Aproximación histórica al sistema ortográfico del español

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
El sistema ortográfico del español, hoy ya completamente fijado y aceptado, experimentó una serie de significativas transformaciones a lo largo de su historia.

En este artículo procuraremos ofrecer una breve (aunque rigurosa) aproximación al asunto.

Desde sus primeras expresiones escritas, el español se valió del sistema ortográfico del latín, lengua de la que innegablemente proviene. En efecto, nuestro idioma heredó las letras del alfabeto latino, algunas de las cuales conservaron su valor fonológico original, mientras que otras lo alteraron, o incluso se combinaron entre sí para representar los nuevos fonemas que el naciente romance requería para continuar con su paulatina conformación. En otras palabras, la ortografía española nace de la mismísima escritura, gracias a un lento pero incesante proceso de evolución que va del latín al romance castellano. Por consiguiente, no estamos ante un sistema ortográfico ideado a priori, sino de uno que surgió del ajuste gradual del sistema ortográfico latino a la representación del español de la Edad Media y, de esta, a la del español que manejamos hoy en día.

La ortografía española es eminentemente fonológica; con esto queremos decir que casi todos los grafemas o combinaciones de grafemas se representan con un solo fonema, del mismo modo que casi todos los fonemas se representan con una sola grafía en la escritura. Esto se debe, entre otras cosas, a la propia configuración de nuestro sistema fonológico, mucho más próximo al latín que el de otras lenguas romances.[1] Con todo, la relativa sencillez del vigente sistema ortográfico del español es producto también, como veremos enseguida, de diversas reformas de propensión simplificadora que se ejecutaron a lo largo de la historia.

También el sistema fonológico del latín se trasladó prácticamente en su totalidad al español medieval. Esto explica por qué casi todos los fonemas latinos están presentes en el sistema fonológico del español y por qué estos suelen escribirse, en la mayoría de los casos, con los mismos grafemas.[2] No obstante, durante la evolución del latín al romance, aparecieron muchos nuevos fonemas para los cuales era necesario hallar una adecuada forma de representación gráfica. Así pues, los primeros documentos escritos en lengua romance, que datan de la segunda mitad del siglo X o principios del XI, revelan la voluntad de sus eventuales redactores por encontrar soluciones gráficas que les permitieran dar cuenta de la nueva realidad lingüística, pero siempre mediante la utilización de elementos propios del sistema ortográfico latino.[3]

Pese a todos los recaudos, la decisión de mantener la grafía latina escondía discrepancias en la pronunciación en muchos casos. De hecho, varios de los grafemas que se empleaban en el español medieval se utilizaban con valores fonológicos muy distintos a los que tenían en latín.[4] Por lo demás, en ciertas ocasiones, para representar estos nuevos fonemas se apeló a combinaciones de grafemas ya existentes, algunas de las cuales continúan en nuestro sistema ortográfico, como lo son los dígrafos ch y ll, o la letra ñ, proveniente de la abreviatura del dígrafo medieval nn. En cambio, casi no quedaron rastros de los grafemas de nueva creación.[5]

Podemos observar en los manuscritos de este período una constante variación de grafías para representar estos nuevos fonemas, variación que no solo se daba entre documentos distintos, sino también, muchas veces, en un mismo texto.[6] Esta falta de regularidad gráfica se ha querido interpretar como la vacilación o inseguridad natural de quienes, ante un sistema lingüístico todavía en formación, carecían de un mínimo modelo ortográfico al que remitirse; sin embargo, recordemos que la escritura (al menos, en esta fase primitiva) exhibía una clara propensión al fonetismo, pues su intención no era otra que representar de la mejor manera posible la pronunciación de los hablantes, de ahí que esta variación gráfica no debe interpretarse tan solo como producto de la ausencia de una norma gráfica más o menos estable, sino también como resultado de la variación e inestabilidad que caracterizó desde siempre la propia oralidad.[7]

A medida que el español medieval se fue consolidando, se fueron fijando también sus usos gráficos. Este proceso no pudo haberse llevado a cabo sin el impulso que recibió en todos los órdenes el uso del castellano durante el reinado de Alfonso X, el Sabio, a tal punto que el sistema de correspondencias entre grafemas y fonemas más reconocido del español medieval se lo conoce con el nombre de ortografía alfonsí.[8] De más está decir que este sistema no logró producir una normalización completa de la ortografía (al menos, no tal y como la entendemos en la actualidad); se trató, más bien, de la predilección de unas opciones sobre otras, que se fueron imponiendo de forma progresiva sin que desapareciera del todo la variabilidad gráfica propia de la escritura de la época.

