Cuenta el diario La Nación (7/5/2013) que durante una charla realizada en el hotel Duhau para anunciar la próxima inauguración en Buenos Aires de la feria Arte BA 2013, se habló sobre “la producción fresca y el vértigo que impone el arte contemporáneo, cuya condición hermética y efímera amerita una larga reflexión”. Aunque “hermético” y “efímero” son los dos calificativos más usados para definir el fenómeno conocido como arte contemporáneo, me parece que el primero de ellos es absolutamente erróneo. Me explico: el término “hermético” se usa para referir significados ocultos o de difícil comprensión; en ese sentido, cuando queremos aludir a un pensamiento particularmente complejo y difícil de desentrañar, encerrado en un libro, una obra de teatro o una persona, decimos que nos parece “un tanto hermético” o “francamente hermético”. Pero la palabra está mal usada, porque lo que no tiene ningún significado discernible no merece el calificativo de hermético, ya que su falso hermetismo esconde lo simplemente nulo, insignificante y carente de sentido. Como dijo Baudrillard,“el arte contemporáneo apuesta (…) a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entienden que no hay nada que entender”. Pero si en el llamado arte contemporáneo no hay nada que entender, porque su sistema es insanablemente nulo y carente de sentido, ya que se reduce a designar objetos comunes como objetos de arte, el lector podría preguntarse cómo es posible que haya alcanzado un protagonismo tan absoluto. Mi parecer es que para encontrar la respuesta no hay nada mejor que pensar en un fenómeno físico tan genuinamente hermético como el hecho de ver algo que ya no existe, pero existió en un pasado remoto: me refiero a la luz de las estrellas apagadas hace millones de años, cuyo fulgor sigue llegando hasta nosotros. Transferido al campo del arte, el fenómeno de la luz proveniente de una estrella apagada nos remite al formidable fulgor estelar del arte nacido en el mundo clásico grecolatino y prolongado en los grandes resplandores del Renacimiento, la revolución impresionista y los revolucionarios maestros de la escuela de París. Ese gran arte se apagó a mediados del siglo XX, dejó de existir, pero su maravillosa luminosidad sigue brillando engañosamente en la palabra que lo definía, a pesar de haber sido despojada de todo significado real. Lo que queda es el fenómeno, este sí verdaderamente hermético, representado por los que no entienden que no hay nada que entender, y creen, o tratan de creer, que el insignificante arte contemporáneo esconde algún significado de difícil comprensión, cuya extrema complejidad sólo sería accesible para los iluminados cerebros de la cofradía curatorial. La pregunta, entonces, es cómo llegaron los creyentes a ese estado mental, o qué malentendido los inclina a creer que un objeto rescatado de la basura o del estante del supermercado puede ser una obra de arte. Mi parecer es que el malentendido original consiste en atribuir los logros artísticos individuales a entidades abstractas y suprahumanas, independientes de la labor concreta de las personas reales. En términos empíricos, el malentendido es concebir el arte de Cezanne o Van Gogh como emanaciones del “espíritu de la época”, entendido no como lo que es, una expresión que usan los historiadores para definir las características más salientes de una era determinada, sino como una energía autónoma que flota en el éter y se encarna en determinados creadores. Así, en lugar de investigar el temperamento, las concepciones teóricas y el desarrollo personal de cada artista y de su obra, se estableció el hábito de atribuir los logros individuales al influjo del espíritu de la época, paradigma que sacraliza el avance permanente del arte, y cuya manifestación más nítida es la aclamación de “lo nuevo” o “lo más contemporáneo”. No es necesario recordar que ese malentendido fue el resultado de negar todas las vertientes artísticas tradicionales, negación que al unirse al afán de eliminar los límites del arte desembocó en la delirante atomización que convirtió al mundo entero en un infinito ready made y apagó la estrella del arte genuino. Lo que queda, en definitiva, es una palabra muy sugestiva pero totalmente vaciada de significado; una luz engañosa, sostenida por las personas identificadas con el mito de la revolución artística y el culto del futuro… y por el excedente de riquezas de dudoso origen, que pasan de las manos de políticos y empresarios ávidos de prestigio a las manos de los galeristas y pseudoartistas embarcados en el fraude. En otras