México tiene gran urgencia de aprender de ciudades como Medellín, Barcelona o San Salvador de Bahía, donde la vida urbana está alimentada por muchos pequeños espacios culturales que viven -y hacen vivir la cultura- a partir de iniciativas gestionadas por ciudadanos, colectivos y agrupaciones juveniles o artísticas fuera del Estado. Aún en los años duros de la violencia en Medellín, a principios de los 90, esos foros contribuían a pensar y elaborar posturas diversas sobre el miedo, el narcotráfico, la guerrilla y otros fenómenos sociales, a través del arte escénico o visual. En Bahía hay un intenso tejido de asociaciones civiles. Bares, galerías y centros de estudio de batucada o berimbau canalizan la energía social de miles de jóvenes que viven en condiciones de pobreza en las favelas, pero que encuentran en la música y en los clubes de samba un sitio de dignificación. En Barcelona, lo que inició como una escuela de música popular montada en un garaje de una vecindad, se convirtió en detonante para la regeneración de una zona antes considerada peligrosa. Ahora es uno de los centros cosmopolitas de formación de músicos de salsa, rock y jazz. La escuela tiene un bar, donde al calor de unas cervezas, un piano, un bajo y una batería, se convoca a estudiantes y músicos profesionales alpalomazo, una práctica que forma parte de la metodología de aprendizaje para la improvisación y el ensamble. Esas iniciativas contribuyen a la diversidad y oxigenan la vida cultural. Abren espacios alternativos a las estéticas dominantes, al mainstream, dan cauce a las estéticas juveniles, muchas veces híbridas, multimedia, temporales, efímeras, irreverentes o emergentes, y a veces recuperan inmuebles abandonados. José Luis Paredes Pacho, ex integrante de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, en su identidad de antropólogo andante, ha documentado a este sector. De no ser por esos foros o centros, esa parte de la cultura -a veces deliberadamente marginal, otras estéticamente contestataria a las vanguardias artísticas- no tendría manera de expresarse porque no caben ni espacial, ni conceptualmente en los centros artísticos oficiales o convencionales, ya que vienen siendo como el off Broadway, tan sano y vital en Nueva York. En México, a pesar de muchos años de insistencia, y sobre todo de experiencias desaparecidas, todavía es una pesadilla hacer funcionar un centro, un foro, una galería o un centro cultural que intenta ser autónomo, es decir, gestionado por los ciudadanos. La legislación no reconoce esos espacios, los trámites de permisos son largos y sinuosos y su tratamiento fiscal no considera incentivos porque tampoco están reconocidos como pequeñas empresas culturales. Espacios como el Circo Volador, el Centro Cultural La Pirámide, el Foro Alicia, la Alberka o la Escuelita -además de diversas galerías intermitentes e independientes, indispensables para mitigar la falta de espacios en los museos y galerías públicas y privadas-, enfrentan cotidianamente limitaciones de todo tipo, no obstante los diversos foros y reuniones donde se ha establecido la necesidad de atender esta problemática, de la cual dependen diversidad y democracia cultural, dos retos básicos de las políticas públicas de la cultura. El Arcano, un sitio para el jazz, desapareció en el DF. La misma suerte tuvo La Panadería, que hasta motivó un espacio denominado La Rebeca, en Colombia. La lista es larga, abarca no sólo las artes escénicas sino el cine y el video, y la amenaza se cierne sobre otras pequeñas empresas culturales del disco: Cora son y Pentagrama, que sobreviven gracias al tesón de sus impulsores. Esto sucede no sólo en la ciudad de México, sino en muchas otras urbes. En Xalapa, en el marco de una conferencia en la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, varios profesionales de las artes escénicas describían la misma situación. En Mérida, Raquel Araujo tuvo que cerrar un forito que se abrió con recursos del programa México en Escena, de Conaculta, para fomentar un teatro contemporáneo a la yucateca. El modelo de política cultural que México heredó de la posrevolución se basó en una fuerte y casi única presencia del Estado en el espacio social. A través de sus instituciones, éste lo hizo todo o casi todo. Creó museos, centros culturales y escuelas de arte, abrió sitios y zonas arqueológicas, así como bibliotecas, y produjo y distribuyó obras de arte, hasta que ya no pudo hacerlo con el mismo ritmo, debido a la escasez de presupuesto. Hoy el reto de este Estado, en sus tres niveles de gobierno, es precisamente el de ser y dejar ser. Se puede ser un Estado fuerte, pero a la vez crear las condiciones para que florezca ese otro sector urgente de consolidar. Para ello, se requiere un acto deliberado y de consenso para otorgar reconocimiento jurídico, agilidad en los permisos, revisión de requisitos para su operación, uso reglamentado y evaluado de espacios públicos cuando sea el caso, incentivos fiscales y fuentes de financiamiento, entre otras cosas. La política pública y su expresión jurídica en este sector deben aspirar a ser integrales, no fragmentadas. En su diseño y elaboración es fundamental la opinión de los actores de dichos procesos. Eso haría un Estado facilitador para contribuir a la democracia cultural. (Nota: Texto tomado del perfil de Facebook del Espacio Cultural El Paliacate)
Apoyemos los foros culturales alternativos