Alfonso X, siguiendo una decisión ya tomada por su padre, Fernando III el Santo, institucionalizó el uso del castellano no solo en la redacción de los documentos procedentes de la cancillería real (con la excepción de los que dirigían a otros reinos, que continuaron escribiéndose en latín), sino también en las traducciones y obras originales sobre las más diversas materias que salían del escritorio real. La extensión del uso del castellano a estos textos, sin duda, contribuyó a la gradual consolidación de una norma lingüística de referencia en todos los niveles, incluso el gráfico.[9]

En la escritura del período siguiente observamos, por el contrario, una menor regularidad y una mengua del fonetismo. Estos hechos se produjeron por varios motivos; en primer lugar, la mayor difusión de la cultura y el aumento del número de personas capaces de leer y escribir hicieron que la escritura dejara de ser una actividad exclusiva de un grupo reducido de profesionales, lo que propició una mayor variación en los usos gráficos, en los que intervinieron, cada vez con más asiduidad, decisiones individuales a menudo vinculadas al gusto personal; en segundo lugar, se produjeron importantes cambios en el tipo de letra manuscrita usados en los códices y documentos. Por último, la lectura, que hasta entonces se realizaba la mayoría de las veces en voz alta, se fue convirtiendo poco a poco en una actividad individual y silenciosa, fundada más en la identificación de las palabras por su imagen visual de conjunto que en el desciframiento lineal de sus secuencias de grafemas. Todas estas causas trajeron un aumento de rasgos gráficos sin reflejo en la pronunciación, a lo que se le sumó la no menos determinante influencia de la corriente latinizante, que se incrementó con la aparición del humanismo a finales del siglo XIV y principios del XV.[10]

Pero, sin duda, el hecho que más contribuyó a la obtención de una mayor regularidad gráfica fue la invención de la imprenta, allá por la mitad del siglo XV, aunque vale decir que su llegada a España tardó algunas décadas más. Por un lado, se utilizó como modelo para los tipos la llamada letra humanista, que, a diferencia de la del siglo anterior, separaba con claridad unos grafemas de otros, y en la que estos mantienen, asimismo, una forma constante con independencia de los demás grafemas de su entorno. Por el otro, la reproducción mecánica de los textos impresos redujo las posibilidades de variabilidad gráfica inherentes a la escritura manual, en otras palabras, no se trataba ya del criterio individual del autor o del amanuense, sino de decisiones cuya injerencia se multiplicaba proporcionalmente al número de ejemplares que el novedoso artefacto podía imprimir.[11]

En 1492, Antonio de Nebrija publica su Gramática castellana, cuya primera parte, siguiendo el modelo de las gramáticas clásicas, está dedicada precisamente a la ortografía.[12] Nebrija, a quien le debemos la primera tentativa concreta de regularización ortográfica del español, establece como criterio rector la adecuación entre grafía y pronunciación, enlazando así con el fonetismo de las primeras épocas.

Entre los siglos XVI y XVII se publicaron varios tratados de ortografía, cuyas propuestas de regularización ortográfica para el español manifestaban la existencia de dos directrices principales: la que, en la línea de Nebrija, otorgaba primacía a la pronunciación y que en sus manifestaciones más extremas implicaba la supresión de todo grafema etimológico sin reflejo en el habla; y la que, por el contrario, defendía la presencia y el valor de grafías etimológicas en la escritura de las palabras, en especial si ya estaban arraigadas en el uso. Así pues, en los argumentos con los que cada tratadista defendía sus postulados, estaban presentes los tres criterios fundamentales que se aplicarían en un futuro para fijar de las normas ortográficas del español: pronunciación, etimología y uso tradicional consolidado.[13]

Sin embargo, estos manuales y tratados de ortografía tuvieron poca repercusión, y sus propuestas apenas si impactaron en los impresos de la época. De hecho, ninguna de las que implicaba cambios sustanciales pasó de la teoría a la práctica, ni siquiera entre sus propios defensores. La falta de acuerdo entre los propios ortógrafos y el hecho de que ninguna de las muchas propuestas contara con un respaldo oficial que contribuyera a su generalización en el uso a través de la enseñanza explican por qué la ortografía de los Siglos de Oro continuara, en la práctica, sometida al criterio particular de los impresores.