palabras, el resplandeciente arte del pasado ha sido suplantado por los frívolos rituales del llamado arte contemporáneo, un entretenimiento para los ricos, ubicado al mismo nivel que los desfiles de modas y las ferias de autos de alta gama; un espacio simbólico que la gente frecuenta para mostrarse, posar como amiga de las artes y admirar los derroches de lujo y dinero. Mientras tanto, en el orden político se registra un fenómeno similar: cautivada por la estrella apagada de la revolución, y acostumbrada a vivir con los ojos bien cerrados y los oídos tapados, la fauna progresista argentina recibió con entusiasmo la irrupción del kirchnerismo, aplaudió su apelación al desarrollo y la inclusión social sin tener en cuenta la conocida rapacidad y la total falta de principios del matrimonio, y lo siguió incondicionalmente, para terminar estrellándose contra una realidad hoy indisimulable: la de un gobierno cuyo objetivo central es la permanencia en el poder y el saqueo sistemático del dinero público. El malentendido, en este caso, nació de la luz que todavía emite la estrella apagada de la revolución igualitaria, ese mito creado porRobespierre, el primer tirano del nuevo orden, precursor de los actuales vigías de la pureza revolucionaria y antepasado de Lenin, Stalin y Fidel Castro. La alternativa creada por Robespierre, entre la guillotina (y el paredón) por un lado, o la tolerancia social demócrata, el posibilismo y el respeto de las instituciones republicanas por el otro, se mantiene vigente hasta hoy en las malas copias del chavismo y el kirchnerismo, con su concepción jacobina, leninista o castrista, que divide el campo político entre buenos y malos ciudadanos: entre los aplaudidores del gobierno progresista y los repugnantes opositores, resaca social que sólo merece la censura, la exclusión o la cárcel. Sin embargo, como no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte, estamos arribando al delicado momento en que las certezas se resquebrajan y las banderas caídas exponen las patéticas ruinas del fraude. Para verlas de cerca, recomiendo el programa de Jorge Lanata en eltrecetv.com, que domingo a domingo revela la maquinaria de robo sistemático montada por Néstor Kirchner, y los objetos insignificantes que la feria Arte BA etiqueta como arte.
Cuenta el diario La Nación (7/5/2013) que durante una charla realizada en el hotel Duhau para anunciar la próxima inauguración en Buenos Aires de la feria Arte BA 2013, se habló sobre “la producción fresca y el vértigo que impone el arte contemporáneo, cuya condición hermética y efímera amerita una larga reflexión”. Aunque “hermético” y “efímero” son los dos calificativos más usados para definir el fenómeno conocido como arte contemporáneo, me parece que el primero de ellos es absolutamente erróneo. Me explico: el término “hermético” se usa para referir significados ocultos o de difícil comprensión; en ese sentido, cuando queremos aludir a un pensamiento particularmente complejo y difícil de desentrañar, encerrado en un libro, una obra de teatro o una persona, decimos que nos parece “un tanto hermético” o “francamente hermético”. Pero la palabra está mal usada, porque lo que no tiene ningún significado discernible no merece el calificativo de hermético, ya que su falso hermetismo esconde lo simplemente nulo, insignificante y carente de sentido. Como dijo Baudrillard,“el arte contemporáneo apuesta (…) a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entienden que no hay nada que entender”. Pero si en el llamado arte contemporáneo no hay nada que entender, porque su sistema es insanablemente nulo y carente de sentido, ya que se reduce a designar objetos comunes como objetos de arte, el lector podría preguntarse cómo es posible que haya alcanzado un protagonismo tan absoluto. Mi parecer es que para encontrar la respuesta no hay nada mejor que pensar en un fenómeno físico tan genuinamente hermético como el hecho de ver algo que ya no existe, pero existió en un pasado remoto: me refiero a la luz de las estrellas apagadas hace millones de años, cuyo fulgor sigue llegando hasta nosotros. Transferido al campo del arte, el fenómeno de la luz proveniente de una estrella apagada nos remite al formidable fulgor estelar del arte nacido en el mundo clásico grecolatino y prolongado en los grandes resplandores del Renacimiento, la revolución impresionista y los revolucionarios maestros de la escuela de París. Ese gran arte se apagó a mediados del siglo XX, dejó de existir, pero su maravillosa luminosidad sigue brillando engañosamente en la palabra que lo