Esta es una de esas historias de la vida real que nos sirven para recordar el tipo de mundo en el que vivimos: uno lo bastante genial como para que sobren la estupidez, las situaciones cojudas y, de paso, las risas. No le pasó al amigo de un amigo, al hijo de la peluquera ni al panadero del barrio, sino a un servidor en persona, y es absolutamente verídica. Vayamos a ello:
Corría el año del 2008. Yo, por aquel entonces, vivía en un departamento en Buenos Aires, Argentina, con mi novia (peruana) de entonces, un amigo peruano y una amiga española, más una argentina semi-ocupa que era tan de la familia como cualquiera de nosotros. Pero bueno, eso no viene al caso. El punto es que, como muchos sabrán, en Buenos Aires se celebra una vez al año la Noche de los Museos, en la que todos los museos de la ciudad abren sus puertas al público, y se organizan rutas y colectivos para visitarlos, mientras los músicos salen a las calles y se apoderan de las esquinas y los pastos de la Plaza Francia para dar el toque justo al ambiente. Yo me la estaba pasando de la puta madre: aunque me quedé con las ganas de pasar por la exhibición de Xul Solar y el museo dedicado a las víctimas de la dictadura militar, sí me pasé por otros pocos, de paso que por la Biblioteca Nacional donde se hacía un homenaje a Borges. Un ambiente extraordinario, muy buen clima y muy poco tiempo como para pasar por todas las exhibiciones que uno quisiera visitar. El último museo al que fuimos esa noche fue nada más ni nada menos que el de Bellas Artes: un edificio enorme, lleno de exhibiciones de pinturas de todas las épocas y países. Arrancamos por la sala de arte medieval, y seguimos el orden establecido hasta llegar a ese hueso duro de roer, en el la poca carne que hay es de la mejor -pero, ya lo digo, no abunda. Dicho con todas sus letras: que pararse frente a un cuadro de Pollock y a otros dos de Modigliani fue una experiencia que me dejó, literalmente, sin aire. "Pedazo de cabrones...", me decía mientras seguía avanzando por los pasillos, pasando revista rápidamente de las obras expuestas... hasta que llegué a un corredor que me volvió a dejar sin aire, pero por otros motivos. Confieso que también se me dibujó una sonrisa en el rostro: las cosas que colgaban de las paredes... bueno, que si eran "arte", es que yo soy el bisnieto de Cleopatra. Ni siquiera guardo un recuerdo lo bastante claro de los espantapájaros que estaban allí como para describirlos ahora, pero se apuntaban a esa rama de la pintura en la que una línea marrón sobre un fondo rosa merece llamarse Arte (sí, con la maldita mayúscula al frente) y estar colgada en una pared del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Pasé revista a los cuadros, primero, y luego a la gente que se quedaba mirándolos, abstraída y con cara de tomárselo muy en serio (alguno había con la mano en el mentón, obviamente). En este plan, llegué hasta el final del pasillo; y allí, al costado de la puerta que me devolvería al hall principal del museo y me arrancaría de ese corredor cuya sola existencia haría a Caravaggio, Van Gogh y Monet revolcarse dentro de sus tumbas, había algo que me llamó la atención. En una abertura en la pared, cubierto por un vidrio, estaba el extintor que las leyes de defensa civil obligan a cualquier lugar público a tener al alcance de la mano. Y, ni bien lo vi, me detuve frente a él y pensé: "Bueno, si a todo este montón de basura fácil le llaman arte, ¿por qué no decir lo mismo de este extintor?" Andaba sumido en estas divagaciones sobre estética cuando, de pronto, noté que no estaba solo: uno de los tipos que había visto hacía unos momentos mirando los cuadros de ese mismo pabellón se había puesto de pie a mi lado y miraba fijamente el extintor, con esa mirada "profunda" que tienen los que están analizando en medio de su conmoción una Obra de Arte. ¿Que había pasado? Pues claro: el tipo me vio tan abstraído, que se pensó que el extintor era parte de la exhibición, como lo demuestra la escena siguiente: ni bien reparé en su presencia, me volví hacia él y le dije: "No, eso es sólo un extintor". A lo que me respondió con un gesto entre sorprendido y avergonzado: "Ah, bueno". Después, se marchó. Y yo también, claro, pero riendo a mandíbula suelta, sin poder terminar de creerme la situación por la que acababa de pasar. Como decía al principio: es que vivimos en un mundo... que ni pintado, ya lo digo.