Durante los siglos XVI y XVII se dieron también cambios significativos en el sistema fonológico, que terminaron de transformar el español medieval en el español moderno. La desaparición progresiva de ciertos rasgos de pronunciación que eran fonológicamente distintivos provocó la pérdida de algunos fonemas característicos del consonantismo medieval y el nacimiento de otros nuevos, como los ya mencionados /z/ y /j/. No obstante, el sistema ortográfico, en esencia, seguía siendo el mismo que el del período alfonsí, por lo que continuaban vigentes muchas distinciones gráficas que ya no reflejaban diferencias en la pronunciación. El sistema ortográfico del español, desprovisto desde de siempre de regularidad, necesitaba más que nunca una transformación que pudiera expresar todas las modificaciones experimentadas en la lengua oral de aquellos años. Pese a todos los intentos por satisfacer estas demandas, el problema recién empezaría a encausarse en la primera mitad del siglo siguiente.

En 1713, un grupo de ilustrados encabezado por Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, decide crear la Real Academia Española, siguiendo el modelo de la Accademia Della Crusca (1585) y de la Académie Française (1635), instituciones nacidas, respectivamente, con el propósito de fijar y promover el conocimiento y buen uso de las lenguas italiana y francesa. El de la RAE, como es lógico, iba en ese mismo sentido.[14]

Su primera tarea fue la elaboración de un diccionario, el Diccionario de autoridades (1726-39). Pero claro, para componerlo era necesario estipular la forma en que debían aparecer escritas las palabras en él registradas, lo que llevó a la Academia a realizar una profunda reflexión sobre la ortografía vigente y a establecer su propio modelo ortográfico, que, por cierto, presentó en los preliminares de la obra.

Pocos años después de concluido el diccionario, la RAE estimó conveniente exponer sus propuestas ortográficas y explicar la modificación de algunos de sus hipótesis iniciales en una obra específica sobre la materia, el resultado fue su Orthographia española, publicada en 1741, con la que se inauguró la serie de ortografías académicas que desde entonces han venido presentándose con regularidad y en las que se han ido incorporando las sucesivas reformas hasta llegar al estado del que goza nuestra lengua en la actualidad.

Es interesante ver cómo en el Diccionario de autoridades la RAE ya planteaba la dificultad que supone adoptar la pronunciación como principal criterio regulador de la ortografía, dadas las diferencias existentes en ese punto entre los diversos dialectos e, incluso, entre hablantes de una misma región, lo que explica por qué se le terminó dando preferencia a los otros dos criterios -la etimología y el uso constante- a la hora de fijar la forma gráfica de las palabras.[15] Sin embargo, en la práctica, la RAE no dejó de tener en cuenta la pronunciación al tomar muchas de sus decisiones.

En la Orthographia española, la RAE decidió modificar su postura etimologista y optó visiblemente por la pronunciación como referencia primordial a la hora de fijar la grafía de las palabras.[16] Únicamente cuando este criterio sea insuficiente, o bien porque la pronunciación no es uniforme, o bien porque existen varias opciones gráficas para representarla, se atenderá a la etimología, siempre y cuando el uso no haya fijado ya una grafía en particular. La RAE, asimismo, impuso un criterio extra: en caso de que se desconozca el origen de una palabra y se presenten varias opciones gráficas para transcribir su pronunciación, se optará por la letra que se considera más natural y propia del idioma (primará, por ejemplo, la b sobre la v, la c sobre q y la k, etc.).[17]

Establecidas estas bases, la RAE se dedicó a clarificar el por aquel entonces todavía confuso panorama ortográfico del español. Las decisiones que se fueron tomando en las sucesivas ediciones de la ortografía académica, algunas de ellas basadas en propuestas ya formuladas con anterioridad por diversos ortógrafos, revelan el deseo de fijar el sistema gráfico y adecuarlo a los cambios que se habían producido en el sistema fonológico, combinando prudentemente innovación y tradición. Recordémoslas:

  • se eliminó desde un principio la ç, innecesaria ya por haber desaparecido hacía tiempo el fonema medieval que representaba;
  • se determinó la escritura de c (ante e, i) y z (en el resto de los casos) para representar el fonema /z/;
  • se destinaron exclusivamente a usos vocálicos las letras i y u, y a usos consonánticos v, j e y (salvo en este último caso, a final de palabra después de vocal o para representar la conjunción copulativa, donde estaba ya asentado el uso de y con valor vocálico);
  • se conservó la h por razones etimológicas o de uso tradicional consolidado; se mantuvieron la b y la v para representar el fonema /b/, distribuyendo su empleo con criterio etimológico (salvo que el uso hubiera fijado grafías contrarias a la etimología), lo mismo que en el caso de g (ante e, i) y j para el fonema /j/;
  • se fijó el uso de la x en la representación de la secuencia /x + s/, como en latín;
  • se eliminaron de forma progresiva los dígrafos latinizantes cuyo sonido podía ser representado por letras simples (th > t; ph >; ch > [= /k/] > c),
  • y se postuló la reducción de las consonantes dobles y de los grupos consonánticos cuando no tuvieran claro reflejo en la pronunciación.

