Le acaban de dar el Premio Pritzker al arquitecto británico (quiero decir gallego) David Chipperfield, y lo primero que me he llevado ha sido una sorpresa: Yo creía que ya lo tenía. (Para que os fieis de este blog. Su autor no sabe qué insignes arquitectos cuentan con el galardón).
Quien sí está siempre al corriente de todo es mi admirado compañero y amigo Jaume Prat, y ha escrito esto tan sabia, documentada y provocadoramente que no tengo más que aportar; así que me limito a remitiros a su texto, lleno de conocimiento y de visión inteligente.
Yo solo quiero comentar una de las cosas que él dice, y que me animan a aportar mi torpe visión.
Jaume dice que la arquitectura no son los objetos producidos por los arquitectos, sino un hecho complejo y multifactorial. La arquitectura no son los edificios, sino lo que los edificios permiten que pase. "La arquitectura se basa en las relaciones. Relaciones entre personas y su actividad, entre personas y un lugar acondicionado que les permite realizar actividades como habitar, tratarse entre ellos, trabajar, identificarse, emocionarse con un lugar".
Yo sostengo lo mismo. De ahí que tanto Jaume como yo (como tantos amigos más) consideremos a Chipperfield un maestro. Es un arquitecto delicado, que hace unos edificios elegantísimos, y eso es algo digno de encomio siempre. Pero su elegancia va más allá de la geometría de los espacios y los ritmos y de la textura de los materiales. Su elegancia es la del sir británico (que lo es) poniéndose hasta arriba de pulpo a feira y posibilitando que sus convecinos también.
Chipperfield ha dado sobrados motivos a lo largo de su vida para merecer el Pritzker, pero yo se lo daría por el pulpo.
Muchas revistas y muchas webs de arquitectura (la mayoría) se deberían adscribir al género pornográfico, porque cumplen todos sus requisitos: muestran sensuales fotografías de "objetos" de placer muy deseables, los apartan del mundo real y los sumergen en un entorno falso e inverosímil de pulsiones desatadas, irreales e inhumanas, pero que por todo ello apelan a una humanidad nuestra íntima e inconfesable.
Siempre se ha dicho que como espectador uno se desconecta de una película pornográfica y se desconcentra completamente cuando ve lo rápido que acude el fontanero en cuanto lo llaman. (Que la dueña de la casa lo reciba en ropa interior es ya lo de menos). También te sacan de la situación cuando ves cómo aparentan disfrutar (es imposible) revolcándose en la silla Barcelona o en la chaise longue Corbu-Perriand.
De la misma manera las revistas de arquitectura te muestran edificios inmaculados, sin coches ni gente que estorbe (los que hay están tan bien puestos como en un render), y cuartos de estar con todos los muebles impolutos, el sillón colocado a noventa grados del sofá, y tres revistas y un florero sobre la mesa en una composición minimalista. No hay niños, no se cocina, no se duerme, no se lava la ropa, no se vive.
Chipperfield demostró que dominaba ese postureo revistero, pero hace treinta años, gracias a su amigo, el arquitecto gallego Manuel Gallego Jorreto, conoció Corrubedo. Su mujer y él se entusiasmaron con el lugar y estuvieron diez años veraneando allí, hasta que decidieron hacerse una casa.
La casa es un prodigio de elegancia y de equilibrio entre la expresividad (a la que todos aspiramos siempre) y el respeto por el entorno (mirad, por ejemplo, como adapta sus alturas a las de la casa de cada lado). Es la que más llama la atención del conjunto porque es la más bella, pero no porque grite ni haga el tonto. Sus huecos, grandes o pequeños, sus volúmenes, macizos o abiertos, se producen según se necesitan y como se necesitan, sin más. Es, como dice Jaume en su artículo, un bello objeto, pero un objeto dispuesto para que pasen cosas y se viva en relación entre la familia y con el entorno.
Hoy se cumplen tres años desde que fuimos confinados en casa por el COVID, y a los Chipperfield les pilló en su casa de Corrubedo. Eso fue una prueba de fuego para todas nuestras casas. Imaginaos la suya, Qué envidia.
Con el tiempo el sir británico-gallego ha ido comprando casas abandonadas del lugar o avisando a familiares para que las compraran, y las ha restaurado y adaptado, porque cuando uno ya sabe dónde está el paraíso se lo tiene que decir a la gente que ama.
Y el colmo fue cuando compró el Bar do Porto, muy tradicional y muy querido por todo el pueblo, pero que se vio abocado al cierre. El British lo compró, lo arregló, lo puso a funcionar y le devolvió su anterior esplendor, que consiste precisamente en no esplender, no brillar, sino sencillamente vivir y alegrar, y animar al disfrute. El olorcito a pulpo a feira sí que es arquitectura, y no la pornografía del fontanero raudo. Solo me falta ver al laureado arquitecto echándose un dominó o una mano al tute con sus vecinos corrubedanos, arrastrando o cantando las veinte en copas. Eso sí es arquitectura. Y de la buena.
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NOTA: Empecé esta entrada dedicándosela a Jaume y también a Ana Amado, a quien al final no he mencionado. Es que veo muchas similitudes entre lo que digo aquí y su trabajo (además ella es también gallega y supongo que algo tendrá que ver), pero decido que no puedo mencionarla de pasada, apenas como un mero apéndice de esta entrada y dedicarle dos o tres párrafos, sino que tengo que traerla a este blog otro día y con más extensión. Me emplazo a ello.