Publicado el 23 septiembre 2011 por Luigi El Faro @LuigiElFaroMéxico tiene gran urgencia de aprender de ciudades como Medellín, Barcelona o San Salvador de Bahía, donde la vida urbana está alimentada por muchos pequeños espacios culturales que viven -y hacen vivir la cultura- a partir de iniciativas gestionadas por ciudadanos, colectivos y agrupaciones juveniles o artísticas fuera del Estado. Aún en los años duros de la violencia en Medellín, a principios de los 90, esos foros contribuían a pensar y elaborar posturas diversas sobre el miedo, el narcotráfico, la guerrilla y otros fenómenos sociales, a través del arte escénico o visual. En Bahía hay un intenso tejido de asociaciones civiles. Bares, galerías y centros de estudio de batucada o berimbau canalizan la energía social de miles de jóvenes que viven en condiciones de pobreza en las favelas, pero que encuentran en la música y en los clubes de samba un sitio de dignificación. En Barcelona, lo que inició como una escuela de música popular montada en un garaje de una vecindad, se convirtió en detonante para la regeneración de una zona antes considerada peligrosa. Ahora es uno de los centros cosmopolitas de formación de músicos de salsa, rock y jazz. La escuela tiene un bar, donde al calor de unas cervezas, un piano, un bajo y una batería, se convoca a estudiantes y músicos profesionales alpalomazo, una práctica que forma parte de la metodología de aprendizaje para la improvisación y el ensamble. Esas iniciativas contribuyen a la diversidad y oxigenan la vida cultural. Abren espacios alternativos a las estéticas dominantes, al mainstream, dan cauce a las estéticas juveniles, muchas veces híbridas, multimedia, temporales, efímeras, irreverentes o emergentes, y a veces recuperan inmuebles abandonados. José Luis Paredes Pacho, ex integrante de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, en su identidad de antropólogo andante, ha documentado a este sector. De no ser por esos foros o centros, esa parte de la cultura -a veces deliberadamente marginal, otras estéticamente contestataria a las vanguardias artísticas- no tendría manera de expresarse porque no caben ni espacial, ni conceptualmente en los centros artísticos oficiales o convencionales, ya que vienen siendo como el off Broadway, tan sano y vital en Nueva York. En México, a pesar de muchos años de insistencia, y sobre todo de experiencias desaparecidas, todavía es una pesadilla hacer funcionar un centro, un foro, una galería o un centro cultural que intenta ser autónomo, es decir, gestionado por los ciudadanos. La legislación no reconoce esos espacios, los trámites de permisos son largos y sinuosos y su tratamiento fiscal no considera incentivos porque tampoco están reconocidos como pequeñas empresas culturales. Espacios como el Circo Volador, el Centro Cultural La Pirámide, el Foro Alicia, la Alberka o la Escuelita -además de diversas galerías intermitentes e independientes, indispensables para mitigar la falta de espacios en los museos y galerías públicas y privadas-, enfrentan cotidianamente limitaciones de todo tipo, no obstante los diversos foros y reuniones donde se ha establecido la necesidad de atender esta problemática, de la cual dependen diversidad y democracia cultural, dos retos básicos de las políticas públicas de la cultura. El Arcano, un sitio para el jazz, desapareció en el DF. La misma suerte tuvo La Panadería, que hasta motivó un espacio denominado La Rebeca, en Colombia. La lista es larga, abarca no sólo las artes escénicas sino el cine y el video, y la amenaza se cierne sobre otras pequeñas empresas culturales del disco: Cora son y Pentagrama, que sobreviven gracias al tesón de sus impulsores. Esto sucede no sólo en la ciudad de México, sino en muchas otras urbes. En Xalapa, en el marco de una conferencia en la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, varios profesionales de las artes escénicas describían la misma situación. En Mérida, Raquel Araujo tuvo que cerrar un forito que se abrió con recursos del programa México en Escena, de Conaculta, para fomentar un teatro contemporáneo a la yucateca. El modelo de política cultural que México heredó de la posrevolución se basó en una fuerte y casi única presencia del Estado en el espacio social. A través de sus instituciones, éste lo hizo todo o casi todo. Creó museos, centros culturales y escuelas de arte, abrió sitios y zonas arqueológicas, así como bibliotecas, y produjo y distribuyó obras de arte, hasta que ya no pudo hacerlo con el mismo ritmo, debido a la escasez de presupuesto. Hoy el reto de este Estado, en sus tres niveles de gobierno, es precisamente el de ser y dejar ser. Se puede ser un Estado fuerte, pero a la vez crear las condiciones para que florezca ese otro sector urgente de consolidar. Para ello, se requiere un acto deliberado y de consenso para otorgar reconocimiento jurídico, agilidad en los permisos, revisión de requisitos para su operación, uso reglamentado y evaluado de espacios públicos cuando sea el caso, incentivos fiscales y fuentes de financiamiento, entre otras cosas. La política pública y su expresión jurídica en este sector deben aspirar a ser integrales, no fragmentadas. En su diseño y elaboración es fundamental la opinión de los actores de dichos procesos. Eso haría un Estado facilitador para contribuir a la democracia cultural. (Nota: Texto tomado del perfil de Facebook del Espacio Cultural El Paliacate)