulto, y por algo será. El libreto lo asumen las apocadas, las perezosas, las lelas, todas aquellas que sucumbieron, en remedo y sin remedio, al poder de autoridades patriarcales. La fábrica de niñas señoras sigue produciendo modelitos pero la guerra ya está cazada y cada vez más excepciones —y mujeres excepcionales— involucradas con un presente complejo y no dominadas por las simplezas del pasado, han tomado por su cuenta y riesgo la labor de ventilar los encerrados dominios de la cultura y de acabar con el mal polvo de las “señoras de la cultura” y los “amantes del arte”.