Apología de lo sutil: Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, Robert Benton, 1994)

Publicado el 15 enero 2024 por 39escalones

Robert Benton atesora una espléndida carrera, no todo lo continuada que hubiera sido deseable, como guionista y director, tal vez uno de los más importantes surgidos del llamado Nuevo Hollywood, extendida hasta entrado el siglo XXI. A guiones de importancia capital para la transformación y el desarrollo del cine norteamericano como Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Richard Donner, 1978), se añaden películas escritas y dirigidas por Benton que componen una filmografía de lo más sugerente, desde pequeñas joyas semiocultas, como su debut tras la cámara en Pistoleros en el infierno (Bad Company, 1972), a clásicos modernos como Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979), En un lugar del corazón (Places in the Heart, 1984), el neonoir clásico Al caer el sol (Twilight, 1998) o la adaptación de La mancha humana (The Human Stain, 2003) de Philip Roth. Esta comedia dramática de 1994 se asienta sobre dos de los principales signos distintivos de Benton como cineasta, el texto y la interpretación. En este caso, la presencia de Paul Newman como protagonista, cuya interpretación le valió una nueva nominación al Oscar, y el medido guion de Benton a partir de la novela de Richard Russo, asimismo candidato al premio en la categoría de mejor guion adaptado.

El argumento presenta a Donald Sullivan, conocido por Sully (Newman), un trabajador de la construcción que, tras sufrir un accidente que le provocó una lesión permanente en la rodilla, vive merced a pequeños trabajos, encargos, recados, acogido en la casa de su patrona (Jessica Tandy) en un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York durante los años 80. Aunque ya ha entrado en la sesentena, Sully conserva prácticamente intacto su espíritu juvenil, ajeno a ataduras y dependencias, igual de rebelde y contestatario, pero también pícaro, embaucador, encantador y seductor. Esa eterna juventud y, en particular, su vocación de defender un espacio propio de libertad personal contra toda injerencia, también le han supuesto costes; el más importante y duradero, y también el más doloroso, es la pérdida de sus vínculos familiares con su esposa y su hijo (Dylan Walsh), a los que en su día abandonó, lo que hace que no mantenga apenas relación con sus nietos. En torno a Sully se reúne un pintoresco grupo de vecinos del pueblo, entre cuyas vivencias y problemas se ve también involucrado: los asuntos de Miss Beryl (Tandy) con su hijo (Josef Sommer); las partidas de cartas con sus amigotes, entre los que está Rub, su socio en el trabajo (Pruitt Taylor Vince); la separación de su hijo y su vuelta al pueblo; el proceso judicial relativo al accidente de su pierna; el antagonismo con el oficial de policía Raymer (Philip Seymour Hoffman), que se salda con varias multas pendientes y algún amago de procesamiento; y, sobre todo, los avatares matrimoniales de los Roebuck, Carl (Bruce Willis) y Toby (Melanie Griffith).

La película transcurre en un tono de aparente ligereza que combina esa serie de pequeños pero trascendentales momentos cotidianos bajo la falsa impresión de la banalidad. Inteligente y elegante en su forma, funciona por un contraste doble: en primer lugar, al anteponer la calidez humana de las relaciones entre los personajes a las inclemencias del nevado invierno del norte del estado, un territorio rodeado de bosques y montañas sumido casi a perpetuidad en bajas temperaturas; en segundo término, en contraposición a la no tan lejana deshumanización de la gran ciudad, la observación de la vida rural en un pequeño pueblo de una Norteamérica en extinción o, como poco, de futuro incierto o amenazado, un tejido de relaciones, en las que todos se conocen, de existencia imposible en el entramado urbano de las grandes metrópolis. Un tercer ingrediente ayuda a que el tono empleado por Benton sortee con acierto la tentación de caer en la sensiblería o el abuso de los tópicos narrativos, y es el humor. Un humor fino y socarrón, sostenido en actitudes, en finos diálogos y en elocuentes silencios, levemente teñido de melancolía y sensibilidad, que solo ocasionalmente se extiende a pequeñas dosis de gag físico, igualmente tratados con acierto (el hilarante segundo encuentro entre el oficial Raymer y Sully, por ejemplo). Un humor que humaniza a los personajes en sus pequeñas grandezas y miserias, y que contribuye a la configuración de un mosaico que parece directamente extraído de la vida real, una experiencia inmersiva especialmente notable del espectador en lo que supone un grupo de personas normales y corrientes, sin afectaciones ni imposturas.

La película encuentra su virtud final en su honesto humanismo y en la combinación que despliega a base de ternura, complicidad, entretenimiento, suspense romántico y humor, un cóctel infalible que favorece la identificación del público y la proximidad del espectador. Un buen puñado de secuencias emotivas pero no sensibleras (por ejemplo, las interacciones de Sully con su recién redescubierto nieto, cuando lo sienta en las rodillas para «conducir» o el instante en que le enseña a perder sus miedos y ganar en valentía minuto a minuto) que construyen una pequeña ilusión de realidad, un pedazo de vida al que el espectador no duda en sumarse, participar, envidiar. Buen largometraje, discreto, modesto, humilde, tratado con sencillez y aire juguetón (a ello ayuda la juguetona banda sonora de Howard Shore), que se adscribe a ese subgénero no escrito que puede denominarse «cine reconfortante» o «películas reconstituyentes para el ánimo».