definía, a pesar de haber sido despojada de todo significado real. Lo que queda es el fenómeno, este sí verdaderamente hermético, representado por los que no entienden que no hay nada que entender, y creen, o tratan de creer, que el insignificante arte contemporáneo esconde algún significado de difícil comprensión, cuya extrema complejidad sólo sería accesible para los iluminados cerebros de la cofradía curatorial. La pregunta, entonces, es cómo llegaron los creyentes a ese estado mental, o qué malentendido los inclina a creer que un objeto rescatado de la basura o del estante del supermercado puede ser una obra de arte. Mi parecer es que el malentendido original consiste en atribuir los logros artísticos individuales a entidades abstractas y suprahumanas, independientes de la labor concreta de las personas reales. En términos empíricos, el malentendido es concebir el arte de Cezanne o Van Gogh como emanaciones del “espíritu de la época”, entendido no como lo que es, una expresión que usan los historiadores para definir las características más salientes de una era determinada, sino como una energía autónoma que flota en el éter y se encarna en determinados creadores. Así, en lugar de investigar el temperamento, las concepciones teóricas y el desarrollo personal de cada artista y de su obra, se estableció el hábito de atribuir los logros individuales al influjo del espíritu de la época, paradigma que sacraliza el avance permanente del arte, y cuya manifestación más nítida es la aclamación de “lo nuevo” o “lo más contemporáneo”. No es necesario recordar que ese malentendido fue el resultado de negar todas las vertientes artísticas tradicionales, negación que al unirse al afán de eliminar los límites del arte desembocó en la delirante atomización que convirtió al mundo entero en un infinito ready made y apagó la estrella del arte genuino. Lo que queda, en definitiva, es una palabra muy sugestiva pero totalmente vaciada de significado; una luz engañosa, sostenida por las personas identificadas con el mito de la revolución artística y el culto del futuro… y por el excedente de riquezas de dudoso origen, que pasan de las manos de políticos y empresarios ávidos de prestigio a las manos de los galeristas y pseudoartistas embarcados en el fraude. En otras palabras, el resplandeciente arte del pasado ha sido suplantado por los frívolos rituales del llamado arte contemporáneo, un entretenimiento para los ricos, ubicado al mismo nivel que los desfiles de modas y las ferias de autos de alta gama; un espacio simbólico que la gente frecuenta para mostrarse, posar como amiga de las artes y admirar los derroches de lujo y dinero. Mientras tanto, en el orden político se registra un fenómeno similar: cautivada por la estrella apagada de la revolución, y acostumbrada a vivir con los ojos bien cerrados y los oídos tapados, la fauna progresista argentina recibió con entusiasmo la irrupción del kirchnerismo, aplaudió su apelación al desarrollo y la inclusión social sin tener en cuenta la conocida rapacidad y la total falta de principios del matrimonio, y lo siguió incondicionalmente, para terminar estrellándose contra una realidad hoy indisimulable: la de un gobierno cuyo objetivo central es la permanencia en el poder y el saqueo sistemático del dinero público. El malentendido, en este caso, nació de la luz que todavía emite la estrella apagada de la revolución igualitaria, ese mito creado porRobespierre, el primer tirano del nuevo orden, precursor de los actuales vigías de la pureza revolucionaria y antepasado de Lenin, Stalin y Fidel Castro. La alternativa creada por Robespierre, entre la guillotina (y el paredón) por un lado, o la tolerancia social demócrata, el posibilismo y el respeto de las instituciones republicanas por el otro, se mantiene vigente hasta hoy en las malas copias del chavismo y el kirchnerismo, con su concepción jacobina, leninista o castrista, que divide el campo político entre buenos y malos ciudadanos: entre los aplaudidores del gobierno progresista y los repugnantes opositores, resaca social que sólo merece la censura, la exclusión o la cárcel. Sin embargo, como no hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte, estamos arribando al delicado momento en que las certezas se resquebrajan y las banderas caídas exponen las patéticas ruinas del fraude. Para verlas de cerca, recomiendo el programa de Jorge Lanata en eltrecetv.com, que domingo a domingo revela la maquinaria de robo sistemático montada por Néstor Kirchner, y los objetos insignificantes que la feria Arte BA etiqueta como arte.