Con todo, la polémica ortográfica distaba mucho de estar zanjada, en parte, por la propia actitud reformista de la RAE y por la invitación que ella misma hacía, en el prólogo de la Ortografía de 1815, a que los doctos propusieran reformas más audaces, con el propósito de alcanzar el objetivo final de una total correspondencia entre grafemas y fonemas.[18] Las primeras y más importantes de estas propuestas reformadoras fueron planteadas en 1823 por Andrés Bello y vale decir que tuvieron recibimiento inmediato y reflejo práctico en los usos ortográficos americanos, especialmente en Chile. Bello proponía el empleo exclusivo de j para representar el fonema /j/ ( escojer, antolojía) y el de i para representar el fonema /i/, tanto al final de palabra ( lei, buei) como en la conjunción copulativa ( Josefina i Paula). A estas dos novedades se sumará una tercera en 1835, ya no propuesta por Bello, sino por Francisco Puente, que consistía en escribir s en lugar de x ante consonante ( estremo). Estos son los tres rasgos característicos de lo que llegó a denominarse ortografía chilena, sistema que tuvo gran acatamiento, e incluso respaldo oficial, no solo en ese país, sino también en otros territorios del continente americano.

De aquella primera iniciativa de Bello surgieron muchas otras propuestas reformadoras, muchas de las cuales generaron polémicas a ambos lados del Atlántico. Uno de los casos más conocidos data de 1843, nos referimos al de la Academia Literaria i Científica de Profesores de Instrucción Primaria. Esta institución madrileña buscaba promover y difundir a través de la docencia una reforma radical de la ortografía del español. Sus propuestas, claro, no fueron bien recibidas en estamentos oficiales, y la respuesta no tardó en llegar. La reina Isabel II, a pedido del Consejo de Instrucción Pública, decretó en 1844 la enseñanza obligatoria de la ortografía académica en todas las escuelas españolas, para lo que se establecía el uso del Prontuario de ortografía de la lengua castellana, elaborado expresamente por la RAE para ese fin.

Gracias a esta sutil decisión, la ortografía académica pasó a convertirse en el modelo de referencia para la escritura de nuestro idioma, tanto en España como en el Nuevo Continente. Durante la segunda mitad del siglo XIX también comenzaron a crearse en América las primeras academias nacionales de la lengua, que con el tiempo formarán parte, junto con la RAE, de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), bajo cuya autoría se publicaron todas las obras de consulta que integran el actual corpus normativo.

Hoy por hoy, la ortografía del español está plenamente fijada, ha conseguido un alto grado de estabilidad y adecuación y, sobre todo, goza del respeto de la mayoría de la comunidad hispanohablante. Los desajustes entre grafemas y fonemas son más bien insignificantes y, en la mayoría de los casos, cuando existen varias posibilidades gráficas para representar un mismo fonema, se puede dar con la correcta siguiendo reglas específicas. Es por esto por lo que cualquier propuesta de reforma que pretenda radicalizar aún más los principios fonetistas tiene en el presente muy pocas posibilidades de ser aceptada. Pero, por las dudas, estemos preparados para lo que sea.

[1] Lo dicho puede constatarse, por ejemplo, en el francés, cuya complejidad ortográfica no solo es fruto de su conservadurismo gráfico, sino del hecho de contar con un número superior de fonemas a la cantidad de grafemas que hay disponibles en el alfabeto latino.

[2] Los cinco fonemas vocálicos, /a/, /e/, /i/, /o/, /u/, representados por los grafemas a, e, i, o, u, y los fonemas /b/, /p/, /d/, /t/, /g/, /k/, /f/, /s/, /m/, /n/, /r/ y /l/, transcritos en español con los grafemas heredados del latín b, v, p, d, t, g, c, k, q, f, s, m, n, r, l. El grafema h representaba en la lengua latina un fonema aspirado que muy pronto dejó de pronunciarse, aunque se mantuvo su marca en la escritura, lo que justifica, en parte, la subsistencia de la h como "letra muda" en nuestro sistema ortográfico. El grafema x representaba en latín la misma secuencia de dos fonemas que representa hoy en el español (/x + s/), y las letras z e y se incorporaron en su momento al alfabeto latino para transcribir los numerosos vocablos de origen griego que pasaron al latín después de que los romanos invadieran y ocuparan la tierra de Homero y de Esquilo.

