El escritor latino Horacio ya lo describió como algo necesario de comprender: La breve duración de la vida nos impide albergar una larga esperanza. Entonces, ¿para qué lo excelso de las cosas, las grandes cosas permanentes, como la Belleza, la Bondad o el Arte? Si todo es breve, si todo se deteriora, se va y se marchita, ¿cómo podemos admirar la vida, y luego, sobre todo, cómo podemos ensalzar lo que no es como ésta? Pues, primeramente, porque la belleza, la bondad y la grandiosidad representada que es el Arte, son la propia y contingente vida. Seguidamente, porque al admirarla, al admirar la vida, no hacemos más que admirar el Arte, sus virtudes y todo lo demás. La belleza no se encuentra en la obra en sí, se encuentra siempre en los ojos efímeros que, mirándola, la justifican. No hay nada que perdure, ni la belleza ni la vida, pero esto no significa que no sean valores extraordinarios. Lo son. Lo son en sí mismos.
El pintor español del modernismo Federido Beltrán-Masses (1885-1949), llegó a admirar tanto el exotismo idealizado de lo estético que llegó a transformar incluso, en una ocasión, la imagen clásica de la pérfida bailarina bíblica en su cuadro Salomé, pintado en 1918. Entonces el pintor la representó arrepentida, dolorida, extenuada al ver ahora, después de haberlo querido así, la cabeza degollada del Bautista. Pero, no claudicó el creador en expresar aquí toda la belleza de su cuerpo, acentuándolo además en un pubis adolescente, casi puro, de una Salomé acongojada, lo cual indignó ya a un público londinense en una de las exposiciones que realizara el pintor en 1929. La Historia del Arte había encumbrado la imagen cruel, hermosa, sagaz, desalmada y vengativa de un personaje estereotipado así ya. Pero Beltrán-Masses consigue, además de cambiar esto, una indecorosa y para entonces obscena imagen. Catorce años después elaboró otra obra sobre Salomé, para ese momento llevó a su personaje bíblico a la más deslumbrante belleza y desdén que pudiera en un lienzo una modelo así representar.
Ni una ni la otra eran más que eso, una maravillosa representación artística, en donde la belleza y sus virtudes quedaban así reflejadas en un lienzo. No eran ni la Belleza, ni la Maldad, eran Arte. Para esto la vida nos enseña que lo admirable está en ella misma, en la vida contingente, que la belleza es tan admirable porque sólo dura un momento. No es eterna. El Arte sólo viene a paralizarla artificialmente; nos lo recuerda siempre, pero no es un valor, ni permanente ni sobrenatural. Desde antiguo, los fabulistas ya dejaron claro la estupidez de valorar en abstracto las cosas. De imaginar así un excesivo ideal de lo que, en esencia, no lo tiene. El griego Esopo nos lo contó ya en su famoso cuento de La lechera: Entonces la lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no (porque ella no quería, con el dinero que obtuvise por la venta de la leche, obsequiar a nadie), y, de tanto mover así la cabeza, la leche se le cayó al suelo, y la tierra se tiñó de blanco. De este modo la lechera se quedó sin nada, sin las cosas que soñara, y sin la leche que la incitó a soñar.
Padecemos la triste manía de sentirnos disconformes con las cosas que a veces tenemos, cosas que, por otro lado, a muchos otros les bastaría. ¿Qué nos lleva a ello? La absurda ideación de que existen cosas por encima de la propia vida, y que obligan a ésta a vivirla entonces de una determinada manera, casi siempre ajena y maldecida. La decidida y equivocada intención, además, de pensar y pensar que existen unos valores que, al perderlos, o al no obtenerlos siquiera, estamos así dejando de vivir excelsa y admirablemente. Creemos que en la permanencia consiste lo grande y virtuoso, pero no es así. La evanescencia de lo sublime hace precisamente a lo sublime lo que es, no al revés. Para ello, debemos comprender que el Arte está para recordarnos la máxima horaciana, máxima que un decadente y sensible poeta inglés, Ernest Dowson, ya dejara además, también, escrita en un verso hace más de cien años: Largos no son los días de vino y rosas; de un nebuloso sueño, nuestro camino resplandece sólo un instante; para luego perderse así, en otro sueño.
(Óleo Salomé, 1932, del pintor español Federico Beltrán-Masses, Museo Art Decó, Salamanca; Cuadro del pintor español Guillermo Pérez Villalta, El instante preciso, 1991; Obra del pintor austríaco Peter Fendi, La lechera, 1830; Cuadro La favorita del Emir, 1879, del pintor francés Jean-Joseph Benjamin Constant; Óleo de Federico Beltrán-Masses, Salomé, 1918; Cuadro Salomé, 1512 del pintor italiano del renacimiento Cesare da Sesto.)