[3] Véase Ramón Menéndez Pidal. Orígenes del Español. Estado lingüístico de la península ibérica hasta el siglo XI, en Obras completas, VIII, Madrid, Espasa-Calpe, 1986.

[4] Véase Amado Alonso. De la pronunciación medieval a la moderna en español, II, Madrid, Gredos, 1969.

[5] No podríamos pensar como una excepción a la cedilla (ç), ya que esta letra, que se utilizó en el español medieval en la representación de uno de los fonemas sibilantes, surgió por evolución gráfica de la z, que los amanuenses visigodos escribían con un copete en forma de c, ornamento que fue creciendo hasta convertir la z original en un simple apéndice. La ç, que forma parte del alfabeto actual de otras lenguas romances, como el catalán, el francés o el portugués, desapareció, en cambio, de la escritura del español moderno, y fue sustituida por la c (ante e, i) o la z.

[6] Recordemos que en la elaboración de los códices medievales era frecuente la intervención de varios redactores, con hábitos gráficos no siempre coincidentes.

[7] Recientes investigaciones, basadas en el análisis grafemático de los manuscritos medievales, han descubierto otros factores de importancia que explican estas variaciones, como las diversas tradiciones gráficas en las que se habían formado los amanuenses (asociadas, en muchos casos, a diferencias dialectales de pronunciación) o el tipo de letra empleado en cada texto (distinta según se tratara de libro o documentos, y muy variable en estos últimos según sus clases), lo que con frecuencia tenía repercusiones gráficas significativas tanto en la forma como en la elección de los grafemas.

[8] Véase Rafael Lapesa. "Contienda de normas lingüísticas en el castellano alfonsí", en Actas del coloquio hispano-alemán R. Menéndez Pidal, Tubinga [recogido en Estudios de historia lingüística, Madrid, Paraninfo, 1985.

[9] La ortografía del período alfonsí, que proviene de la escritura de los siglos X, XI y XII, continuó mostrando una clara voluntad de cercanía a la pronunciación, sin embargo, no estaba exenta de rasgos latinizantes. En ella se podía apreciar, además, una decantación progresiva de las variadas soluciones gráficas de períodos anteriores y, por consiguiente, una menor variabilidad, aunque no podamos considerarla todavía homogénea.

[10] El interés por la cultura y las lenguas clásicas propio del movimiento humanista, que tiene su reflejo en las numerosas traducciones de obras de la Antigüedad grecolatina realizadas durante este período, trajo consigo un notable incremento de voces cultas tomadas directamente del latín y, con ellas, la reposición de muchas grafías latinizantes en detrimento de soluciones gráficas anteriores más acordes al principio de adecuación entre pronunciación y grafía.

[11] Los impresores eran conscientes de la trascendencia de su labor, y muchos de ellos, al elaborar los manuales que guiaban la actividad de sus imprentas, incluían recomendaciones sobre los usos gráficos que consideraban más adecuados.

[12] Años después, en 1517, Nebrija dedicará un tratado específico a la materia, titulado Reglas de orthographía en la lengua castellana.

[13] Si bien la mayoría de los autores combinaban en mayor o en menor medida los tres criterios, fue el primero, la pronunciación, el que tuvo mayor peso y continuidad en la teoría ortográfica española, lo que sin duda explica el importante papel que desempeñó en la configuración final de nuestro sistema ortográfico.

[14] El respaldo oficial, que resultará después fundamental para la aceptación y difusión de sus propuestas ortográficas, llegará en octubre del año siguiente, una vez que el rey Felipe V aprobó su constitución y la colocó bajo su amparo y protección.

[15] Véase Real Academia Española. Diccionario de autoridades, 3 vols., Edición facsímil, 1963.

[16] Véase Real Academia Española. Orthographía española. Madrid, Imprenta de la Real Academia Española, 1741.

[17] En la edición de 1754, se agregó un último criterio, el de la analogía, por el cual, en los derivados y compuestos, debe mantenerse la grafía con la que se haya fijado la palabra simple originaria (de navegante, navegar, etc.).

[18] Véase Real Academia Española. Ortografía de la lengua castellana, facsímil de la edición de la Real Academia Española, Madrid, RAE y J de J Editores, 2016.